Marta y María: novela de costumbres. Armando Palacio Valdés

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Marta y María: novela de costumbres - Armando Palacio Valdés

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se apretaron convulsos contra los desnudos pies del Salvador murmurando palabras ininteligibles.

      Después de un largo rato alzó la cara bañada en lágrimas y exclamó con acento de dolor:

      —¡Jesús mío, cuánta traición, cuánta traición!... ¡Qué mal os pago el amor que me tenéis!... ¡Castígame, Señor, para que pueda tener sosiego!

      Levantose del suelo, tomó la lámpara en una mano y penetró en su alcoba. Era pequeñita y tibia como un nido y estaba adornada con profusión de estampas de Jesús y de la Virgen. El lecho, cubierto con pabellón de gasa, blanco y risueño como el altar de un bautizo. Dejó la luz sobre la mesa de noche y con semblante más tranquilo se desnudó en breves instantes.

      Después tomó una manta de viaje del ropero, se envolvió con ella, apagó la lámpara, hizo repetidas veces la señal de la cruz sobre la frente, sobre la boca y sobre el pecho, y se acostó en el suelo. El blanco lecho cubierto de seda y batista, tierno y perfumado y henchido de sensuales caricias, la estuvo reclamando en vano toda la noche. Así permaneció extendida sobre el pavimento hasta que la luz del día rayaba.

       Índice

      LA NOVENA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

      Rayaba apenas el día cuando nuestra joven se levantó bruscamente del suelo. Quedose inmóvil un instante con el oído atento; pero no percibió el sonido de las campanas de San Felipe, que creyó escuchar en sueños. Se había equivocado; todavía no eran las seis. Encendió la lámpara, y saliendo al gabinete se puso a orar humildemente postrada frente a la imagen de Jesús. Como no tenía puesta más que una fina camisa de batista, el frío la traspasó en seguida y empezó a tiritar; pero no quiso dejarse vencer y siguió orando hasta que sus dientes chocaron fuertemente unos contra otros. Sólo entonces se decidió a dejar la postura que había tomado y vestirse. Después abrió las cuatro ventanas del gabinete y apagó la luz.

      Una escasísima claridad triste y fría invadió la habitación de la señorita de Elorza, prestando a los muebles un aspecto lúgubre que estaban lejos de tener ordinariamente. El frío de la mañana los penetraba también como a su dueño; yacían silenciosos y melancólicos, esperando, sin duda, que los rayos del sol mostraran su belleza y esplendor. Sólo en tal sitio que otro, al caer la luz sobre el barniz, producía un blanco reflejo que semejaba al ojo vidrioso y opaco de un moribundo. El gabinete se hallaba en una especie de torreón cuadrado que la casa tenía por la parte de atrás en uno de sus ángulos. Levantaba por encima de ella algunas varas y recibía luz por los cuatro lienzos de sus paredes. La torre no contenía más que dos habitaciones: la de María, compuesta de gabinete y alcoba, y la de su doncella Genoveva, que constaba de un solo cuarto. Eran las habitaciones más frías, pero también las más alegres de la casa. Las pocas veces que el sol se dignaba salir en Nieva, iba derecho a alojarse en ellas; las invadía sin miramientos como un huésped soberano, y se pasaba el día en su interior reflejándose en los espejos, matizando el raso de las sillas, estropeando el charol de los armarios y regalándose, en fin, de mil diversas formas. Todo esto, por supuesto, si Genoveva no había tenido la precaución de echar las cortinas a tiempo. Eran también las más silenciosas. Los ruidos de la casa no llegaban hasta ellas, y los de fuera, por la situación que ocupaban, era imposible que las turbaran. Solamente el viento, que casi nunca dejaba de soplar fuerte en la torre, producía ruidos extraños, sobre todo por la noche, suspirando unas veces, riñendo otras y lamentándose constantemente de que le tuviesen herméticamente cerradas las ventanas. Durante el día, ni se lamentaba ni reñía, contentándose con zumbar perpetuamente, pero con mucha discreción, como los caracoles de mar cuando se acercan al oído.

