Veneficus El Embaucador. Piko Cordis
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A pesar de que Rohan había hablado en modo enfático de su amigo, aquellas palabras no surtieron tampoco el efecto esperado en sus huéspedes. Las miradas desconfiadas y juiciosas de la marquesa de Morvan y del señor du Grépon decían mucho.
Después de un justificado resoplido Cagliostro comentó con cierta sutileza:
―Vuestro entusiasmo me emociona, conteneos caballeros.
―Los buenos ejemplos se imitan sólo en la gloria y en la virtud ―volvió a la carga du Grépon.
―Somos demasiado educados con respecto a vos ―dijo a continuación la marquesa de Morvan molestando al alquimista.
―Eximio Gran Cofto habladnos un poco de vos ―le pidió Mathis.
―Sobre mi vida se han dicho cosas buenas y a veces cosas malas se han escrito. Es verdad, no tengo títulos académicos pero las curaciones que he hecho por todas partes son un loable testimonio de mi ciencia. Los ataques a mi persona por parte de esos doctores que infaman mi obra no son otra cosa que celos.
―Sinceramente ―intervino el vizconde ―los doctores que yo conozco no sienten ninguna envidia hacia vos. Vuestras obras os ridiculizan. Hace unos años habéis convencido a un anciano noble de que eráis capaz de hacerlo rejuvenecer y devolverle las fuerzas. Sois sólo un fanfarrón.
Sonriendo y mirando a los otros invitados el vizconde Ignaze-Sèverin continuó hablando:
―Es inútil que concluyáis el caso del pobre iluso, ya habéis comprendido por vos mismo cómo han ido en efecto las cosas.
Con aquella afirmación el vizconde se marcó un punto a su favor pero su interlocutor respondió cambiando de tema:
―Estas difamaciones os hacen comprender cuán temido soy por los doctores tradicionales y mi confirman que su conocimiento de la medicina no es par al mío. Os exhorto a reflexionar sobre todo lo que estoy a punto de deciros: ¿cómo es que estos iluminados temen tanto mi persona?
―Quizás porque están dotados de aquellas acreditaciones que a vos os faltan, porque vuestra fanfarronería es evidente y no comprenden cómo podéis recolectar tanto éxito de la nada.
―Según mi parecer esos mediocres doctores que creen tener todos los conocimientos, ante lo concreto de los resultados que yo consigo con mis curaciones, creen no tener armas para hacerme frente y ser inferiores.
―Quien generosamente os ha ayudado se ha empobrecido, no recuerdo ninguno que se enorgullezca de enormes riquezas después de vuestro mágico paso. Sois un desastroso ciclón.
El prelado abrió los ojos como platos e intervino para ayudar a su protegido.
―Os lo suplico, tranquilizaos, vizconde ―se entrometió Rohan ―dejad a un lado vuestros ciegos prejuicios que os están haciendo juzgar injustamente a Alessandro, sois vos el que os engañáis, dejad que yo hable en su defensa.
―Os escucho, Eminencia, esperando que seáis prudente.
―Señores, sería muy honesto ser considerado con el hombre que pone a disposición del prójimo los poderes de sanación magníficamente concedidos por Nuestro Señor Omnipotente. No debemos hacer otra cosa que ayudar a su obra y admirar su buen sentido, empujándolo a continuar en la honorable empresa. Sabiamente deberemos, asimismo, extraer de ello una enseñanza, implorando la continuación de ella con ayudas cristianas. Mi amigo Cagliostro hace propaganda del arte y el trabajo del curandero tan bien que incluso los más escépticos que se enfrentan a la evidencia de los hechos se quedan asombrados. Yo mismo he podido constatar los milagros: el príncipe de Soubise, mi hermano, enfermo de escarlatina, desahuciado por todos los médico, después de las curas de Cagliostro ha sanado. Su voz seductora y profunda pone de manifiesto esos pensamientos inspirados e importantes que quiere divulgar. La fascinación del misterio consigue encantar a todos, intrigando y emocionando a las gentiles mujeres de Europa e interesando a los hombres sensatos. Como ya acostumbro a decir, este Paracelso demuestra ser un poderoso hombre con cualidades milagrosas.
―¿Paracelso? Cardinal, también vos, os suplico que no despotriquéis, este es un mago de cuatro patacones.
―¡Vizconde! ¡Cómo osáis! Las palabras injuriosas que estáis usando me ultrajan. Sois merecedor de la excomunión. Me habéis llamado blasfemo y a Alessandro mago, estoy muy desilusionado.
―Os pido excusa sólo a vos, cardenal.
―Definir a Cagliostro como mago, según mi parecer, ofende su obra en todos los campos e incluso en sus misiones caritativas.
De nuevo, du Grépon fue asaltado por un fuerte descontento:
―Mago, en cambio, sería apropiado ya que en Venecia, bajo un falso nombre, quería convencer a todos de que era capaz de transformar el cáñamo en seda y de poder fabricar oro.
―Monsieur, vuestra insistencia es incalificable ―espetó enseguida el cardenal.
Mathis permaneció escuchando, reflexionando sobre toda esta cuestión de manera imparcial.
La marquesa, en cambio, se lanzó sobre el alquimista:
―Lo que estoy por afirmar es vox populi. Vuestros dos mil y pico años de edad me hacen reír. Según vos, excelso inmortal, no ha habido ningún personaje de la historia que no os haya consultado antes de cada una de sus empresas. Decidme, ¿habéis embrollado a nuestro amigo Rohan, haciéndoos perdonar aquella irreverente teoría de que habéis conocido a Jesucristo?
El tono de la afirmación y las taimadas acusaciones de la dama molestaron al alquimista, haciéndolo reaccionar con voz firme y decidida:
―Según vos, marquesa, ¿si yo a partir de ahora refiriera a todos mis conocidos que vos sois una mala persona, dentro de un tiempo cómo creéis que vuelva a vuestros oídos esta calumnia? Según yo creo, más endurecida y más falsa.
―Os informo de que ya soy objeto de esta infamia ―puntualizó la noble dama con tono áspero.
Igualmente ofendido el cardenal continuó a defender valerosamente a Cagliostro.
―Mi consideración sobre el hombre que hoy todos estáis conociendo es la misma que tengo por los beatos de la Iglesia a la que represento.
Después de esta afirmación Rohan miró fijamente a Cagliostro buscando su aprobación. Sus huéspedes, en cambio, escandalizados por lo que había afirmado, estaban comprendiendo cómo el prelado había sido subyugado por el alquimista.
Una ligera y fresca brisa comenzó a sentirse haciendo añorar el sol que estaba ya desapareciendo y obligando a las señoras a cubrirse con coloridos chales.
―Las cosas absurdas que se han dicho han hecho cambiar el tiempo ―afirmó convencido el vizconde provocando la risa de la marquesa.
Alguien se sobresaltó al oír un trueno a lo lejos. Después de entrar de nuevo en el castillo a toda prisa, la discusión se reanudó en el salón habitual.
Insistente y pretencioso el vizconde Ignace-Sèverin continuó:
―Vuestra