Veneficus El Embaucador. Piko Cordis

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Veneficus El Embaucador - Piko Cordis

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joven hizo una reverencia a ambas damas esperando ser presentado.

      –Conde Armançon, os presento a la condesa Cagliostro.

      –Os conozco de algunas historias y lo más interesante es que todas las habladurías os describen como muy hermoso, y lo sois.

      –Señora, la mujer de un gran hombre es por fuerza una mujer excepcional –replicó Mathis engreído por la apreciación. –La descripción que hace de vos Giacomo Casanova es la pura verdad.

      La mujer sonrió graciosamente cubriéndose una parte del rostro con el abanico.

      Seraphina Cagliostro tenía 27 años: la cabellera dorada, los ojos azul claro y las largas cejas resaltaban sobre un rostro de rasgos amables. Las formas generosas la convertían en apetecible.

      –¿Vuestro marido está ahora en el castillo? –preguntó el conde.

      –Está pero no se deja ver… siempre así, cada vez que se llega a un lugar nuevo, su preocupación es la de encerrarse en el laboratorio a trabajar. Sinceramente, no sé si conseguiréis conocerlo, su vida mundana es muy reducida.

      El cardenal, acompañado por otro huésped, entró riendo por varias tonterías. El joven aristócrata, con una gran sonrisa, se acercó al Príncipe de la Iglesia que le tendía la mano, exhibiendo su anillo cardenalicio. Mathis, en señal de devoción, se inclinó para besar el zafiro.

      –Conde Armançon, por fin habéis llegado –exclamó monsieur de Rohan.

      –Sí, Eminencia, pero con un poco de retraso.

      –Perfecto, perfecto… quiero presentaros al vizconde Ignace-Sèverin du Grépon. Ya veo que os habéis familiarizado con las otras señoras, por lo tanto demos comienzo a la cena –pontificó Su Eminencia.

      Rohan caminó hacia el salón invitando a sus amigos a sentarse a la mesa.

      La servidumbre puso sobre la mesa una gran cantidad de botellas y bandejas rebosantes de caza y verduras, mientras que encima de un alambicado mueble rococó desplegaban crostate d’albicoche2 , dulces de pasta de almendra recubiertos de chocolate espeso y fruta exótica, una visión golosa para los invitados. A la cabeza de aquella mesa rectangular, el dueño de la casa estaba sentado en una butaca con un alto respaldo tallado y ribeteado de oro con el emblema de la familia esculpido. Desde su trono, Rohan observó a sus huéspedes. Los aristócratas sentados alrededor estaban ocupados en distintas conversaciones con su vecino de mesa, quien con argumentos fútiles y quien menos. Una discusión sobresalía entre las otras.

      –Cagliostro ha arruinado la vida profesional de muchos médicos –tronó categórico el vizconde dirigiéndose al puesto de honor de la mesa.

      –Vizconde du Grépon, por la buena amistad que nos une y por la estima que siento hacia Alessandro, intentaré hablar con moderación, orientándome hacia la utilidad y el beneficio social. Considero a Cagliostro un benefactor. –Después de esta afirmación el cardenal echó una mirada a cada uno de los comensales y una amable inclinación de cabeza hacia donde estaba la bella esposa del conde Cagliostro, para a continuación seguir con el elogio del marido –Cagliostro, decía, es un benefactor. Produce beneficios en provecho no sólo del individuo sino de toda la comunidad. Nuestro magnánimo amigo cura a todos indistintamente sin conocer ni el nombre, ni la proveniencia, ni la riqueza.

      Al enésimo resoplido del vizconde por las palabras del Gran Limosnero3 , el tono del prelado se hizo más incisivo como queriendo atacar al escéptico aristócrata.

      –Ya se trate de un hombre noble o de humilde origen, los prodigios y las virtudes los prodiga sobre todos. La obra milagrosa y los distintos fenómenos han sido siempre puestos al servicio de la humanidad, jamás por propio interés.

      Rohan defendió con insistencia a su nuevo amigo, intentando acallar al vizconde. Ignaze-Sèverin du Grépon se volvió, entonces, a la consorte de Cagliostro.

      –Condesa Seraphina, soy del parecer de que vuestro marido no puede permitirse curar a los enfermos gratuitamente, un gran amigo mío médico está furioso por su comportamiento.

      Al ser sacada a colación la condesa rebatió tanta arrogancia:

      –¿Cómo podéis afirmar que curar a los indigentes sin solicitar honorarios sea una acción vergonzosa? Además querría haceros notar mi desprecio con respecto a esos doctores que no se preocupan tanto por los enfermos sino más bien de las ganancias. Alessandro se ha formado espiritualmente allá donde han nacido las fes milenarias del mundo, a la sombra de las majestuosas Pirámides, bajo la mirada enigmática de la Esfinge. Además, ha profundizado en el estudio de las religiones y ciencias como la astrología, la nigromancia y muchos otros saberes.

      El cardenal, en el momento en que iba a morder un muslo de faisán, volvió a sus obligaciones, yendo en socorro de la dama.

      –Vizconde, ayudar a los pobres es el deber de todo buen cristiano y creo que vuestras palabras son dignas de reprensión. Os invito a que hagáis una atenta reflexión sobre las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo por lo que respecta al bien hecho al prójimo.

      Convencido admirador de Cagliostro, el cardenal de Rohan continuó a exaltar de él las alabanzas:

      –Os informo de que Cagliostro, en este período, está colaborando incluso con un remedio para la pelagra. Ha sido consultado por los más expertos con respecto a este descubrimiento del médico español Gaspar Casal. Mi amigo Alessandro está contribuyendo a la investigación y ha remitido a los expertos algunos de sus descubrimientos. En el laboratorio ha producido un compuesto derivado de elementos naturales simples. Frapolli, un médico italiano, ha alabado sus méritos. El emperador Giuseppe II de Ausburgo está interesándose en el estudio de esta enfermedad y tiene la intención de abrir un hospital en Italia, la ayuda de Cagliostro será fundamental. Esto, señores, os debería hacer reflexionar sobre sus intenciones y su altruismo.

      Mathis había estado atento durante la discusión pero, al escrutar a los invitados, observó el rostro de la marquesa de Morvan que lo miraba con curiosidad.

      Acabada la cena, el prelado pidió hablar a solas con Mathis:

      –Jovencito, estáis aquí porque así lo quiere una amiga mía, la duquesa de Beaufortain, y hablaréis con Cagliostro en su laboratorio. Este privilegio exclusivo no se le concede ni siquiera a los adeptos de su masonería, consideraos afortunado.

      –¿Cuándo deberá ocurrir todo esto?

      –A su debido tiempo, no os preocupéis.

      La conversación confidencial entre los dos hombres fue interrumpida por la irrupción de la marquesa de Morvan.

      –¡Eminencia, os lo ruego, confesadme inmediatamente! He tenido pensamientos libertinos sobre un joven.

      El cardenal, que conocía a su amiga, no dio importancia a sus palabras, pero esto no impidió que la mujer continuase hablando.

      –Realmente sois tremendo, Mathis.

      –¿Por qué me decís esto, señora?

      –Vos no hacéis nada, son mis pensamientos los que os llevan a mis brazos.

      –Si es sólo un abrazo no es un crimen. Para cumplir con mi deber de confesor, os dejo delinquir

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