Marta y María: novela de costumbres. Armando Palacio Valdés

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Marta y María: novela de costumbres - Armando Palacio Valdés

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y dejaba pasar el viento fresco y acre que levantaba sus cabellos y arrojaba por el suelo los papeles de la mesa, pensaba con deleite que había ascendido en un globo y se hallaba en mitad del espacio nadando por el aire a merced de todas las venturas. Y esta ilusión, que procuraba conservar con empeño, la hacía feliz algunos momentos. Por la noche solía abrir también algunas veces las contraventanas y encender, además de la lámpara, todas las bujías de los candelabros para imaginarse que se hallaba metida dentro de un gran farol. «Desde la ría, esta torre debe parecer un faro y mi habitación la lámpara que acaba de encenderse», se decía con gozo infantil. Y se ponía a inspeccionar por los cristales si alguna embarcación cruzaba entonces hacia El Moral, hasta que, amedrentada por la obscuridad de fuera y ofuscada por la claridad de adentro, concluía por asustarse de tanta iluminación y empezaba a apagar las luces apresuradamente.

      Don Mariano llamaba a aquel gabinete ligero y aéreo la jaula de María. Y en verdad que le cuadraba admirablemente el nombre; porque la niña revoloteaba sin cesar dentro de él, moviendo los muebles y trasladando los objetos de un sitio a otro, tan inquieta y nerviosa como un pájaro. Para que la semejanza fuese más completa, cuando la familia se hallaba en el comedor oíanse muchas veces los trinos lejanos de alguna cavatina o romanza que estudiaba. Don Mariano nunca dejaba de exclamar con su habitual y bondadosa sonrisa: «¡Ya canta el pajarito!» Y todos sonreían también llenos de complacencia; porque en la casa todo el mundo quería y admiraba a la niña.

      En dos o tres años entró un cargamento de novelas en el gabinete de la torre, y volvió a salir después de haber entretenido largas horas los ocios de nuestra joven, que puso a contribución para ellos no sólo la biblioteca de su padre y su bolsillo, sino también las librerías de todos los amigos de la casa. Don Serapio fue su primer proveedor. Así que durante una larga temporada no leyó más que relaciones sangrientas de crímenes terribles y monstruosos, en las cuales tanto se placía el fabricante de conservas alimenticias. En aquella temporada no gozó gran cosa, porque estas novelas, aunque excitaron en alto grado su curiosidad, teniéndola suspensa y sujeta a la lectura gran parte del día y de la noche, no dejaban en su espíritu ningún recuerdo dulce ni poético con que recrearse, y las olvidaba al día siguiente de leídas. Además, la aterraban demasiado: no pocas veces le habían quitado el sueño, y hasta en algunas ocasiones pidió a Genoveva que se acostase a su lado porque se moría de miedo.

      Después de haber agotado la librería de don Serapio, pidió a una de las señoritas de Delgado que le abriese la suya, que tenía fama de hallarse ricamente abastecida. En efecto, contenía gran número de novelas, todas de la escuela romántica primitiva, cuidadosamente encuadernadas, pero muchas de ellas ya grasientas por el uso. En los pasajes más tiernos solían tener las hojas algunas manchas amarillentas, lo cual ponía de manifiesto que las distintas lectoras en cuyas manos había estado el libro habían tributado algunas lágrimas a las desdichas del héroe. Ya sabemos que una de las señoritas de Delgado lloraba con extrema facilidad. Las novelas que entonces leyó fueron, entre otras: Ivanhoe, La dama del lago, Maclovia y Federico o Las minas del Tirol, Saint Clair de las islas o Los desterrados a la isla de Barra, Oscar y Amanda, El castillo del Águila Negra, etc. Estas le hicieron gozar muchísimo más. Entró de lleno, con vida y alma, en la región de las quimeras deliciosas con que el ilustre Walter Scott y otros novelistas no tan ilustres solazaban a nuestros padres creando una Edad Media para su uso, poblada de trovadores y torneos, de hazañas estupendas, de castillos góticos, de héroes y de amores invencibles. Lo que más seducía a la señorita de Elorza era la inquebrantable constancia de afectos que los protagonistas de aquellas novelas manifestaban siempre. Ya fuese varón o hembra, cuando una pasión amorosa les prendía no había que empeñarse en llevarles la contraria, porque todo era inútil. Al través de la oposición de los padres y tutores, y por encima de las asechanzas que les tendían, los amantes desdeñados, purificados con mil pruebas diversas, padeciendo mucho y llorando mucho más, al cabo salían siempre triunfantes. Y bien lo merecían. La señorita de Elorza prometía secretamente en el santuario de su alma guardar la misma fidelidad al primer novio que la Providencia le deparase, e imitar su fortaleza en las adversidades.

