Claves para atravesar la tormenta. Cecilia Lavalle Torres
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Asimismo, cuando creemos que ya lo tenemos muy aceptado, algo pasa (vemos una foto, escuchamos una melodía) y se desencadenan las emociones que nos regresan a cualquier fase.
Digamos, entonces, que el duelo es más bien desordenado y, en el afán por ordenarlo, se confeccionaron conceptos –a los que llaman fases– que agrupan e identifican partes del proceso.
Digamos, también, que eso al duelo le tiene sin cuidado.
Y digamos, asimismo, que las fases se pueden intensificar o pueden variar según las circunstancias en que se haya presentado la pérdida o en las que las personas dolientes estamos inmersas.
No espere, pues, que el duelo sea como subir una escalera. Se parece más a una montaña rusa.
Flote (sí, también de nuevo)
Las aguas son desconocidas. Es de noche. La luna se esconde. La luz del faro no se ve, o es tan tenue que parece apenas el reflejo de una estrella. A ratos llueve a cántaros, pero el mar no está embravecido. No sé dónde estoy ni hacia dónde debo nadar.
Esta metáfora describe bien cómo viví las primeras semanas (¿meses?) del duelo.
Infiero que cada duelo es único. Influyen, sin duda, las circunstancias que rodean la muerte, la cercanía con la persona que muere, la buena o mala relación que se tuviera en ese momento con esa persona; nuestras condiciones físicas, emocionales, económicas previas y posteriores a la muerte; la existencia o carencia de una red de apoyo. En fin, hay muchas variables.
Al margen de las variables, le cuento cómo me sentí.
Yo no era la misma yo, pero tampoco una nueva yo, porque casi ningún día era igual a otro. Lo único más o menos constante era una pesada tristeza.
Tras la muerte de mi hijo, pasó más o menos un mes antes de que yo estuviera ya en mi casa con la cotidianidad instalada.
Fue entonces cuando me sentí absolutamente perdida. Cancelé todos mis compromisos de trabajo. Me salí de varios grupos de chat. Paré al mundo. A mi mundo. Y me movía casi por inercia.
Recuerdo que primero descansé varios días. Me sentía agotada física y emocionalmente. Pero, después, los días se volvieron extraños. Para empezar, no sabía qué hacer. Ni tenía que ir al hospital ni vigilar medicamentos ni cocinar algo nutritivo ni empacar ni tomar alguna decisión ni… No tenía que hacer nada de lo que ocupó mi vida casi un año. Y tampoco quería hacer nada, igual o distinto.
Sabía que pronto debía regresar a trabajar, porque las cuentas por pagar no saben de duelos. Pero no tenía mucha idea de cómo.
Así que, en mi experiencia, la Clave en este punto es flotar. No oponer mucha resistencia a lo que sea que vaya sintiendo.
Sólo recuerde lo que apunté páginas atrás, flotar no es desfallecer. Flotar requiere de un esfuerzo consciente y de los sentidos en cierta alerta para no hundirse.
Elija el mejor recuerdo
En pleno duelo los recuerdos acuden puntualmente. Pero los que llegan sin esfuerzo son los más dolorosos. En especial en los primeros meses.
Yo no hacía más que cerrar los ojos y llegaba a mí, con toda nitidez, el recuerdo de mi hijo agonizando. Hasta que pensé: de todos los recuerdos acumulados en 30 años, ¿me debo quedar precisamente con ese? ¡Tres décadas de recuerdos, y los que me asaltan, literalmente, me remiten a los últimos cinco días de su vida! Es inaceptable, me dije.
Entonces, imaginé mis recuerdos como si fueran una caja de fotografías. Cuando llegaba una imagen dolorosa, la tomaba, la colocaba con cuidado en esa caja y elegía otra, una que me remitiera a un evento o alguna etapa de la vida de mi hijo que me hiciera feliz.
La Clave es que, si el último o los últimos recuerdos son dolorosos, incluso horribles, cuando lleguen guárdelos en la caja, y escoja uno que le guste o que le haga feliz.
Acaso no aminore el dolor. Pero recordar deja de ser una tortura.
Deshágase de las preguntas sin respuesta
Durante el duelo nos hacemos preguntas que no tienen respuesta.
¿Por qué?, es una de las favoritas, en cualquiera de sus variedades: ¿Por qué le sucedió? ¿Por qué tan joven? ¿Por qué si era tan bueno? ¿Por qué decidió hacer eso?
¿Y si…?, es otra del repertorio, en cualquiera de sus presentaciones: ¿Y si se hubiera quedado? ¿Y si no hubiéramos ido? ¿Y si hubiéramos hecho?
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