La grieta desnuda. El macrismo y su época. Martín Rodriguez
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En términos fogwillianos, la ESMA es algo así como la partera de la historia de la nueva democracia argentina, la madre no reconocida del “nuevo orden”. El parteaguas histórico en donde se resuelve “para un lado” la guerra del fifty-fifty del país de la paritaria permanente, el rostro desagradable y duro del terror de clase que subyace a “la democracia de la desigualdad” posterior. El fin “verdadero” de la Argentina peronista.
¿De qué hablamos cuando hablamos de “derechos humanos” en Argentina? De algo que va mucho más allá de la agenda de Amnistía Internacional. De una forma de interpretar, hablar y “ser” la historia argentina reciente, de una posición política y existencial en el marco de la nueva democracia. La habitual marcha del 24 de marzo refleja en su masividad, juventud permanente y heterogeneidad algo de esto: una marcha del “orgullo progre” de las capas medias urbanas, pero también la síntesis más general que se pudo elaborar en la sociedad y la calle sobre el propio trauma original. Dialogar con ese pasado no es solo caracterizar el presente sino también, y sobre todo, compartir el peso de la cruz de esa Historia, algo similar a lo que hacen todos los gobernantes alemanes antes y después de la reunificación de 1990. Una obligación de Estado, una carga pública. Y sí: la Historia. Todos estuvimos ahí.
El macrismo entra en el tema con la sensación de quien entra a una casa que sabe embrujada, y en la cual teme reconocer a más de un fantasma propio. Baja esa cruz al piso: la considera peso muerto. Quiere, dijimos, sacarse la Historia de encima. Y decidió (en una metodología que a esta altura es ya un clásico) que la mejor forma de tratar el trauma es ignorándolo, una fe en el lenguaje: si no lo nombro, no existe. Una suerte de “snobeo” de Estado que, en nombre del pragmatismo de la gestión y la economía, supone un costo de tiempo innecesario, atribuido a minorías que pretenden detentar el monopolio del uso de la fuerza simbólica. La pregunta que surge es casi freudiana: ¿deja de existir lo que se ignora?
La manta corta
Los derechos humanos fueron una de las herencias pesadas que les tocó a los gobiernos de Alfonsín, Menem e incluso Kirchner. Los “riesgos” fueron de mayor a menor, pero su peso fue inextinguible. Alfonsín, Menem y Kirchner optaron por colocar en la decisión sobre derechos humanos su mayor gesto de densidad simbólica: juicio a las Juntas, indulto y reapertura de los juicios.
Miremos una foto: la de un Menem que fuma, con el pelo transpirado en la cara, aún con patillas. Pita un cigarrillo postraumático. Es la mejor foto porque es la foto antes de que Menem fuera el objeto principal de ese museo llamado “menemismo”, que explica todo menos el pathos de esa década. Menem se convirtió en esos veloces años en un objeto más del menemismo para la crónica periodística, cuando en realidad se trata de un político astuto, complejo, sin límite para su codicia, pero consciente de los costos morales de cada decisión en su gobierno, y de esa decisión en particular: el indulto. Contra el relato constante sobre su frivolidad, Menem se “bancaba” su propio drama. Incluso en sus gestos más provocativos e hirientes (como la famosa foto con el almirante Isaac Rojas, un fusilador impune de peronistas), el riojano no negaba el conflicto ni la tragedia histórica. Pretendía superarla, encarnando en sí mismo la “reconciliación”. Un Mandela de poncho y picardía, que venía del fondo de la Historia como quien viene de un festival de la doma, arrastrando de los pelos demasiados imaginarios a la vez: el de los caudillos federales, el de los inmigrantes sirios, el de los peronistas combativos, el de los conservadores, el del negrito del Interior que triunfa en Buenos Aires. Y así. ¿Pero cuál era el contexto de esa foto en la que se lo ve fumando, nervioso, buscando la distensión del humo? Había indultado a los militares de las Juntas. A los que quedaban en prisión. Menem, en los hechos, fue el único presidente de la democracia que estuvo preso en la dictadura.
No hay otra foto igual, tan humana, demasiado humana. Menem transpiraba la Historia. Menem venía de la Historia, aunque no tuviera (como nadie podía tener) una estatura capaz de condensar en su decisión presidencial una voluntad colectiva, como ese mito de Mandela, plastificado en mil relatos. Hay fotos más épicas de Alfonsín (el más valiente de todos, a la luz de los riesgos) y también hay fotos épicas de Kirchner, pero la de Menem es la de un político que sabe que toca una materia de la Historia, un residuo radiactivo que prefirió colocar bajo la alfombra mientras se ataba al mástil para cruzar la época enfundado en su última y definitiva fe: de la reconciliación con los vencedores a la casi conversión en un vencedor.
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