      Cada una de aquellas novelas dejaba huella duradera en su juvenil espíritu, y durante algunos días, en tanto que los personajes de otra no lograban cautivarla, pensaba sin cesar en los hermosos milagros que el amor de la heroína, puro como el diamante y tan firme, había realizado. Y tomando la acción donde el novelista la había dejado, que era siempre en el acto de celebrarse las bodas de los atribulados amantes, la proseguía en su imaginación fingiéndose con todos sus pormenores la vida venturosa que los esposos llevarían rodeados de sus hijos y recorriendo con las manos enlazadas los sitios donde tan frecuentemente habían caído sus lágrimas. Nuestra joven ansiaba que una de estas pasiones irresistibles y lacrimosas se apoderase de su corazón, pero no concebía que ningún joven de los que visitaban su casa vestidos de chaquet o americana lograse inspirársela. Para ella el amor tomaba siempre la forma de un guerrero y se le representaba con casco y loriga viniendo jadeante y cubierto de polvo, después de haber sacado a su competidor fuera de la silla de un bote de lanza, a doblar la rodilla delante de ella para recibir la corona de su mano, que después besaba con ternura y devoción. Otras veces, despojado del casco y con disfraz de villano, pero dejando adivinar por su gallardo porte la nobleza y bravura de su sangre, llegaba por la noche al pie de la torre y entonaba, acompañándose con el laúd, preciosas endechas en que la invitaba a huir con él por los campos hasta algún castillo ignorado, lejos de la tiranía de su padre y del esposo aborrecido que le quería dar. La noche estaba obscura, los centinelas del castillo narcotizados con un filtro, la escala colgada ya de la ventana y los raudos corceles piafaban no muy lejos... «¿Qué aguardas, dueño mío, qué aguardas...?» María oía tocar suavemente a los cristales, y más de una vez se había levantado del lecho con los pies desnudos a cerciorarse de que no era su guerrero, sino el viento, quien la llamaba suspirando. Por aquella época no podía ver durante la noche cruzar un bote hacia el puerto sin estremecerse. El misterio que guarda siempre una embarcación que se divisa entre las sombras le hacía pensar vagamente en una celada tendida por algún amante ignorado y brutal que, temiendo ser desairado, quería arrebatarla por la fuerza de su casa, y arrastrarla a lejanas riberas donde pudiese satisfacer con ella sus bárbaros deseos. Necesitaba observar que el bote atracaba sosegadamente en el muelle y descargaban de él algunos barriles y cajones para sentir desvanecerse su ilusión.

      Pero la novela que más honda impresión le produjo fue sin disputa la titulada Matilde o Las cruzadas. Ésta, mejor que ninguna otra, consiguió trasladar su espíritu a la época singular y brillante que representaba, haciéndola asistir a aquella lucha heroica trabada debajo de los muros de Jerusalén. Fácil es de concebir, no obstante, que no eran las batallas entre infieles y cristianos lo que más la interesaba de la relación, sino aquel amor extraño, inverosímil, tanto como tierno y fogoso, que prendió en el corazón de la heroína hacia uno de los guerreros moros que usurpaban el sepulcro del Señor. La señorita de Elorza disculpaba y hasta aplaudía con toda su alma esta pasión, donde el pecado de amar a uno de los más terribles enemigos de Cristo prestaba mayor atractivo y un sabor más picante. ¡Cómo no apasionarse de aquel ínclito Malec-Kadel tan fiero y terrible en los combates, tan tierno y sumiso con su dama, tan noble y generoso en todas ocasiones! ¡Ah, si ella hubiera estado en lugar de Matilde, hubiera amado del mismo modo a despecho de todas las leyes humanas y divinas! Este moro fue el personaje que más la sedujo en toda su vida, hasta el punto de inspirarle un cuadro muy bonito en que lo representaba sobre la cubierta del buque donde iba con Matilde, salvándola de las garras de sus enemigos, teniéndola protegida con la mano izquierda y cercenando cabezas con la derecha, como quien siega mieses en verano. Cuando mejor pudo comprobarse este entusiasmo fue a la llegada de un turco a Nieva vendiendo objetos de nácar y babuchas. Quedó tan sorprendida al verle pasar por delante de casa y a tal punto excitada su curiosidad que no paró hasta trabar relación con él, haciéndole sufrir largo interrogatorio acerca de la campiña de Jerusalén, donde se efectuaron las escenas amorosas que tan impresionada la tenían, de las costumbres, de los trajes y del gobierno de los agarenos. Mas el turco, ya porque no tuviese humor de andar en parlamentos, o por razón de ser natural de Reus, en la provincia de Tarragona,

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