Lost in Music. Giles Smith

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Lost in Music - Giles  Smith

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nada fiel a la realidad porque Rod Stewart, que cantaba, no tocaba la guitarra en esas canciones. Pero el disco era tan bueno que quería hacer las dos cosas a la vez, y si hubiera podido tocar también la batería al mismo tiempo, lo habría hecho. (Existe un ensayo de psicología que relaciona tocar la guitarra y fingir tocar la guitarra con la masturbación, pero creo que puedo rebatirlo con un par de frases. Tocar la guitarra no se parece en nada a masturbarse. Tocar la guitarra es mucho más difícil.)

      Sin embargo, a veces necesitabas el ruido por otras razones. Necesitabas comportarte como un adolescente, así que pasabas horas en el dormitorio, tumbado boca arriba en la cama, con un disco puesto y desbordado por una aflicción inconmensurable. Esos eran tus años de Samuel Beckett. Y en ocasiones el pop conseguía sacarte de ese estado, aunque a menudo te hundía más en él, que es donde querías estar. Entonces, le dabas la vuelta al single de «Pool Hall Richard» y ponías la otra cara, que era «I Wish It Would Rain» [«ojalá lloviera», en inglés].

      No hay nada como el pop para abstraerte, pero sucede al revés: no hay nada como el pop para centrarte en ti mismo. Ahí está el pop, esa fuerza positiva y extrovertida, capaz de acelerar el corazón y disparar el pulso. Así pues, era extraña la naturaleza solipsista de todos esos placeres que encontrabas en él: las horas pasadas en el dormitorio (no solo, según Roddy Frame, sino a solas), los bailes sin nadie más, las imitaciones frente al espejo y pasar el rato a oscuras con los auriculares puestos, que sigue siendo mi manera preferida de escuchar cosas, hundirme en ellas y aislarme sin distracciones. En ese momento el pop no era la banda sonora de tu vida, era tu vida.

      ¿Por qué tiene que estar tan alto? Porque cuando está alto, el bajo se oye latir y la batería patalea y las guitarras se deslizan por toda la habitación y el conjunto te golpea en el pecho. Porque cuando está alto, no puedes oír nada más, en especial a las personas que te preguntan por qué tiene que estar tan alto.

      SCOTT JOPLIN

      El destino no me sonrió cuando truncó mis planes de dominación mundial a través del rock el día que me convirtió en pianista. Y mi madre tampoco fue de gran ayuda el día que regaló mi piano a un hospital psiquiátrico de la zona, aunque de eso hablaré más tarde.

      Creo que es sencillo encontrar el origen de la angustia del pianista: no eres guitarrista. Cuando quedó claro al principio de mi adolescencia que yo era lo primero y no lo segundo, entré en un periodo de negación desesperada y me abalanzaba sobre cualquier cosa que se pareciera vagamente a una guitarra: esos ukeleles casi sin cuerdas, una guitarra de juguete de los Beatles de plástico naranja encontrada por ahí y, cuando mis hermanos no estaban en casa, sus impresionantes guitarras acústicas y eléctricas de verdad. Tocaba y tocaba hasta que me sudaban y me dolían los dedos, pero nunca fui capaz de extraer nada de esos instrumentos más allá del nivel más rudimentario y básico. El riff de «Jeepster» tocado en una cuerda de ukelele habría podido ser un triunfo, pero nunca se hizo realidad. Poco después, Jeremy me enseñó los tres acordes de «Bad Moon Rising» de Creedence Clearwater Revival, de la que, tras meses de dedicación absoluta, conseguí sacar una versión bastante decente y chula (si no te importaba esperar dos minutos entre cada cambio de acorde mientras conseguía recolocar los dedos en su sitio, a veces usando incluso la mano derecha para poner los dedos donde les correspondía).

      El piano parecía más plausible y debería haber estado agradecido por tener al menos eso. En muchos sentidos, el piano es el instrumento más satisfactorio de dominar; es autosuficiente y versátil y sociable. Sin embargo, ninguna de estas ventajas compensa su principal inconveniente desde una perspectiva pop: tu capacidad limitada para adoptar poses de naturaleza roquera mientras lo tocas.

