La Ciudad Prohibida. Barbara Cartland

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La Ciudad Prohibida - Barbara Cartland La Coleccion Eterna de Barbara Cartland

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se le acercó para volverse.

      —¡Vaya una sorpresa, Hester! —dijo él.

      —Suponía que dirías eso —respondió ella—, pero tenía que verte para hablar de un asunto muy importante.

      —Espero que no te parezca que soy descortés si te pido que seas breve porque estoy a, punto de salir a montar.

      Hester emitió una risa seductora aunque algo artificial.

      —¡Los caballos! ¡Siempre los caballos! —exclamó—. ¿Cómo puede una mujer intentar competir con una yegua árabe de pura sangre?

      El Marqués no se dignó a responder.

      Simplemente se colocó de espaldas a la chimenea y esperó a que Hester llegara junto a él. Ella se le acercó lentamente. Sabía que lo hacía con deliberación para que él pudiera admirar su estrecha cintura, y la forma en que su ajustado vestido dejaba ver las curvas de sus senos. Su largo cuello se alzaba como el de un cisne por encima de las hermosas perlas de su collar de tres vueltas.

      Pero el Marqués no le miraba el cuerpo sino la cara. La expresión de Hester le hizo comprender que estaba metida en un lío.

      La invitó a sentarse en una de las sillas doradas y tapizadas. Sin embargo permaneció de pie, frente a él, y le miró directamente a los ojos.

      Aquella era una pose ya conocida por el Marqués y sabía que a la mayoría de los hombres le resultaba casi imposible resistirse a besar la curva de sus labios.

      Los brazos masculinos automáticamente se extendían para rodear su cuerpo.

      Pero él le dijo con tono burlón:

      —Bien, Hester, ¿de qué se trata?

      —De algo muy sencillo, Virgil —respondió ella—, y espero que te alegres de la noticia. ¡Voy a tener un hijo!

      Por un momento, reinó el silencio y luego el Marqués arqueó las cejas.

      —¡Te felicito! —dijo—. ¿Quién es el afortunado Padre?

      —¡Quién sino tú!

      —¡Eso es imposible como tú bien sabes! —respondió el Marqués—. Si éste es uno de tus chistes, Hester, a mí no me parece gracioso.

      —No estoy bromeando, Virgil —respondió la mujer—, y no puedo imaginar un destino mejor para mi hijo, sobre todo si es varón, que poder llamar Papá al Marqués de Anglestone.

      El Marqués la miró y sus ojos grises se tornaron duros como el acero.

      —¿Estás tratando de chantajearme? —preguntó iracundo.

      —Una palabra altisonante para una simple petición de que seas tan justo como generoso.

      —¡Si esperas que yo me haga cargo del hijo de otro hombre, estás muy equivocada! —dijo el Marqués con voz dura.

      —Me temo que no tienes otra alternativa —respondió Lady Hester.

      Entonces se sentó en el sofá.

      Los cojines azules resultaron un marco perfecto para su vestido que era ligeramente más claro. Éste estaba adornado con un ramillete de orquídeas en la cintura.

      —Necesitas aclararme qué pretendes hacer exactamente — dijo el Marqués.

      —Yo pensaba que tú entendías el inglés —respondió Lady Hester—. Voy a tener un hijo y como mi actual amante no puede hacerse cargo de él, te sugiero que nos casemos y seamos tan felices como el Verano pasado.

      La mujer habló con tal convicción que el Marqués se dio cuenta de que no bromeaba sino que hablaba muy en serio. Aunque parecía increíble, tuvo la sensación de que ella realmente esperaba que él accediera a aquella absurda petición.

      —Si eso es lo único que tienes que decirme, Hester —habló él después de una pausa—, estás perdiendo el tiempo. Yo me voy a montar.

      Hester se echó a reír.

      —¡Ya me esperaba que te ibas a defender como un tigre para evitar que te lleven al Altar, Virgil, pero esta vez el soltero empedernido se ha encontrado con la horma de su zapato!

      El Marqués no respondió, simplemente se dirigió hacia la puerta. Entonces Hester le advirtió:

      —Si me abandonas, iré a decírselo a la Reina.

      El Marqués se detuvo pero no se dio la vuelta.

      —Ya he pedido a mi Padre que venga —continuó Hester—. Estoy segura de que te gustaría que él estuviera presente en nuestra Boda y yo quiero que sea él quién me entregue.

      El Marqués continuaba inmóvil y ella añadió con una voz grave que tenía un cierto toque de veneno:

      —¡Yo sé que él estará dispuesto a ir directamente al Castillo de Windsor!

      El Marqués respiró hondo.

      Lentamente y con mucha dignidad, se dio la vuelta.

      —¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó él.

      —Resulta obvio —respondió ella—. Ya te he explicado que en estos momentos no hay nadie en mi vida que pueda ser un Padre digno para mi hijo.

      —Debes ser consciente de que ningún hombre en sus cinco sentidos aceptaría una propuesta tan absurda.

      —No tiene sentido que luches contra lo inevitable — respondió Hester—. No me gustó nada la forma en que me echaste de tu vida cuando encontraste a otra mujer que te pareció más atractiva. Jamás podré entender qué fue lo que viste en la lánguida cara de Mary Cowley.

      Al Marqués no se le escapó el tono de celos que encerraban aquellas palabras.

      Para entonces él ya había llegado junto a la chimenea.

      Miró a Hester sentada en el sofá y se preguntó qué pasaría si le pusiera las manos alrededor del cuello y la estrangulara. Por la expresión de sus ojos, él advirtió que la mujer no estaba tan tranquila como quería aparentar, pero su hermosa boca se abrió para decir:

      —Me perteneces, Virgil, como siempre me has pertenecido y ahora ya no tienes escapatoria.

      Haciendo un esfuerzo, el Marqués se sentó a su lado.

      —Escúchame, Hester —dijo—, no creerás ni por un momento que yo voy a aceptar esa absurda idea tuya.

      —Ya te he dicho, Virgil, que no tienes salida.

      —Ese hombre del cual has hablado y cuyo nombre no puedo recordar, no está casado sugirió el Marqués.

      —David Midway es tan pobre como un ratón de Iglesia — respondió Hester— y eso es algo que yo no tengo la menor intención de ser.

      —Pero eso podría arreglarse parcialmente.

      Estaba

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