      María se acercó rebujada en su chal y tiritando aún a una de las ventanas que daban a la huerta, cuyas tapias lindaban con el muelle. Desde aquella ventana se oteaba la ría entera de Nieva hasta El Moral, que era el sitio por donde comunicaba con el mar. No mediría más de una legua de largo; el ancho variaba extremadamente, según se la viese en baja o pleamar, en mareas vivas o muertas. Cuando las grandes mareas alcanzaría hasta media legua, lamiendo las faldas de las colinas cubiertas de pinos que a uno y otro lado cerraban la cuenca. En la hora de bajamar el agua se retiraba por completo, dejando apenas un hilo estrecho y retorcido que corría por el centro. Entre las colinas limítrofes y este canal quedaba por ambas orillas una extensa superficie gris de limo suelto, salpicado de charcos de agua donde los pilluelos del muelle gustaban de hundirse y revolcarse hasta que se embadurnaban asquerosamente para ir luego a lavarse arrojándose de cabeza en el canal. Por encima de las tapias de la huerta asomaban los palos de algunos barcos, que no llegarían a una docena, anclados en el muelle, los más de ellos pataches y quechemarines de escasísimo porte.

      La joven contempló un instante el cielo, que se mostraba todavía profundamente obscuro hacia el poniente, borrando y confundiendo el perfil de los montes lejanos. Después fue a tomar un libro que tenía en la mesa de noche de su cuarto y vino hacia la ventana a ver si podía leer. Aun no había suficiente claridad. Posó el libro sobre una silla y se acercó de nuevo a la ventana, apoyando la frente sobre los cristales. El cielo iba agrandando sus claraboyas por la parte de El Moral sin infundir vida ni alegría sobre la tierra. La luz creciente no servía más que para esclarecer su semblante hosco. Se preparaba un día desapacible, como los que acostumbran a disfrutar los habitantes de Nieva la mayor parte del año.

      El gabinete se iba iluminando lentamente; los primorosos muebles y objetos que lo adornaban salían de la obscuridad graciosos, esbeltos y risueños como las bailarinas de las óperas cuando a un golpe de la orquesta se despojan del manto que las transformaba en espectros. Pero la luz no sonreía; cada vez se mostraba más triste y severa. Por delante de las grandes nubes de un color violeta obscuro que se amontonaban allá en el horizonte sobre las cuatro o cinco casas de El Moral cruzaban velozmente otras pequeñas y blancas como jirones arrancados de una gasa; signo cierto de borrasca.

      María sintió de pronto vibrar el cristal en que se apoyaba. Una ráfaga de aire y de lluvia había azotado con fuerza la ventana. Se apartó un poco hacia atrás y vio llorar a todos los cristales a la vez. Por algún tiempo se entretuvo en seguir con la vista el camino más o menos rápido y tortuoso que las gotas de agua seguían al bajar por la superficie tersa del vidrio. El redoble intermitente de la lluvia le trajo a la memoria las muchas tardes que había pasado cerca de aquella misma ventana escuchándolo con un libro abierto en la mano. El libro era siempre una novela. Más de cuatro meses anduvo solicitando de sus padres que la dejasen habitar el gabinete de la torre, con objeto de entregarse de lleno, y sin temor de que nadie la molestase, a su recreo favorito. Pero don Mariano temía concederle este permiso porque los cuartos de la torre eran fríos y la salud de la niña delicada. Al fin, rendido por sus ruegos y halagos, consintió en ello, después de haber tapizado las habitaciones esmeradamente y con la condición de que Genoveva durmiese cerca de ella.

      Fue una época feliz para María. Tenía entonces dieciséis años, y el pensamiento inquieto y atrevido. La música, en la cual había hecho prodigiosos adelantos, había fomentado en su corazón cierta tendencia a la melancolía y al llanto. Lloraba por cualquier cosa; a veces sin motivo alguno y cuando menos se esperaba; pero las lágrimas eran tan dulces y sentía con ellas placer tan intenso, que en muchas ocasiones las provocaba con artificio. ¡Cuántas veces, contemplando desde aquella ventana los celajes del horizonte teñidos de grana y los últimos resplandores del sol moribundo, sintió su corazón acongojado por una profunda melancolía que venía a deshacerse en sollozos! ¡Cuántas veces había atormentado a su padre con lloro intempestivo, cuya causa no acertaba a decir porque no la sabía ella misma! El conocimiento de la pintura, en la cual también había descollado, despertó su inclinación hacia la luz y el paisaje, lo cual contribuyó asimismo a que solicitase con ardor las habitaciones de la torre. Una vez instalada en ellas

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