La grieta desnuda. El macrismo y su época. Martín Rodriguez

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La grieta desnuda. El macrismo y su época - Martín Rodriguez Coyuntura

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al aun más célebre ex fiscal Julio César Strassera. Fue su abogado defensor en el juicio político en la Legislatura. Con Strassera aparecía el Nunca Más como blindaje. Y la incapacidad de la política progresista para tramitar ese dolor (darle cauce y contenerlo) parió un concepto destinado a hacer historia: “Hacerle el juego a la derecha”. El progresismo parecía defender su monopolio del uso de la fuerza simbólica: “Jamás seremos victimarios”. Pero las imágenes estaban ahí: cuerpos apilados en morgues, héroes anónimos que salvaban vidas desconocidas en medio del humo. Y en una Argentina donde “todo es política”, carácter que el mismo progresismo ayudó a construir. Si toda víctima es política, no hay tragedia ni casualidad. Toda muerte reposa sobre una red de nervios estatales o institucionales que la producen. Al Ibarra destituido y ojeroso le podían haber colgado el cartelito en el cuello: todo es política… para todos.

      A la ruptura de la “unidad” moral e ideológica le siguió la de la unidad política. El modelo de gobernabilidad política ibarrista, basado en la preeminencia del Estado porteño, el reparto de cargos ejecutivos y legislativos y un continuismo bajo otros nombres de las opacidades clásicas del ex Concejo Deliberante, saltó por los aires.

      Cromañón señaló una línea divisoria en los aliados del 2003, y fracturó a todas las bancadas del centro hacia la izquierda dentro de la Legislatura. El espacio de izquierda que entonces representaba fuertemente Luis Zamora, pero que contaba también con otras expresiones políticas hijas o hermanas de 2001, se puso en pie de guerra. El nuevo kirchnerismo se dividió: hubo incluso quienes se abstuvieron o votaron a favor de la destitución de Ibarra, como el “Chango” Farías Gómez o Elvio Vitali, que desobedecieron “el llamado oficial”. El ARI, el socialismo y el resto de lo que otrora fuese “Fuerza Porteña” sufrieron el mismo proceso de cariocinesis. El macrismo, acusado por Ibarra de ser el poder oculto atrás del impulso a su destitución, operó sobre la crisis pero desde afuera, un poco por aquella máxima napoleónica que aconseja no interrumpir al enemigo cuando se está equivocando. La crisis de Cromañón funcionaba como un cáncer rápido, carcomiendo desde adentro todo el andamiaje político y cultural del progresismo porteño. Racionalmente, la mejor opción era observar e intervenir con los votos cuando fuese necesario. En la votación final, en marzo de 2006, se llegó a la destitución de Ibarra con el voto en la Sala Juzgadora de cuatro diputados del PRO, dos del ARI, dos de izquierda, una radical disidente y un kirchnerista.

      La destitución del Jefe de Gobierno no concluyó la fractura. Sí, acaso, sólo la profundizó. El gobierno nacional apoyó a su aliado todo lo políticamente posible, pero siempre dejando expresar en su seno su propia disidencia política. Probablemente no tanto por espíritu democrático, sino porque ésta expresaba algo constitutivo del modelo de gobernabilidad inaugurado en 2003: el Presidente no podía quedar enfrentado a una demanda popular, como la reforma del Código Penal impulsada por Blumberg o la demanda de Gualeguaychú frente a las pasteras uruguayas. De cualquier manera, Cromañón fue la tumba de la transversalidad, aquella primera coalición política que Néstor Kirchner imaginó para sostener el sueño de su “país normal”.

      Las heridas y las traiciones insertas en la microfísica del proceso de destitución (que tuvo capítulos particularmente crueles, como el que enfrentó a la titular de Abuelas, Estela de Carlotto, con la entonces telermanista y antikirchnerista Gabriela Cerruti) estructuraron un escenario nuevo y destinado a durar. Por un lado, la candidatura kirchnerista a la Jefatura de Gobierno porteño de Daniel Filmus y Carlos Heller, y, por el otro un nuevo polo “multicolor”, auspiciado por la entonces centroizquierdista Coalición Cívica y su referente Elisa Carrió, encabezado por Jorge Telerman y Enrique Olivera. Este formato no remitió solamente a la coyuntura posdestitución: escenificó una división permanente entre un campo netamente kirchnerista del electorado y otro más clásicamente progresista, que luego encontraría su cauce en iniciativas como la del Proyecto Sur de Pino Solanas o el ECO posterior de Martín Lousteau. Algo volvía a dividir al peronismo gobernante con el centro-izquierda porteño.

