Moby-Dick o la ballena. Herman Melville
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Moby-Dick o la ballena - Herman Melville страница 31
Capítulo 17
El Ramadán
Como el Ramadán, o ayuno y humillación de Queequeg, iba a continuar durante todo el día, opté por no molestarle hasta el caer de la noche; pues albergo el mayor de los respetos hacia las obligaciones religiosas de todos, por muy cómicas que sean, y no encontraría sitio en el corazón para menospreciar ni siquiera a una congregación de hormigas que adoran a un sapo; ni a aquellas otras criaturas de ciertas zonas de nuestra tierra que, con un grado de servilismo completamente inaudito en otros planetas, hacen reverencias ante el torso de un terrateniente fenecido sólo por las desmesuradas posesiones todavía a su nombre, y a él arrendadas.
Digo yo que nosotros, buenos cristianos presbiterianos, deberíamos ser caritativos en estas cosas, y no creernos tan enormemente superiores a otros mortales, paganos o no paganos, a causa de sus extravagantes pareceres en estos asuntos. Ahí estaba ahora Queequeg, ciertamente sosteniendo las nociones más absurdas sobre Yojo y su Ramadán... pero ¿y qué? Queequeg pensaba que sabía lo que hacía, supongo; parecía estar contento; y que ahí quede en paz. Todo lo que discutamos con él no servirá para nada; dejadle en paz, digo: y que el Cielo tenga piedad de todos nosotros –tanto presbiterianos como paganos–, pues todos en cierto modo estamos terriblemente mal de la cabeza, y lamentablemente necesitamos arreglo.
Al anochecer, cuando estuve seguro de que todas sus celebraciones y rituales debían haber terminado, subí a su habitación y llamé a la puerta; pero no hubo respuesta. Traté de abrirla, pero estaba cerrada por dentro.
—Queequeg –dije suavemente, a través del ojo de la cerradura...
Todo en silencio.
—¡Queequeg, escucha! ¿Por qué no hablas? Soy yo... Ismael.
Pero todo siguió tan callado como antes. Empecé a alarmarme. Le había dado tanto tiempo… pensé que quizá había sufrido una apoplejía. Miré por el ojo de la cerradura; pero como la puerta abría a una especie de rincón de la habitación, el panorama del ojo de la cerradura no era sino una vista tortuosa y adversa. Sólo podía ver parte del pie de la cama y una línea de la pared, pero nada más. Me sorprendió observar, apoyado contra la pared, el ástil de madera del arpón de Queequeg, que la patrona le había quitado la noche anterior, antes de subir al cuarto. Es extraño, pensé; pero en cualquier caso, como el arpón está allí, y él nunca o casi nunca sale sin él, debe, por tanto, estar aquí dentro, sin posibilidad de error.
—¡Queequeg!... ¡Queequeg!...
Todo callado.
Algo debe haber ocurrido. ¡Apoplejía! Traté de derribar la puerta; pero resistió firmemente. Bajé corriendo las escaleras y rápidamente expuse mis aprensiones a la primera persona que encontré... la doncella.
—¡Huy! ¡Huy! –gritó–. Me pareció que algo debía de pasar. Fui a hacer la cama después del desayuno, y la puerta estaba cerrada; no se oía ni una mosca. Y desde entonces ha estado exactamente igual de silencioso. Pero yo pensé: puede ser que los dos se hayan ido y dejado cerrado el equipaje para tenerlo a salvo. ¡Huy! ¡Huy, señora!... ¡Ama! ¡Homicidio! ¡Señora Hussey! ¡Apoplejía!...
Y con estos gritos salió corriendo hacia la cocina, y yo tras ella.
Pronto apareció la señora Hussey, con un tarro de mostaza en una mano y una vinagrera en la otra, al haber interrumpido en ese momento la ocupación de disponer las angarillas, y de regañar mientras tanto a su pequeño mozo negro.
