Moby-Dick o la ballena. Herman Melville
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Tras todo lo dicho, me parece que debo reiterar con énfasis que en verdad no hay nada más lejos de mi intención que espantar al lector. Es cierto que en la novela hay pasajes que en apariencia son meramente eruditos, que hay digresiones frecuentes que interrumpen el hilo de la acción, una profusión de citas doctas que a veces puede ser abrumadora, y complejas exposiciones llenas de conceptos filosóficos, religiosos y psíquicos, que en ocasiones resultan embarullados y difíciles de comprender. Pero la fama de Moby-Dick como novela de aventuras sí tiene fundamento. Moby-Dick cumple casi todos los requisitos que se le piden a una obra para colgarle esa etiqueta. Su planteamiento inmediato es sencillo, hay mucha acción, dramatismo, largos viajes, escenarios exóticos, leyendas y supersticiones, culturas y pueblos primitivos, y otros muchos elementos que, si no necesarios, sí son típicos del género: el mar, con sus calmas, sus tormentas y tifones, e incluso sus piratas; un personaje bisoño enfrentado a un ambiente adulto hostil, repleto de personajes extravagantes y aterradores; una polarización entre Oriente y Occidente; una portentosa moneda de oro; y, por supuesto, un animal legendario que parece encarnar los más profundos temores del ser humano.
La reputación de Melville en su tiempo era, de hecho, la de un autor de libros de aventuras. Fueron sus dos primeras obras, tituladas Typee y Omoo, las que le granjearon esa fama. Ambas se presentaron como relatos testimoniales de sus correrías por los Mares del Sur, pues Melville, como muchos otros jóvenes de su tiempo, con poco más de veinte años y buscando más la aventura que un trabajo remunerado, se había embarcado en un barco ballenero. Seis meses después de zarpar, cuando ese barco fondeó en Nukuhiva, la mayor de las islas del archipiélago de las Marquesas, Melville desertó y, junto con un compañero de tripulación, se internó en la isla. No hay constancia de que las condiciones del barco o la conducta del capitán hubieran sido excepcionalmente duras, pero tampoco era eso condición necesaria para la fuga. El porcentaje medio de deserciones en cada expedición era superior a la mitad de los tripulantes. Y el motivo de muchas de ellas era, nuevamente, el simple afán de aventura. Las islas Marquesas eran legendarias por su enorme belleza y por la liberalidad de la conducta de sus mujeres; aunque también lo eran por las costumbres caníbales de los feroces guerreros de algunas de sus tribus. Melville y su compañero de fuga fueron capturados por una de las de peor reputación, los typee. A los pocos días de su captura su compañero logró escapar, pero Melville, con una extraña lesión o infección en una pierna, que prácticamente le impedía andar, tuvo que convivir con ellos durante un mes. Contrariamente a sus temores, el trato que recibió de los nativos fue amigable. Una vez recuperado de su dolencia, éstos, a cambio de quincalla, le entregaron a otro ballenero que había fondeado en la isla y que estaba escaso de tripulación. Su estancia en este barco fue mucho más corta. Un mes y medio más tarde, cuando el barco arribó a la no muy lejana Tahití, toda la tripulación, incluido Melville, se amotinó, y todos fueron desembarcados y encarcelados durante unas semanas en una prisión local de muy escasa disciplina. Una vez liberado, vagabundeó por las islas, trabajó como peón de granja en la vecina isla de Moorea, y finalmente se embarcó en un tercer ballenero, en el que sólo permaneció cinco meses, y del que, al haberse enrolado sólo «a travesía» –es decir, reservándose el derecho a desembarcar siempre que el barco tocara tierra–, pudo despedirse sin ningún problema cuando el barco fondeó en Lahaina, la antigua capital de Hawai, en la isla de Maui. Allí permaneció dos meses y medio, trabajando primero en el entonces nada chocante empleo de colocar los bolos en una bolera, y posteriormente como contable de una tienda. Finalmente se enroló de nuevo, esta vez en una fragata de la marina estadounidense, en la que sirvió como marinero raso durante algo más de un año, hasta que desembarcó en Boston, donde recibió la licencia con todos los honores. En total había estado fuera tres años y nueve meses.
