Il Segreto Arcano Dei Sumeri. Juan Moisés De La Serna

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Il Segreto Arcano Dei Sumeri - Juan Moisés De La Serna

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dar sus respectivos puntos de vista, contextualizando según ellos la importancia de la muestra a la idea global de humanidad.

      Una imposición por los fondos que nos iban a ceder temporalmente, un cambio justo, aunque temía que llegase el día en que tuviesen que hablar, pues podría ser cuando menos desmotivador desolador escuchar a un ponente tan renombrado deshacerse en elogios en sus propios descubrimientos pormenorizando el trabajo de la muestra.

      Pero el riesgo era aceptable, logrando hacerles un hueco, en donde entendía que no iba a ir demasiada gente, pues coincidía con un evento deportivo en la ciudad, por lo que sin ellos saberlo se iban a encontrar con un público reducido, con lo que el efecto de sus quejas sobre mi exposición iba a ser poco efectivo.

      Para la muestra me tuve que desplazar varias veces a la zona, yendo museo por museo pidiendo piezas que presentar en la muestra. Habré recorrido tantos museos grandes y pequeños que me es imposible recordar el número.

      Lo que más me ha sorprendido es saber que la gran mayoría de las piezas de esta civilización se encuentran en manos privadas y sólo las más grandes están en los museos.

      Esto me llevó a un atolladero, pues ningún gran coleccionista quería dejar su tesoro ni por un momento y menos a un desconocido.

      Pero ahí es donde volvió a entrar en juego quien fuera mi director de tesis, él es un reputado investigador en su campo y gracias a su renombre me hicieron caso y me prestaron piezas que nunca habían visto la luz.

      Tanto es así que para nosotros nos resultó sorprendente ver algunas piezas pues no teníamos ni la datación, ni siquiera idea de lo que se trataba ni significaba.

      Tuvimos que llamar a algunos de esos conferenciantes para que nos ayudasen en la tarea de organizar aquellas piezas aparentemente inconexas y sin sentido; poco a poco formamos aquel puzle que me llevó tanto tiempo desde que se fraguó la idea hasta que tuvo forma.

      Un nutrido grupo de expertos a última hora quiso colaborar para conseguir así que sus nombres apareciesen en los créditos de agradecimiento. Pero al final no fueron admitidos, primero por motivos de seguridad, pues según decía la policía cuantos menos fuésemos, más fácil sería su tarea de control y segundo por una cuestión de principios.

      Sabía que no podía contentar a todos, pero aquello era un asunto personal y por ello el éxito o fracaso de la muestra me lo quería atribuir exclusivamente a mí y a los pocos amigos que desde un principio creyeron en el proyecto.

      A pesar de las muchas discusiones que he tenido que mantener con todo tipo de personas que ostentaban cargos públicos y privados, aquella colosal obra parecía que iba a dar sus frutos, ya solamente quedaban tres días para la inauguración.

      Los carteles anunciando el evento se llevaban puesto por toda la ciudad semanas, igualmente se acometió una campaña publicitaria difundiendo el evento mediante prensa y radio para estimular el interés del público en general, al cual no le quedaba muy claro a priori de qué civilización se trataba.

      Eso fue mi mayor desconcierto al conocer la opinión de la calle cuando un taxista me comentó que aquello hubiese atraído más público si hubiese llevado las palabras “Egipto” o simplemente “Oriente Medio”.

      Estaba tan ilusionado en mostrar al mundo lo que fueron sus orígenes, un dato tan fundamental para su propia historia y lo único que querían era ver momias, sarcófagos y dioses antiguos con cabeza de chacal.

      Aquello me irritó bastante, pero no me había hecho flaquear, por el contrario, me motivó para ser aún más tenaz en mi intento de dar un poco de luz a una población neoyorquina, que por lo menos a ellos les suenen los primeros padres de la humanidad.

