Lost in Music. Giles Smith

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Sr. Frame tampoco incluye una historia que me contó uno de mis hermanos: de camino a un concierto en Ipswich a mediados de la década de 1960, los Beatles pararon a comprar chicles en el quiosco situado al final de nuestra calle. (Yo nunca me he creído esta historia, ya que me sonaba a otros cuentos que me contaban mis hermanos para hacerme rabiar. Sin embargo, yo la he contado muchas veces, señalando el quiosco a los visitantes.) Además, el Gazetteer no menciona nada sobre la vez que vi a Ray Cooper, el percusionista que ha trabajado con Elton John y Eric Clapton, entre otros, entrando en Gunton’s, la tienda de delicatessen de Crouch Street.

      De todas maneras, la verdad es que no existe nada llamado «Colchester sound» o «Colne beat». Si estuviéramos un poco más al sur, podríamos haber formado parte de la explosión R&B de Canvey Island: ¡Dr. Feelgood! ¡Wilko Johnson! Un poco a la izquierda y abajo y podríamos habernos unido a la revolución del sintetizador de la década de 1980 de Basildon: ¡Depeche Mode! ¡Yazoo! Y solo cien kilómetros al oeste y habríamos estado en Londres: ¡casi todos! Pero, no, estábamos en Colchester, la ciudad votada como la más aburrida de Gran Bretaña en la década de 1980 por los oyentes del programa The Terry Wogan Show de Radio 2. Y tenían razón, ya que esa ciudad donde habían pasado tantas cosas en la época romana, no había visto mucho movimiento desde entonces, excepto la ampliación del horario comercial los jueves. Esa era la ciudad por la que caminaba yo, con nueve años, en busca de Marc Bolan.

      T. Rex no tocaron nunca en Colchester, pero sí que actuaron en el festival Weeley Pop en agosto de 1971, justo cuando mi interés por Bolan se estaba avivando después de haber visto la interpretación de «Hot Love», con ese ritmo desenfadado, en el programa Top of the Pops, y después de «Get It On», que era básicamente lo mismo, tocado a un ritmo diferente y que conseguí que mi madre me comprara en el Harper’s Music Store, salvando así una de esas mañanas de sábado.

      Weeley queda al este de Colchester, de camino a Calcton. No hay gran cosa allí, excepto campo abierto y alguna casita rural tranquila, lo que lo convertía en el lugar perfecto para un fin de semana de rock en directo y abuso de sustancias. «T. Rex», proclamaban los carteles de la ciudad. «Lindisfarne, The Faces, Rory Gallagher, Caravan, Colosseum, Barclay James Harvest, Mott the Hoople, Curved Air…»

      Ni siquiera me molesté en preguntarles a mis padres si podía ir. Hacía muy poco que había obtenido ciertos derechos relativos a montar en bicicleta sin acompañante, así que sugerir que me dejaran pasar tres noches inciertas en compañía de 30.000 fans del rock habría sido tentar a mi suerte. Además, en aquella época un festival de rock era un festival de rock: con Ángeles del Infierno cargados con motosierras, gente desnuda por todas partes y drogas de una sorprendente mala calidad. Baso esta afirmación en recuerdos vagos de algunas historias publicadas en el periódico local la víspera de Weeley que fueron debatidas en casa. Todos los artículos hablaban de «vecinos cabreados» y tal vez fueran un pelín exagerados. Aun así, apuesto a que existen numerosas diferencias entre el ambiente de Weeley en 1971 y los festivales de Glastonbury de la actualidad, que además de ser un producto envasado y accesible, se han edulcorado hasta convertirse en un fin de semana de compras alternativo con cobertura en directo en Channel 4.

      En aquel momento, ese fin de semana de Weeley fue una agonía —y los días previos también, cuando vi la guía del festival gratuita y recortable publicada en el periódico la semana anterior—. Tan cerca y tan lejos. Y, aun así, pensé que si no podía ir y ver a Bolan, al menos podía interceptarle por el camino.

      —Para ir de Weeley a Londres —le pregunté a mi padre en más de una ocasión— hay que pasar por Colchester, ¿verdad?

      —Sí. ¿Por qué lo preguntas?

      —Por nada.