De esta experiencia –y de otra previa como marinero en un barco de la travesía del Atlántico– Melville obtendría el material básico no sólo para esas dos primeras obras, sino también para las tres siguientes y para Moby-Dick, todas ellas presentadas ya como obras de ficción. La relación entre su propia experiencia y la ficción desempeña un papel peculiar en sus obras. Como se ha demostrado con posterioridad, en los dos libros presentados como autobiográficos lo verídico no alcanza más allá de la línea argumental más general, estando el resto o bien tomado de fuentes literarias, o bien simplemente sacado de su imaginación. Pero, curiosamente, en las obras presentadas como ficción, la relación se invierte, y en un hilo documental novelesco se insertan alusiones personales que establecen rasgos de identidad entre los personajes y el autor, o que apuntan a episodios concretos de la biografía de éste. Dichas alusiones, que por otra parte pasarán desapercibidas para el lector que desconozca la biografía de Melville, forman parte de una complejidad que constituye uno de los grandes atractivos de Moby-Dick. La novela es una obra de enorme profundidad, que admite múltiples lecturas –política, religiosa, filosófica, psicológica–, que está plagada de sugerencias e insinuaciones, alegorías y símbolos. En ella no es difícil encontrar coincidencias sorprendentes, aparentes incongruencias que no lo son, leves indicaciones apenas perceptibles que varían el sentido de pasajes o se lo confieren a otros aparentemente superficiales y, más importante, muchos detalles que llaman la atención del lector atento, pero que, por mucho que sugieran ocultar algo, se examinen como se examinen, no parece posible encontrar nada tras ellos. Eso ha hecho que en Moby-Dick se hayan querido ver todo tipo de esotéricos saberes, algo que la propia novela parece encargarse de rechazar: «Nos inclinamos a pensar que el problema del universo es como el gran secreto del francmasón, tan terrible para todos los niños. Finalmente resulta que consiste en un triángulo, una maza y un delantal... ¡nada más!».
Pero resulta evidente que Moby-Dick carece de la sencillez de una típica novela de aventuras. No es comparable a las obras de otros autores de la época, como Fenimore Cooper o Rider Hagard, y exige muchísima más atención del lector que las obras de éstos. Y no sólo por su complejidad, sino que ofrece múltiples pasajes que superan ampliamente en interés e intriga, en dramatismo y emoción a todo lo que estos autores hayan podido escribir. El esfuerzo que pueda exigir su lectura es un esfuerzo que queda compensado con creces, pues Moby-Dick posee la rara cualidad de ser una obra que tarda en ser apreciada, pero que, cuando comienza a serlo, inspira una auténtica devoción.
Cuando se publicó, en el año 1851, pasó prácticamente desapercibida tanto en Estados Unidos como en Inglaterra. Las críticas, exceptuando alguna ofendida por su irreverencia, no fueron malas, pero las ventas fueron escasas y la novela pronto pareció quedar olvidada. Su lenta recuperación parece casi una novela en sí misma. Su fama inicial hay que situarla en la pequeña sociedad de viajeros diletantes que en la segunda mitad del siglo xix deambulaba por el Imperio colonial inglés sin rumbo ni propósito fijo. Su creciente popularidad la llevó a los círculos más progresistas del Londres de las últimas décadas del siglo xix, los de la Hermandad Prerrafaelita o la Fabian Society –William Morris recitaba de memoria largos pasajes de la novela–, en los que se asociaba a Melville con Thoreau y con Whitman, autores en los que se valoraba un carácter trasgresor que encarnaba la rebelión contra la represiva moral y la injusticia social de la época victoriana. En estos ambientes Moby-Dick llegó a convertirse en una auténtica obra de culto –seguramente una de las primeras a las que cabe aplicar este término– y hubo círculos de adeptos a Melville que atesoraban los pocos ejemplares de sus obras existentes.
Durante las primeras décadas del siglo xx el círculo de seguidores se fue ensanchando e incluyó a personajes tan notables como la mayor parte del círculo de Bloomsbury, Virginia Woolf y Lytton Strachey entre ellos, así como a personas cercanas, como Aldous Huxley, D. H. Lawrence y George Bernard Shaw. Lo mismo ocurrió con los cada vez más numerosos autores de ficción marítima, género que se desarrolló a la sombra de la novela. Finalmente, en 1920, la edición de Moby-Dick en la popular colección Oxford World’s Classics