Lost in Music. Giles Smith

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Lost in Music - Giles  Smith

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de los clasificados del Essex County Standard. Era el siguiente:

      CONTRATE A PONY

      El grupo pop más versátil

      y económico de Colchester.

      Aparecíamos junto a Mr Magic Man, de Frinton («Fiestas infantiles, encantador, diferente, horas de diversión»), Dick’s Disco («discos de antes, country y western y grandes éxitos») y «NELLY QUACK pato ventrílocuo, marionetas, en casa o en sala, folletos — Twinstead 449».

      Jeremy compró cuatro camisas de nailon de color azul claro a juego con cuello y puños en azul marino en una tienda de ofertas del centro. Estarcimos el nombre del grupo en los laterales de la furgoneta y en la puerta trasera. Éramos el único grupo de Colchester con el nombre en la furgoneta. Simon todavía no había quitado las letras negras del bombo con su apodo «Sniff». Se negó a hacerlo. Ahora la gente preguntaría:

      —Entonces, ¿el grupo se llama Sniff?

      Y él tendría que responder:

      —No, se llama Pony.

      Así pues, decidimos que colgaríamos un enorme poni recortado de un tablero encima del escenario o que lo apoyaríamos en el fondo o donde fuera. Jeremy se pasó unas dos semanas trabajando a destajo en el garaje con la sierra.

      Empezaron a llegar los conciertos. Clacton Town Football Club, Sainsbury’s en Colchester, la Grenadier Guards Association, la Colchester Police Community Unit, el Halstead Motor Cycle Club y otras salas muy iluminadas y con sillas y mesas apilables, donde algún gracioso del lugar siempre quería hacerse con el micrófono para cantar «True Love Ways» justo después de acabar. Tocábamos casi todos los sábados, y algunos fines de semana también los viernes. En poco tiempo tuvimos suficiente dinero en la hucha para comprarme un piano eléctrico, un Crumar Compact. Cobrábamos 50 libras y nos embolsábamos 10 por cabeza después de descontar los gastos.

      Tocábamos «Una paloma blanca». También, con mi actuación destacada al teclado, el «Baile de los pajaritos». En ese momento la pista se llenaba de gente bailando en filas o círculos, realizando coreografías ensayadas que diferían de un sitio a otro (aleteaban con los brazos, se daban palmadas en los muslos, se tocaban la nariz unos a otros, etc.), como si cada pueblo de Essex hubiera desarrollado su propia forma de bailar los pajaritos.

      Éramos como un tocadiscos humano: «Under the Moon of Love», «Write Myself a Letter», «There Goes My Everything»… También «Happy Birthday to You», «The Hokey-Cokey», «Knees up Mother Brown» y el himno nacional. Durante «Nights in White Satin», Simon, que se aburría como una ostra, golpeaba con todas sus fuerzas la caja antes del solo. Como si fuera a frotarse con una esponja, levantaba la baqueta por detrás del hombro todo lo que podía hasta llegar al final de la espalda y luego la dejaba caer con todas sus fuerzas, de forma que oías las notas del bajo descendiendo suavemente escala abajo y de repente…

      ¡PAM!

      A veces veías que las parejas se sobresaltaban y levantaban la vista sorprendidas.

      —Buenas noches —decía Jeremy al final—. Y si han venido en coche… no olviden llevárselo.

      En Nochevieja, Jeremy marcaba la cuenta atrás hasta que daban las doce. Al llegar la medianoche, bajaba un globo o se producía una lluvia de serpentinas y todo el mundo se lanzaba a los brazos de los demás, se mezclaban unos con otros, se besaban y vociferaban. En el escenario esperábamos un minuto más o menos antes de empezar a tocar «Auld Lang Syne» o alguna versión animada en clave cancán, un minuto durante el que no había nada que hacer excepto observar el caos y preguntarse si, al fin y al cabo, el mejor sitio en el que estar era sobre un escenario y con ese grupo.

