La Ciudad Prohibida. Barbara Cartland

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La Ciudad Prohibida - Barbara Cartland La Coleccion Eterna de Barbara Cartland

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hay nada civilizado acerca de tu comportamiento! —dijo el Marqués como si no pudiera evitarlo.

      —Eso es lo que siempre decías que te gustaba de mí — recordó Hester—. Tú opinabas que yo era... tan rápida como el viento, tan cortante como la escarcha y tan suave como la nieve.

      Sonrió con sarcasmo.

      —¡Realmente muy poético, mi querido Virgil!

      Se incorporó. El pudo aspirar el perfume francés que llevaba y lo identificó. Recordó cómo se impregnaba en su piel y. duraba como un fantasma en la almohada mucho después de que ella se marchara.

      —Ahora me voy, Virgil —dijo—, pero no te olvides de venir a visitarme mañana por la noche cuando Papá ya esté aquí. Hizo un movimiento como si fuera a tocarle, pero se arrepintió y se alejó.

      Cuando llegó a la puerta se volvió para decir con voz provocativa:

      —Mi querido Virgil, seremos muy felices y creo que deberías hacerme un regalo para conmemorar este maravilloso momento en el que me has prometido casarte conmigo.

      El Marqués apretó los puños y cuando la puerta se cerró detrás de Hester, alzó los brazos al cielo.

      Aquella era la situación más aterradora a la que jamás se había tenido que enfrentar.

      Pasó un cuarto de hora antes de que el Marqués se decidiera a salir del Salón y bajar por la escalera.

      El Mayordomo le miró, preocupado, como si esperara una orden.

      —¡Mi carruaje! —ordenó el Marqués y entró en su Despacho.

      Aquélla era una estancia muy atractiva. Tenía un escritorio al lado de la ventana y las paredes llenas de cuadros. Los periódicos se encontraban sobre una mesita frente al fuego. Los miró y supuso que Hester desearía anunciar el matrimonio al cabo de uno o dos días más.

      ¿Cómo podía aceptar a una mujer de esa calaña en su vida? ¿Cómo podía aceptar al hijo de otro hombre como propio?

      Las preguntas parecían resonar por toda la habitación. Desafortunadamente, su cerebro no parecía poder encontrar una salida para aquella trampa en la que había caído. Era consciente de que todo el mundo había hablado acerca de su romance con Hester el año anterior.

      Cuando se retiró al Campo para tratar de evitarla, nadie imaginó que en realidad el romance entre ellos había terminado.

      El Marqués sabía que ella había vuelto a la casa de su Padre poco después.

      Por lo tanto, sospechaba que Davis Midway había pasado algún tiempo con ella en el Campo.

      El Embajador Italiano lo había sustituido al lado de la mujer en cuanto que él se retiró.

      Pero Hester no se contentaba con un solo hombre durante mucho tiempo. Midway era bien parecido y divertido; su Padre era Barón, pero no tenía dinero.

      El Marqués podía entender la razón por la cual Hester había decidido que él debía ser el padre de su hijo.

      Pero también estaba seguro de que ella tenía la intención de divertirse con cualquier otro que le llamara la atención. Todo aquello le repugnaba.

      Sin embargo, tenía que enfrentarse al hecho de que si esa mujer iba a ver a la Reina, como había dicho, Su Majestad le haría llamar inmediatamente.

      Entonces no podría hacer otra cosa que obedecer la Orden Real y casarse con Hester.

      La Reina era muy severa cuando se trataba de intervenir en cualquier escándalo relacionado con quienes ocupaban un lugar en la Corte.

      El Padre del Marqués había sido Maestro de la Casa durante muchos años y sabía que era sólo cuestión de tiempo el que a él le ofrecieran el mismo cargo.

      Como a la Reina le gustaban los hombres bien parecidos, a menudo el Marqués había sido distinguido con pequeños favores de los que había disfrutado mucho ya que le había resultado muy divertido ver la envidia que aquello había despertado en los miembros de la Casa Real.

      Si él desafiaba a la Reina negándose a cumplir sus órdenes, sería exiliado.

      El Marqués no se engañaba a sí mismo pensando que todos le querían bien. Sabía que muchos de sus contemporáneos envidiaban sus hazañas en la Pista de Carreras.

      También era envidiado porque conquistaba a todas las mujeres bellas que ellos hubieran deseado conseguir. Recientemente había ofendido a un Estadista muy influyente al arrebatarle a una atractiva Bailarina de Ballet del Covent Garden. El Marqués la había instalado en una cómoda Casa de St. John's Wood.

      Ahora se daba cuenta de que el Estadista estaría más que dispuesto a vengarse y haría que las cosas en la Corte se complicaran más de lo que ya lo estaban.

      —¿Qué puedo hacer? ¿Qué demonios puedo hacer? —se preguntó a sí mismo.

      El Mayordomo le informó de que su carruaje se encontraba ya en la puerta y salió del despacho pensando a dónde podría ir.

      Quería pedir consejo a alguien, pero por el momento no se le ocurrió nadie en quien pudiera confiar.

      Cuando se subió al carruaje, un Lacayo esperó con la puerta abierta para recibir órdenes. Entonces el Marqués dijo lo primero que le vino a la mente.

      —Lléveme al Club White.

      La puerta se cerró, el Lacayo subió junto al Cochero y se pusieron en marcha.

      Al mirar hacia la puerta de la Casa, el Marqués observó al Mayordomo y a dos Lacayos que si inclinaban ante él. Entonces tuvo la horrible sensación de que Hester estaba sentada junto a él y de que ya nunca podría deshacerse de ella. Tardó apenas diez minutos en llegar al Club y pidió al Cochero que le esperara.

      Buscó una cara conocida, a algún amigo que, por un milagro, encontrara la solución a su problema.

      Con una sensación de alivio vio a Lord Rupert Lindford, quien estaba sentado en un Salón, conversando con otros Caballeros.

      Lord Rupert levantó la mirada, y al ver al Marqués exclamó:

      —¡Aquí llega Anglestone! Vamos a preguntarle cual es su opinión.

      Los otros dos hombres asintieron y el recién llegado se sentó junto a ellos. Un Camarero se acercó para preguntarle si deseaba algo de beber.

      —¡Un coñac doble! —respondió él.

      Mientras hablaba advirtió que Lord Rupert le miraba sorprendido, pues todos sabían que el Marqués era abstemio. Como solía montar sus propios caballos mantenía su peso lo más bajo posible comiendo poco y bebiendo menos. Sin embargo, en ese momento necesitaba un trago fuerte.

      —De lo que estamos hablando —dijo Lord Rupert a manera de explicación—, es de Tony Burton.

      El Marqués no pareció reaccionar y uno de los presentes dijo:

      —Ya sabe de quién

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