—¡La leñera! –grité yo–. ¿Cómo se va a la leñera? Corred, por amor de Dios, y traed algo para forzar la puerta... ¡El hacha!... ¡El hacha!... Le ha dado un ataque; ¡no puede ser otra cosa!...
Y así diciendo, apresurándome estaba de nuevo desordenamente escaleras arriba con las manos vacías, cuando la señora Hussey interpuso el tarro de mostaza y la vinagrera, y las angarillas enteras de su semblante.
—¿Qué es lo que le ocurre, joven?
—¡Traed el hacha! ¡Por el amor de Dios, que alguien busque al médico mientras fuerzo la puerta!
—Atended –dijo la patrona, dejando rápidamente la vinagrera, para tener una mano libre–; atended: ¿estáis hablando de forzar una de mis puertas? –y al decirlo me cogió el brazo–. ¿Qué es lo que os pasa? ¿Qué es lo que os pasa, marinero?
Del modo más calmado, aunque el más rápido posible, le expliqué la totalidad del caso. Ella rumió un instante, llevándose inconscientemente la vinagrera a un lado de su nariz; entonces exclamó...
—¡No! No lo he visto desde que lo puse ahí.
Corrió hasta un pequeño armario bajo el rellano de las escaleras, miró dentro y, al volver, me dijo que faltaba el arpón de Queequeg.
—¡Se ha matado! –gritó–. Es otra vez de nuevo el infortunado Stiggs... otro cubrecama perdido... ¡Que Dios tenga piedad de su pobre madre!... Será la ruina de mi casa. ¿Tiene alguna hermana el pobre muchacho? ¿Dónde está esa chica?... Eh, Betty, ve a Snarles, el pintor, y dile que me pinte un letrero, que diga... «no se permiten suicidios en la casa», y «no fumar en el salón...»: bien puedo matar ambos pájaros a la vez. ¿Matar? ¡Que el Señor se apiade de su fantasma! ¿Qué es ese ruido? ¡Vos, joven, deteneos!
Y, corriendo tras de mí, me atrapó cuando de nuevo estaba intentando violentar la puerta.
—No voy a permitirlo; no voy a dejar que deterioren mis propiedades. Id a buscar al cerrajero, hay uno a una milla de aquí. Aunque, ¡alto ahí! –metiendo una mano en su bolsillo lateral–, aquí hay una llave que servirá, supongo; veamos.
Diciendo lo cual, la giró en la cerradura; pero, ¡ay!, el pestillo suplementario de Queequeg no estaba descorrido por dentro.
—Hay que reventarla –dije yo, y estaba distanciándome un poco por el vestíbulo para tomar carrerilla, cuando la patrona me atrapó, de nuevo instándome a que no rompiera su propiedad; pero yo me zafé de ella, y con repentino impulso del cuerpo me lancé de lleno contra el objetivo.
La puerta se abrió haciendo un ruido prodigioso, y el picaporte, al golpear contra la pared, lanzó yeso hasta el techo; y allí, ¡Cielos!, allí estaba sentado Queequeg, completamente impávido y sereno; exactamente en el centro de la habitación, sentado sobre sus talones, y con Yojo colocado sobre su cabeza. No miraba ni a un lado ni al otro, sino que estaba sentado como una imagen tallada, sin apenas signo alguno de vida activa.
—Queequeg –dije yo, acercándome a él–, Queequeg, ¿qué es lo que te pasa?
—No habrá estado sentado así todo el día, ¿no? –dijo la patrona.
Pero, por mucho que dijéramos, ni una palabra podíamos extraer de él; yo estuve a punto de tumbarle de un empujón, para así cambiar su postura, pues era casi insoportable, de tan dolorosa y antinaturalmente forzada que parecía; en especial, dado que, con toda probabilidad, había estado sentado de esa manera hasta ocho o diez horas, además pasándose sin sus comidas cotidianas.
—Señora Hussey –dije yo–, en cualquier