      FALLOUT

      Rick (guitarra/voz) y David (bajo) me dijeron que por fin habían conseguido el visto bueno para dar un concierto de final de trimestre (con Fallout, su grupo, durante la hora de la comida y en el salón de actos, podía ir todo el que quisiera y no había que pagar entrada) y probablemente Doug, de Codpiece, iba a acudir y hacer algo y que tal vez, como yo estaba en Pony y todo eso, a mí me gustaría ir y participar en un par de canciones. De todas formas, tenía que ser como guitarra, se apresuró a añadir, porque el teclado no acababa de encajar. (Venga, dilo, pensé, «porque el teclado es de maricas»).

      Asentí con calma, miré hacia el patio y me mordisqueé las mejillas pensativo. Me pregunté si debía reservarme para tocar en un supergrupo, pero pensé que sin duda iba a hacerlo muchas veces en el futuro, cuando mi carrera despegara, así que ahora no tenía sentido ser maleducado y arisco. «Claro», le respondí, «claro que sí.»

      En esos momentos sentí como si tuviera en el estómago una fila de animadoras levantando los pompones al aire y agitándolos en señal de alegría. ¡Un bolo! ¡Delante de todo el colegio! ¡A la guitarra! A partir de entonces me mirarían de otra manera, pues eso es lo que me parecía que estaba en juego. Era la oportunidad que el pop me brindaba con una amplia sonrisa, así, de repente. Era un cambio de rumbo en la historia de mi vida.

      No siempre se nos presenta la oportunidad de ser rebeldes, no con tanta frecuencia como nos gustaría. En el colegio yo siempre iba con demasiado cuidado para no causar problemas. No era el que deja el gas abierto durante la clase de química. Tampoco era el que se escabulle durante el recreo de la mañana para llamar a un taxi a nombre del profesor de Historia, de forma que la secretaria de la escuela tenía que atravesar el pasillo a toda prisa para avisarle en mitad de una clase. Ojalá pudiera decir que había sido yo. De verdad. Pero no me salía. Me faltaba iniciativa.

      Sin embargo, ahora sí que tenía una oportunidad de verdad. Quiero decir que si podía plantarme, aunque fuera por poco tiempo, en el escenario de la escuela (en otras palabras, justo en el centro de la vida institucional de la escuela, en el corazón mismo) con las piernas abiertas, las rodillas dobladas y la lengua provocadoramente fuera y lanzar un grito salvaje de feedback y distorsión que llegara hasta el final de la sala de actos de paredes de roble y de estudiado refinamiento, entonces lograría cambiar la forma en la que me veían, qué duda cabe. Ya podía imaginarme a toda la gente agolpada a mi alrededor al acabar, las palmadas en la espalda mientras yo intentaba contener mi sonrisa de satisfacción. «Pensábamos que eras un estirado, Smith, pero hemos visto que te va el rock. Buen trabajo.»

      Unos años después, Elmore Leonard escribió una novela en la que uno de los personajes lleva una camiseta con la frase: «Tal vez me confundes con alguien a quien le importa una mierda». Mi mayor anhelo era que, en el escenario con Fallout, lanzando poderosos y estridentes acordes contra la placa que rezaba «Palmarés de éxitos de Oxbridge 1947-55», me pondría esa camiseta, metafóricamente hablando.

      Fallout (influencias: Hendrix, Zeppelin, Thin Lizzy y cualquier cosa capaz de mezclar guitarras distorsionadas con una apaciguante perspectiva hippie) se parecía mucho al grupo de Rick. Rick iba un curso por delante. Llevaba el pelo largo y andaba a grandes zancadas con los hombros encorvados. Llevaba una chaqueta de pana negra raída bajo la cual iba alternando un pequeño guardarropa de jerséis de cuello alto de color marrón estropeados, de corte clásico y algunos casi sin duda no acabados. Tenía una sonrisa de ir permanentemente colocado, lo que a grandes rasgos era cierto. Acudía en coche a la escuela. Conducía un destartalado Cortina Estate gris con cintas de Hendrix, Zeppelin, etc., aullando por sus altavoces lisiados. A veces, si calculaba bien el momento de la salida, conseguía que me llevara a casa.

      Eso sí, un trayecto en coche con Rick implicaba someter tus oídos a un difícil reto sónico. Hoy en día, el sonido que asociamos a los equipos de música de los coches de otras personas, el que oímos en los semáforos

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