      Tenía una imagen muy nítida del Bolan que quería ver, parado en el semáforo de London Road, de camino a Weeley. Estaba en el asiento del copiloto de una furgoneta Ford Escort, con un montón de instrumentos apiñados detrás. No había nadie más del grupo, solo Bolan (con purpurina bajo los ojos y la chaqueta de plata y los pantalones de raso). Así que, el primer día del festival, recorrí en bicicleta la carretera que antes de construir la circunvalación recibía el tráfico de Londres y lo hacía rodear la población. Dejé la bicicleta apoyada a la entrada de la sucursal del banco NatWest y esperé casi toda la tarde. No obstante, no dio señales de vida. Típico de Colchester.

      En aquella época era T. Rex o Slade. Toda la historia del pop parecía haberse reducido a ese eje crucial. En realidad, la historia en sí parecía haberse reducido a este eje crucial. La agitación industrial de principios de la década de 1970 no era más que un murmullo de fondo durante la guerra de temas entre Slade y T. Rex de 1972/73; «Mama We’re All Crazy Now» contra «Children of the Revolution»; «Cum On Feel the Noize» contra «20th Century Boy»; «Skweeze Me, Please Me» contra «The Groover».

      Después de la división entre chicos y chicas, Slade o T. Rex era la manera más sencilla de dividir a la gente que conocía en la escuela. Slade tenía a Noddy Holder, con unas patillas como las del dueño de una fábrica de la época victoriana, un sombrero de copa con discos reflectantes y una voz que sonaba como hacer gárgaras con azufre. Sin embargo, T. Rex tenía a Marc Bolan, con su rostro angelical, los morritos que ponía y sus preciosas «t» y «s» cantadas con la parte anterior de la boca. Noddy Holder nunca fue Slade de la forma en la que Marc Bolan era T. Rex. Las tres personas situadas detrás de Bolan en el programa Top of the Pops, tiesos como palos de manera más o menos premeditada, no llamaban la atención de nadie, mientras que Slade era un grupo, un puñado de tíos duros, juerguistas estridentes, cuyo sonido era más pesado y denso que los brillantes solos de guitarra de Bolan. La verdad es que no tragaba a Slade. Mi problema no era con Holder, sino con el otro, ese del pelo largo y liso y la sonrisa bobalicona: Dave Hill. Me parecía un imbécil. Lo mismo me pasaba con el batería, que se limitaba a permanecer sentado mascando chicle. Así pues, como había que mojarse, opté por Bolan.

      Está claro que había mucho más detrás de esta elección. ¿Preferías jugar en equipo, atraído por los garrulos de Slade, o eras un individualista, embelesado por la singularidad de Bolan? ¿Te gustaban los chicos que parecían chicas o los chicos que parecían dueños de fábricas victorianas? Las chicas en general se decantaban por Bolan, así que ser un chico al que le gustaba T. Rex era ser del grupo de las chicas. Yo tuve la suerte de conocer a Karen Jones, a quien no le gustaba ninguno de los dos, así que le pareció bien cambiarme el póster en color de Bolan de su ejemplar de la revista Jackie por solo cuatro caramelos Black Jacks, lo cual me pareció un trato realmente bueno. Acabó colgado en la puerta de mi dormitorio, junto con la selección de imágenes de las revistas y periódicos de mis hermanos que conformaban mi mural de Bolan. Al final, en la puerta no cabía un alfiler: había unos treinta Marc Bolan mirándome, en unos casos poniendo morritos, otros enfurruñado y otros sonriendo.

      ¿Tenía que ver con el sexo? Creo que en parte no era algo tan sensual como masculino. No estaba tan interesado en acostarme con Marc Bolan como en pegar artículos recortados sobre él en mi libreta especial de T. Rex y en dibujarle intentando reproducir con exactitud la forma de su guitarra. No sentía un deseo hacia él que latiera tan fuerte como mi deseo de coleccionar sus discos, guardarlos juntos en un estado impecable y etiquetarlos con rotulador con el nombre del artista y la canción en la esquina superior izquierda de la funda, el número de disco en la esquina superior derecha, una enorme «G» mayúscula en la parte superior central, un par de paréntesis simétricos y de estilo barroco a ambos lados del agujero central de la funda y con la siguiente frase escrita alrededor del agujero en grandes letras mayúsculas: «ESTE DISCO PERTENECE A GILES SMITH». Me temo que lo que empezó con Bolan define una parte sustancial de mi relación con el pop. No hay muchas cosas tan relacionadas con la pasión y tan francas en su emotividad como la música pop; por otra parte, tampoco hay nada como ella para sacar el bibliotecario que llevo dentro.

      Pero, más allá

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