Lost in Music. Giles Smith

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Lost in Music - Giles Smith страница 11

Автор:
Серия:
Издательство:
Lost in Music - Giles  Smith

Скачать книгу

presente en la década de 1970 para mostrarnos el camino.

      En el piano que teníamos en casa tenías que pelearte para extraer de él el sonido de un piano. Es probable que hubiera sido rechazado como atrezo para las escenas de taberna de un Western de bajo presupuesto. El instrumento había pertenecido a mi abuelo, quien, viejo y encorvado, todavía lo tocaba cuando venía a casa, aunque solo tocaba una canción, «In an English Country Garden», al tiempo que silbaba la melodía para suplir las notas que se saltaban sus dedos. Es curioso, pero siempre la tocaba de pie, como Little Richard. Solo que no era Little Richard.

      Con unos adornos horrorosos, y tal vez diseñado para un Liberace decimonónico que no había conseguido colmar las expectativas, el piano poseía un par de candelabros de latón atornillados en la parte delantera, aunque las copas que habían sostenido las velas habían desaparecido hacía mucho tiempo. Si pisabas el pedal fuerte, se oía un crujido dentro, como si alguien estuviera cambiando de marcha en un motor de tracción. El mayor inconveniente era que la caja era una de esas viejas de madera que no se habían fabricado para soportar bien las presiones ambientales de una casa moderna de la década de 1970. Lo que pasaba siempre es que el afinador acudía cada seis meses más o menos, afinaba el piano para dejarlo perfecto y se marchaba. Luego se encendía la calefacción y a los cuatro minutos esa cosa sonaba como una guitarra hawaiana.

      Cuando tenía siete años, mis padres decidieron que mi profesora de piano sería una anciana llamada Sra. Galley, que daba clases a domicilio como si fuera una enfermera de barrio. A menudo me he preguntado lo bueno que podría haber sido si la clase semanal del jueves por la tarde no hubiera coincidido justo con el principio de Scooby-Doo en la tele. Eso me convirtió en un alumno quisquilloso e indiferente y no solo por cómo conseguía atraparme de principio a fin Scooby-Doo, sino también porque perdérselo equivalía al ostracismo social; al día siguiente, en el patio, la gente preguntaría: «¿A que fue una pasada cuando Shaggy mordió a Velma?». ¿Y qué sabría yo si en ese momento había estado ocupado estropeando de mala gana una versión simplificada del «Himno a la alegría» de Bach?

      Supongo que las clases tampoco eran un camino de rosas para la Sra. Galley, aunque no creo que estén relacionadas directamente con su muerte a mitad del segundo curso. Insisto en que era vieja. De todas formas, su muerte no ayudó a mejor las cosas en relación con mis progresos frente al teclado. Lo que sí supuso fue la llegada de un periodo de varios años en los que tuve carta blanca para aporrear sin trabas el piano, aprender siguiendo mi instinto y crear mi propio estilo interpretativo. Ya podía verme dando entrevistas en el futuro en las que mencionaría de pasada algo que había dicho Paul McCartney (o Paul o Macca, como esperaba llamarlo para entonces) sobre cómo él siempre se había alejado del aprendizaje clásico —incluso más adelante, cuando tuvo la posibilidad de hacerlo— por miedo a que conocer algunas de las reglas significara dejar de hacer lo que había estado haciendo durante todos esos años de ignorancia. Yo diría algo así: «Sí, coincido con Macca en ese aspecto».

      Abandonado a mi propia suerte, desarrollé dos formas indefinidas de bugui-bugui, una a medio tiempo y la otra más rápida. También creé una versión a dos dedos de la sintonía de la serie de televisión Robinson Crusoe, una de las grandes sintonías melancólicas de la televisión. Creo que la serie estaba doblada del francés de la versión original, pero había pasado algo raro con toda la banda sonora, incluyendo la música de los créditos, haciendo que sonara apagada, un poco desorientada y triste. También saqué de oído una versión de «The Entertainer» de Scott Joplin que podría haberme granjeado la acusación pública, y con razón, de haber sucumbido a la presión popular. A mediados de la década de 1970, todo el mundo que tocaba el piano tocaba «The Entertainer» de Scott Joplin. No obstante, la mayor parte de la gente tenía acceso a las partituras, mientras que yo tenía que abrirme paso a oscuras. Aun así, elaboré una nada despreciable versión arrolladora, aunque se quedaba un poco corta de notas negras y no cambiaba ni una sola vez de tecla con la mano izquierda, ya que, después de haber dado con ese arpegio que da fuerza a la melodía —bum, ching, bum, ching—, no estaba dispuesto a perderlo.

