Veneficus El Embaucador. Piko Cordis
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Ante estas palabras el noble siciliano saltó furioso:
―Zoquete sin educación, iluso atrasado, no sois nada con respecto a la sabiduría.
Ante el estupor de todos, el científicos recuperó la calma y la contención y continuó con suavidad:
―Os perdono vuestra ignorancia e irresponsable incredulidad, pero de vuestras negativas apreciaciones no hago caso dado que sois incapaz de gobernar vuestra razón.
―Conde, es mejor para vos que yo sea un enemigo, de manera que a través de mi podáis comprender mejor vuestros defectos.
―No hay abusador más fastidioso que los que creen ser graciosos ―replicó picado Cagliostro concluyendo a continuación con una máxima que calificaba, según él creía, al vizconde: Vasa inania multum strepunt.
―¡Cierto, y vos lo sabéis muy bien! Las macetas rotas hacen mucho ruido ―tradujo el vizconde la máxima citada por Cagliostro apropiándosela a su vez.
―Vizconde, sois el padre de la maledicencia.
―Y vos, Cagliostro, la inspiración natural.
―¡Vizconde! No puedo tolerar este ultraje al Gran Maestro, también vos sois mi huésped, pero me veré obligado a poneros de patitas en la calle si no os tranquilizáis inmediatamente.
El contundente desagrado que mostraba el rostro de Rohan hizo retroceder a monsieur du Grépon. El alquimista, consolado por su amigo el cardenal, se despidió de todos para volver a sumergirse en su trabajo.
El cardenal Rohan quedó a refutar las insolencias del vizconde con respecto a su amigo Alessandro.
―Siempre os he estimado y admirado, Eminencia, pero no entiendo cómo os habéis podido dejar engatusar por un sablista de su calaña como Cagliostro. Volved en vos, expulsad al despreciable hombrecillo y retomad la acreditada estima de todo aquellos que os aprecian.
Perplejo por las palabras, el cardenal acabó la disputa y decidió ir con Alessandro a su laboratorio junto con Mathis.
La condesa Seraphina, también bastante alterada, salió del salón para volver a sus habitaciones.
La marquesa de Morvan se acercó al vizconde e le renovó su estima por haber dado voz a sus pensamientos.
El irreductible Ignaze-Sèverin junto con la marquesa se deleitó con una bebida y brindaron por ellos mismos.
Mientras tanto las condiciones meteorológicas estaban empeorando: una sucesión de truenos y relámpagos herían la oscuridad y delineaban las siluetas de los árboles.
Rohan y Mathis descendieron la pequeña escalera que conducía a los subterráneos. El sonido de los pasos resonaba por el estrecho pasillo advirtiendo a un laborioso Cagliostro la llegada de los dos hombres.
―Acercaos ―la invitación del mago era educada.
Mathis se acercó a él inclinándose con extrema deferencia, como le había ordenado el dueño de la casa antes de bajar.
El cardenal puso en manos del señor del laboratorio una carta y se alejó para ir a colocarse la bata de trabajo.
Cagliostro, con la ligera presión de la mano, hizo saltar el lacre con el emblema de los Beaufortain y comenzó a leer.
Excelso Maestro:
Cuando leáis esta carta tendréis delante de vos a Mathis, un joven noble de grandes cualidades que, humildemente, pongo a vuestra disposición.
Disponed de él como más os agrade.
El conde Armançon es cortés y complaciente, os servirá fielmente
Vuestra devota Flavienne.
Resonó un trueno, señalando el inicio de un aguacero repercutió en toda la zona levantando un viento silbante que alimentó la fascinación sentida por Mathis en aquel taller de ciencia.
Durante la lectura, Mathis inspeccionó el lugar con cuidado. Aquella especie de templo inspiraba veneración y admiración.
Libros voluminosos abiertos encima de los cuales había otros más pequeños que presentaban imágenes con escritos en cirílico.
Había grandes y pequeños tamices tirados a lo loco, prensas, morteros y balanzas de todos los tamaños, todavía sucios por los polvos utilizados en los múltiples ensayos. Las ampollas de distintos colores conservaban sustancias volátiles encerrando inocuos efluvios pero también indefinibles sensaciones: fuertes y desagradables al olfato. El joven, irritado, se alejó y se dirigió hacia otra zona del laboratorio.
Macetas de jaspe se alternaban con otras de pórfido, morteros con vegetales de diverso tipo, troceados y luego destilados con aquellas retortas curvas. Ramitas de anís, ramos de menta y berros, acedera e hisopo, al lado de una variedad de sales: gris de Bretagna, negra de Chipre y la sal gema azul de Persia. De aquellos elementos y de aquellas mezclas, el conde Alessandro obtenía pociones, placebos y pastillas capaces de lograr un beneficio según las circunstancias.
Cagliostro levantó la mirada hacia Mathis. Recorrió lenta y repetidamente la figura del conde.
El joven era atlético y de bello aspecto. Los espesos cabellos castaño claro estaban bien peinados, los ojos verdes y penetrantes completaban un rostro regular y angelical.
―La duquesa de Beaufortain os tiene en gran estima.
―Gracias a ella sean dadas ―respondió Mathis.
―¿Sois su amante? ―Cagliostro interrogó al joven no consiguiendo contener su curiosidad.
El conde, cogido por sorpresa, farfulló algunas palabras y el alquimista lo presionó.
―No es improbable. La duquesa es todavía deseable y provocadora, los placeres de la carne deben ser secundados.
Mathis estaba realmente avergonzado y Cagliostro lo intuyó.
―Vayamos al grano, vos serviréis a mis necesidades ―ordenó perentorio el mago ―en breve se nos unirá una espía del Estado Pontificio. Pio VI, por suerte, ha mandado a una mujer. Vuestra obligación será complacerla en todo. Complacedla, escuchadla, haced preguntas también y contádmelo todo.
Mathis inclinó la cabeza en señal de asenso:
―A vuestras órdenes.
―El Papa quiere respuestas a sus dudas y nosotros se las suministraremos, pero con mis condiciones. Esa mujer debe ser convertida a mi causa, de cualquier manera.
―Confiad en mí, monsieur, estaré a la altura de la misión que me estáis pidiendo ―afirmó categórico el joven sosteniendo la mirada de su interlocutor.
Los ojos de Cagliostro eran