La grieta desnuda. El macrismo y su época. Martín Rodriguez

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La grieta desnuda. El macrismo y su época - Martín Rodriguez Coyuntura

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altísimos niveles de consumo de masas, de arriba hacia abajo de la escala social, en parte como herramienta reparatoria del colapso de 2001, en parte como sustrato de legitimidad de un Estado y un gobierno nacido del 22% de los votos emitidos: el contrato social argentino de mediados de los 2000. Los conflictos políticos intragubernamentales generados por esa política se volvieron públicos en la pelea entre Kirchner y Roberto Lavagna primero (en un remedo en clave izquierdista de los conflictos entre Menem y Cavallo) y entre el mismo Kirchner y Martín Lousteau años después. La remanida discusión sobre “enfriar la economía” era en realidad vana por políticamente inviable: no era el momento ni el lugar, y el fallido intento electoral de Lavagna, el otro “padre de la criatura” en 2007, vino a confirmarlo. El 80% de popularidad con el cual Kirchner entregó la banda presidencial reafirma la realidad y vitalidad de este kirchnerismo avant-la-grieta. Un “kirchnerismo para todos”.

      El macrismo no era aún gobierno en ningún lado, y si bien el resorte más hegemónico del cerebro kirchnerista flirteaba con la idea de tener su propia oposición de diseño en la ciudad, su derecha tecnocrática soñada era un embrión demasiado débil como para ser tomado en serio. Como a mediados de los noventa, la discusión política trataba menos sobre los fundamentals del modelo que sobre las modalidades de su implementación: la sintonía fina, ese sueño eterno. Los superávits gemelos habían derrotado a la derecha argentina en su propio territorio: lavagnistas siamo tutti.

      El 2008 fue el año que Plutón entró en Capricornio. Para los astrólogos, una señal inequívoca de transformaciones y cambios profundos en las estructuras políticas, económicas y sociales a nivel mundial. Una era de muertes, transformaciones y también de resurrecciones en el mundo del poder. En Argentina fue el año que cambió para siempre al kirchnerismo. Y en el cual nació, tal vez, su versión definitiva.

      El llamado “conflicto con el campo” modificó los parámetros de la acción política de manera tan radical como la crisis de 2001. Parte la década en dos, porque transforma de manera sustancial el ethos profundo del credo kirchnerista. Básicamente, invierte por completo, en un giro de 180 grados, su relación con el conflicto social. Hasta ese año 2008, el kirchnerismo actuaba frente al conflicto procesándolo, en un juego de presiones y seducciones, de zanahorias y garrotes que empezaba por otorgar a priori legitimidad a toda protesta, por más minoritaria y marginal que fuese. Los medios de la época reproducían sin parar las imágenes de un grupo de travestis prendiendo fuego la puerta de la Legislatura porteña como un ejemplo cabal de esta metodología permisiva. El rol del Estado en relación al conflicto era procesarlo y neutralizarlo: el necesario Estado pacificador que tenía que venir luego del Estado represor y confiscador del 2001. Un Estado peacemaker, que tenía como objeto fundamental el de producir Orden. Orden y Progresismo eran vistos como pares sincrónicos, los superávits gemelos de la política.

      Es posible pensar que cuando las centrales patronales y los sindicatos del campo llamaron al paro y a las rutas, lo hicieron de manera casi rutinaria, como tantos otros sectores lo habían hecho sistemáticamente durante aquellos años calientes. Business as usual en la gimnasia jacobina de la sociedad movilizada argentina. Algo de gimnasia revolucionaria para entonar mejor la negociación “paritaria”. Es probable que no supiesen, porque nadie hasta ese momento lo sabía, que la puja redistributiva se había súbitamente penalizado, y que el gobierno iba a hacer de ese conflicto uno de vida o muerte.

      Imaginemos la escena. De un lado Carlos Kunkel, viejo montonero y dirigente de Florencio Varela, jefe político de Kirchner en los 70 y ahora uno de sus fieles. Del otro, Carlos Raimundi, antiguo cuadro del alfonsinismo juvenil, luego un caminador de las variantes del progresismo, sentado allí en representación de la “izquierda” del ruralismo: la Federación Agraria. Raimundi expone una serie de correcciones al proyecto de “la 125”. Kunkel escucha, entiende y calla. La deformación de Kunkel era evidente: su antiguo rictus de joven –que desafió al mismo Perón– migró en el tono de un viejo pejotista, con poncho, íntimo de dirigentes como José María Díaz Bancalari, una suerte de “rosista”. Pero Kunkel escucha, entiende y ahora pide que lo entiendan. Le dice a Raimundi: “Está bien, pero te paso el teléfono y convencelo vos”. Kunkel era un jacobino de hojalata. Y le extendía el teléfono simbólico para que fuera ese viejo joven radical el que convenciera a Néstor Kirchner. Irreductible.

      Así nace el “pueblo kirchnerista”. Los franceses tienen en su cultura política el concepto de “peuple de gauche”, que engloba la práctica política pero también los usos y costumbres de su población de izquierda. Sus diarios, su noche, sus consumos, sus ritos, su estética y su ética. Etnografía urgente del país que inventó la grieta. En el año de la Resolución 125, el kirchnerismo adopta una faz identitaria que hasta ese momento le era esquiva: pasa de tener electores a tener militantes. Se empiezan a plantar ya no solo en la política sino en la sociedad civil las mil flores que florecerían poco después. Pero este fenómeno no viene sin su contraparte. El 2008 es también el año del nacimiento del antikirchnerismo de masas, y de la (otra) calle militante.

      “¿Qué hiciste tú durante la guerra, padre?”, es la pregunta que podrían formularle en clave argentina sus ahora votantes a Mauricio Macri: “¿Qué hiciste tú durante el conflicto con el campo?”. Lejos estaba entonces de convertirse en el referente institucional de la protesta. El matrimonio entre Macri y la sociedad antikirchnerista, la misma que llenó el Monumento a los Españoles y el Monumento a la Bandera en Rosario, estaba lejos de ser definitivo. El Pueblo Macrista nació antes que Macri. Una síntesis urbana inesperada: la ciudad que defiende el campo. Las plazas de 2008, las de la 125, las plazas de la alianza entre capas medias urbanas y soja. Vividas como militantes, no conocíamos la soja, no habíamos visto un solo silobolsa en la vida, manteníamos el intacto imaginario de la “vieja oligarquía”, y nos desayunamos con esta invasión a la ciudad, el aluvión zoológico chacarero, tecnificado, que mezclaba en la plaza a viejos vinagres del corredor norte urbano con chicos y chicas en ojotas a los que sus padres, desde pueblos agrarios, habían mandado a estudiar: el campo y los vecinos/ unidos adelante, en ese chancleteo mate en mano que hizo temblar al país. La soja era el petróleo del kirchnerismo. Y, como siempre y paradójicamente, el kirchnerismo la odiaba. Porque odiaba lo que necesitaba. Un yuyo. Sin embargo, no sólo no sabíamos cuál era el tejido productivo de la soja, la estructura impositiva que hacía saltar a sus productores como energúmenos. Es que ni siquiera se sabía qué era, de dónde venía ese malón, de qué edificios bajaba esa marea donde algunos le ponían el nombre al gobierno usando una lengua de guerra que se creía hundida en un viejo sótano policial: llamaban “yegua montonera” a Cristina. Por Callao, por Santa Fe, Corrientes, 9 de Julio... Clase media contra clase media, cuerpo a cuerpo. Luis D’Elía contra Alfredo de Ángeli era ese sumo.

      Las plazas de 2008 parecían

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