      La mayor parte de las veces, empezaba con la versión a medio tiempo y luego seguía con la más rápida. Mi madre me preguntaba nerviosa por qué no podía aprender algo que supiera tocar de principio a fin.

      Sospecho que en su momento llegó a imaginarme con el pelo peinado con raya al lado y unos modales exquisitos, tal vez con un esmoquin de terciopelo, bajando de mi cuarto a última hora de la tarde para amenizar la velada y distraer a sus amigos con magníficas piezas de Mozart. Sin embargo, esa visión se había desvanecido. Ahora veía el piano como una horrible carga que ocupaba espacio en el salón, así que decidió tomar cartas en el asunto. Además, estaba bastante harta de la sintonía de Robinson Crusoe. Así pues, un día quedé con la Sra. Forbes, una profesora que me había recomendado mi cuñada, y empecé a ir a clases en la recalentada sala de estar de su casa adosada de Drury Road. La Sra. Forbes era más joven que la Sra. Galley, aunque no mucho más. Llevaba el pelo teñido de negro y sujeto en un recogido con horquillas y clips. También llevaba blusas de algodón blanco con volantes en el cuello y los puños. En la puerta de su casa me cruzaba con otra estudiante que salía, una niña de cinco años con coleta. Tal vez porque había encontrado su tono en la hora anterior y luego no podía modificarlo, la Sra. Forbes me hablaba como si yo también fuera una niña de cinco años con coleta, en lugar de un chico de diecisiete con un apetito voraz por conseguir un contrato de grabación con una discográfica.

      Intentó que tocara «Trois Gymnopédies» de Satie (que era a finales de la década de 1970 lo que «The Entertainer» de Scott Joplin había sido a mediados de la misma década y que luego se devaluó mucho debido a su uso en anuncios de televisión de desodorante y mascarillas faciales). Al tocarla se me agarrotaban los dedos. Más o menos en la cuarta clase, a fin de aligerar el ambiente, le toqué una pieza que había compuesto hacía poco («…he estado trabajando en esto últimamente…»). Pensé que la disfrutaría porque se parecía al tipo de música con la que habíamos estado trabajando. En realidad, es probable que la pieza fuera más del estilo de Eric Sykes que de Erik Satie. Cuando acabé, dijo con una sonrisa: «Vaya, parece que tenemos un pequeño compositor en ciernes».

      Duré un trimestre y no conseguí aprender a leer partituras, aunque me seguía consolando el hecho de que Paul McCartney tampoco supiera.

      Debió de ser más o menos por aquella época cuando apareció el afinador del piano —un hombre alegre con bigote que andaba a saltitos como si acabara de salir de una fantástica sesión de cabaret— en lo que parecía otra de sus visitas rutinarias. Sin embargo, después de cinco minutos a solas con el piano, salió de la habitación con una expresión grave impropia de él. Dijo que tenía malas noticias. No había razón para alargar la agonía, iba a ir directo al grano. Se trataba de la caja: la cosa no tenía buen aspecto. Ajustar el piano al tono de concierto habría implicado tensar tanto las cuerdas que la caja se habría doblado y tensado como una trampa para animales, con el riesgo de explotar en mil pedazos letales que saldrían disparados por toda la sala. Ni que decir tiene que no me apetecía nada estar sentado al piano tocando una de mis versiones cuando eso pasara. Podía afinarlo un poco —dentro de unos límites— para mejorarlo en cierta medida. Pero, básicamente, era inoperable y no había nada que pudiéramos hacer aparte de mentalizarnos para el final que se avecinaba.

      Pero, según mi madre, sí que había algo que podíamos hacer: podíamos llamar a un hospital para enfermos mentales y preguntarles si querían un instrumento desafinado. Unos días más tarde, enviaron una furgoneta para llevárselo.

      Ya es bastante malo ser pianista, pero todavía es peor ser un pianista sin piano, lo cual fui durante unos tres años. Había tocado fondo.

      10cc

      Todo el mundo sabe que los grupos de pop no son como la familia ni como un equipo de fútbol. No permaneces a su lado en lo bueno y

Скачать книгу