      El Mauricio Macri versión 2007 había liquidado a su favor la “interna” con el resto de los espacios de derecha. Ese año disputó la Jefatura de Gobierno con la tranquilidad de haberse sacado de encima a la fuerza encabezada por el ex ministro de la Alianza, Ricardo López Murphy. Además, había ganado las elecciones distritales y la banca de diputado en 2005, y había emprendido una reconversión política y estética de sí mismo y de su fuerza política. Sentía que estaba en condiciones óptimas para ganar la Ciudad, que sería durante años su fortaleza principal, vidriera nacional y laboratorio de un nuevo modelo de gestión pública. El ingeniero se impuso sobre Filmus y Telerman. El progresismo porteño agachaba la cabeza. Roma, finalmente, había caído.

      Cuerpo 3: El aparato

      “Too Big to Fail”. Este concepto fabricado en Wall Street al calor de la crisis financiera mundial del 2008, remitía a la imposibilidad de que los grandes jugadores financieros, particularmente los bancos y las calificadoras de riesgo, quiebren. Se suponía que el peso y la gravitación que estas entidades poseían en la economía mundial hacían de su bancarrota un verdadero riesgo sistémico. En una palabra, si ellos quebraban, quebraba el sistema. “Demasiado grande para fallar”, como aquel peronismo que, encolumnado y unido bajo el liderazgo de Néstor Kirchner, se disponía a enfrentar al empresario Francisco de Narváez en octubre de 2009.

      Dos años antes, en diciembre de 2007, nadie podría haber imaginado que esas elecciones de medio término pudiesen contener tanto dramatismo, ni que resultasen tan gravitantes en el futuro del poder nacional. En 2007, la elección de Cristina Fernández de Kirchner a la Presidencia había tenido un trajinar moderado y ordenado, casi de elección chilena. Como si en vez de Cristina, la candidata fuese Michelle Bachelet. Néstor Kirchner culminaba sus cuatro años locos, necesarios para construir su “país normal”, y el debate público se había teñido del consensualismo de facto que producen los ciclos largos de hegemonía en Argentina. El boom de los commodities, el crecimiento a tasas chinas, la agenda centroizquierdista de reparación, la recuperación del empleo y las paritarias, habían consolidado de manera drástica el poder del gobierno y del Estado colapsado en 2001. El clima de la región acompañaba, y el giro latinoamericano a la izquierda confirmaba el rumbo argentino. Además, el esfuerzo kirchnerista por conducir y contener todos los procesos sociales había logrado desactivar, uno por uno, todos los posibles focos de conflicto social. El famoso “no reprimir la protesta social” implicaba muchísimo más que una mera estrategia de seguridad callejera: era una forma de gobierno que partía de aceptar la dudosa y débil legitimidad del Estado argentino y de sus políticos. Un mantra no escrito: el gobierno nunca debía quedar en off side frente a la protesta social. Era aún demasiado débil para permitírselo, y podía deducirse que en la educación política del kirchnerismo pesaban de igual manera el 20 de diciembre que los cacerolazos más “ciudadanos” realizados contra Adolfo Rodríguez Saá. Los famosos sectores medios urbanos, los capitalinos, como llamaba a los porteños Néstor Kirchner, movilizados y en armas contra un presidente peronista. Los gobiernos pos 2001 deberían ser gobiernos de la opinión pública. Y si bien el primer kirchnerismo formateó agenda, diseñó y planteó rumbos, siempre se ocupó de que ese vanguardismo congénito, tal vez generacional, no le impidiese su objetivo de contener a todos, tal vez con la sola excepción de la defensora de genocidas, Cecilia Pando, y sus melancólicos jubilados de la represión. Incluso el modo de procesar a Juan Carlos Blumberg, el padre de un chico asesinado vilmente por una banda de secuestradores del Gran Buenos Aires, y que movilizó a la sociedad en el reclamo de leyes más duras, fue con el reflejo de “dar la razón”. Kirchner atendió las demandas, impulsó las leyes que le proponía el padre dolido y puso la foto de Axel Blumberg en la serie de portarretratos acumulados de su escritorio. El impacto social de las convocatorias era tal que impresionaba en su policlasismo. Un fotograma de época: en el Centro de Gestión y Participación (CGP) número 8 de Villa Lugano (barrio pobre de la ciudad), atendían al público como promotoras del programa “Médicos de cabecera” las beneficiarias de un “plan” (los PEC que otorgaba la ciudad y que exigía una “contraprestación”). Se trataba de mujeres humildes que, por decisión propia, militaban

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