      En toda mi vida, nunca me he puesto delante del espejo en mi dormitorio fingiendo tocar el piano, mientras que sí he fingido tocar la guitarra alegremente en todas las habitaciones de todas las casas en las que he vivido. Al cumplir los diez años, estaba saturado de imágenes de Bolan y su guitarra Flying V, inclinándose hacia delante y hacia atrás con las rodillas dobladas, pegando brincos y deslizándose y pasándolo en grande. Gilbert O’Sullivan, con los hombros caídos frente a un enorme piano y con su jersey, no acaba de conseguir el mismo efecto.

      Un amigo me confesó una vez que se pasó gran parte de los momentos íntimos de su juventud fingiendo ser Ray Manzarek de los Doors. Ponía los discos de los Doors y movía los dedos sobre un plano horizontal imaginario. A veces usaba el borde de la cama. Estaría dispuesto a afirmar que se trata de un caso aislado de deseo hacia un teclado. En los conciertos es poco frecuente que los solos de teclado produzcan la excitación con la que se reciben los solos de guitarra, el público no levanta los brazos y se da las manos, ni mueve los dedos como si tocara. No tenemos una idea clara de cómo sería fingir tocar el teclado.

      Cuando cumplí doce y trece años y quedó claro que el piano era el único instrumento en el que me defendería, busqué en vano algún modelo al que imitar. Sin embargo, los teclistas parecían ser gente como Tony Banks de Genesis, quizá el hombre menos expresivo del rock, cuya idea de descontrol frente a la masa es asentir con amabilidad. Ray Charles y Stevie Wonder están geniales, meciéndose y balanceándose frente al micrófono, pero en parte sus movimientos son debidos a la ceguera, son reflejos propios de invidentes, así que imitarles es arriesgarse a caer en el mal gusto. He visto a Elton John subirse al piano con unas gafas ridículas y trajes llenos de volantes y pegar saltos sobre la tapa, aunque eso no parecía hacerle muy feliz. Siempre pensé que, si hubiera sido guitarrista, no tendría que haberse esforzado tanto.

      Reparando en el vacío trágico en el centro de la vida del pianista, durante la década de 1970 unos fabricantes inventaron un teclado que podías llevar colgado al cuello con una correa, como si fuera una guitarra, forzándote a tocar las teclas como te tocarías los bolsillos, pero permitiéndote cambiar de posición y sacudir esa cosa con el resto del grupo. Se hizo bastante popular entre los miembros de Earth, Wind & Fire, pero a mí no me hizo gracia, aparte de que no podría habérmelo costeado. Este triunfo de la ingeniería técnica no conseguía que parecieras un guitarrista, sino que parecías un teclista con un caso grave de envidia instrumental.

      El teclista no puede apoyarse espalda contra espalda con el bajo en una demostración de colegueo. Tampoco puede dejarse llevar y alejarse del micrófono para acometer un punteo corto o un solo. Estás atrapado, como un vendedor detrás del mostrador. Me fijé en que Rick Wakeman decidió compensarlo con un desafiante despliegue de sintetizadores y situándose en el centro de varias filas de tambaleantes teclados, muchos de los cuales no tenían utilidad alguna, pero destacaban en forma de amenaza (era la versión musical de una marcha militar). El reducido tamaño de la tecnología actual, gracias a la cual un único teclado puede hacer el trabajo de diez, te arrebata incluso esa satisfacción (a menos que seas Wakeman, que continúa apilando en el escenario teclados antiguos como en los viejos tiempos).

      Como pianista, sabía que al menos podía cultivar el modelo de baladista sensible, que es la opción de Billy Joel. Tú, ese solitario un poco salvaje, inexpresivo excepto en esos momentos bien entrada la noche cuando te sientas al teclado y lo das todo. Y ella se acerca al piano, copa de vino en mano, emocionada e impresionada.

      —¿Qué estás tocando?

      —¿Esto? Bueno, no sé, es… estoy improvisando.

      Ahora, con treinta y dos años, no me parece algo tan malo. Podría sacarle partido a algo malo al máximo. Pero de adolescente la cosa no tenía ningún atractivo para mí.

      Está claro que lo mejor que puede hacerse ante el teclado es comportarse como Vince Clarke de Depeche Mode y luego Yazoo y luego Erasure, o como Chris Lowe de Pet Shop Boys. Hoy en día, los teclados son tan sofisticados que puedes generar el sonido de una orquesta entera con un solo dedo, y una de las mejores cosas de la solución de Clark y Lowe al problema de ser teclista (casi siempre sin expresión alguna y quietos como estatuas) es su honestidad

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