      Los pendones colgantes ondeaban desde hacía semanas en los tres arcos de la puerta de entrada. El de en medio en que se anunciaba el nombre de la exposición y la fecha de la misma. A ambos lados de esta se mostraban las imágenes de las piezas más significativas de la muestra, el códice de Hammurabi y la estela en que se conmemora la victoria de Naram-Sin.

      Cada una de ellas tiene su particularidad y encanto. El códice de Hammurabi, un bloque de basalto negro de cerca de dos metros y medio es uno de los primeros conjuntos de leyes descubiertos y de los mejores conservados inscritos en caracteres cuneiformes acadios.

      Leyes inmutables de procedencia divina, tal y como lo indica su cabecera donde se muestra cómo el Dios de la justicia le entrega estas leyes al rey Hammurabi. Una pieza arqueológica que, a pesar de ser de origen Babilónico, una civilización posterior asentada en el mismo lugar geográfico, es una recopilación de leyes Sumerias.

      En este códice como en otros similares se establecen las normas de vida del pueblo, destacando entre otros asuntos los derechos de la mujer, de los menores, un salario justo y días de descanso al mes para los obreros, así como el castigo para cada una de las normas infringidas, condenas que podían llegar hasta la pena de muerte.

      Éste constituye un claro ejemplo de la Ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”, o como se dice modernamente “Ley de la acción y reacción”, siendo las consecuencias proporcionales a los hechos, pero con la particularidad de que el castigo se identificaba con el crimen cometido.

      Algunos estudiosos defienden que éste es el origen de algunas de las leyes recogidas en la Ley de Moisés por la que se rigen los judíos.

      Estos mismos investigadores apuntan que fueron adoptadas durante el cautiverio de este pueblo en tierras de Babilonia, cuando estuvieron recluidos fuera de sus tierras por espacio de casi cincuenta años en el siglo VI antes de nuestra era.

      Un éxodo de buena parte del pueblo judío tras la destrucción del primer Beit Hamikdash (Templo de Jerusalén) situado en el monte Moria o Moriah por Nabucodonosor II.

      La estela sobre la victoria de Naram-Sin realizada en arenisca rosada representaba el éxito de la campaña de este rey sobre sus enemigos. Lo que ha dado tanto que hablar ha sido que sobre la cabeza de este rey se representa nuestro sistema solar, con el sol en el centro y diez planetas en su órbita, con la luna alrededor de la Tierra.

      Según algunos investigadores los antiguos Sumerios conocían la cosmología tan bien que fueron capaces de identificar los nueve planetas actuales y de registrar un décimo planeta en nuestro sistema solar al que se denominó Niburi.

      Hay que tener en cuenta que lo que nos puede parecer una obviedad, que cualquier niño desde pequeño es capaz de identificar correctamente al conocer que nuestro sistema solar está formado por nueve planetas, no ha sido igualmente conocido a lo largo de la historia.

      Desde la Grecia Clásica se creía que la Tierra era el centro del Universo y todos los astros incluido el sol giraba a su alrededor, postura formulada por Aristóteles y conocida como teoría geocéntrica, la cual que estuvo en vigor hasta el siglo XVI.

      Hasta hace un poco más de setenta años no se llegaron a conocer todos los planetas que conforman nuestro sistema solar, de ellos los tres últimos en descubrirse fueron Urano en 1.781, Neptuno en 1.846 y Plutón en 1.930.

      Alcanzando la cifra de nueve planetas, eso por supuesto antes de que la comunidad científica en el año 2006 eliminase de la lista de planetas a Plutón, creando una nueva categoría específica para denominarlo llamado plutoide o planeta enano.

      Sobre el décimo planeta, llamado Niburi, este estaría aún más alejado que Plutón, con una órbita alrededor del sol de unos 3.600 años; algunos investigadores han intentado identificarlo, aunque con escaso éxito, pues si el resto de sus cálculos han sido correctos ¿Cómo se iban a equivocar en éste?

      Por

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