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sus días de surcar la mar un severo y duro patrón. Me contaron en Nantucket, aunque en verdad parece una historia peculiar, que cuando navegó en el viejo ballenero Categut, su tripulación, al arribar a puerto, fue en su mayor parte desembarcada al hospital, agotada y exhausta de dolor. Para ser hombre piadoso, y cuáquero en especial, ciertamente era más bien despiadado, por decir algo leve. No obstante, nunca solía maldecir a sus hombres, dicen; aunque de algún modo obtenía de ellos una desmesurada suma de arduo trabajo, inmitigado y cruel. Cuando Bildad era primer oficial, tener su ojo pardo mirándote fijamente te hacía sentirte extremadamente nervioso, hasta que podías agarrar algo... un martillo o un pasador, y ponerte a trabajar como un loco en una u otra cosa, sin importar en qué. La indolencia y la ociosidad perecían ante él. Su propia persona era la exacta encarnación de su carácter utilitario. En su largo cuerpo magro no portaba carne en exceso, ni barba superflua, estando dotada su barbilla de una suave y austera pelusa, similar a la pelusa desgastada de su sombrero de ala ancha.

      Tal era, pues, la persona que vi sentada en el yugo cuando, siguiendo al capitán Péleg, bajé a la cabina. El espacio entre cubiertas era pequeño; y allí, muy erguido, estaba sentado el viejo Bildad, que siempre se sentaba así, y nunca se inclinaba, y lo hacía así para no desgastar los faldones de su casaca. Su sombrero de ala ancha estaba colocado a su lado; sus piernas firmemente cruzadas; su vestimenta de paño abotonada hasta la barbilla; y con los lentes sobre la nariz parecía absorto en la lectura de un pesado volumen.

      —Bildad –exclamó el capitán Péleg–, otra vez a ello, ¿eh, Bildad? Habéis estado estudiando esas Escrituras durante los últimos treinta años, que a mí se me alcance. ¿Hasta dónde habéis llegado, Bildad?

      Como si llevara tiempo habituado a este profano modo de hablar de su viejo camarada de navío, Bildad, sin prestar atención a su irreverencia de ese momento, alzó quietamente la mirada y, al verme, miró de nuevo hacia Péleg de manera inquisitorial.

      —Dice ser nuestro hombre, Bildad –dijo Péleg–, desea embarcarse.

      —¿Lo deseáis vos? –dijo Bildad con tono hueco y volviéndose a mí.

      —¿Qué pensáis de él, Bildad? –dijo Péleg.

      —Servirá –dijo Bildad, observándome, y luego siguió deletreando en su libro en un tono de murmurio bastante audible.

      Pensé de él que era el cuáquero más extraño que había visto jamás, en especial dado que Péleg, su amigo y viejo camarada de barco, parecía semejante energúmeno. Pero no dije nada, sólo miré a mi alrededor con atención. Péleg entonces abrió un cofre y, sacando los artículos del barco, colocó una pluma y tinta frente a sí, y se sentó ante una pequeña mesa. Yo empecé a pensar que ya iba siendo hora de acordar conmigo mismo en qué términos estaba dispuesto a comprometerme para la expedición. Sabía ya que en el negocio de la pesca de la ballena no pagaban salarios, sino que toda la tripulación, incluyendo al capitán, recibía ciertas participaciones de las ganancias llamadas provechos, y que estos provechos se establecían proporcionalmente al grado de importancia pertinente a las respectivas obligaciones de la dotación del barco. También sabía que, al ser un tripulante novato en la pesca de la ballena, mi propio provecho no sería muy extenso; pero considerando que estaba habituado al mar, podía timonear, ayustar un cabo y todas esas cosas, no dudaba de que, según todo lo que había escuchado, me deberían ofrecer al menos el doscientos setenta y cincoavo provecho... es decir, la doscientas setenta y cincoava parte del total de los beneficios netos de la expedición, sea lo que fuere que pudieran finalmente llegar a alcanzar. Y aunque el doscientos setenta y cincoavo provecho era más bien lo que llaman un provecho largo, no obstante era mejor que nada; y si teníamos una expedición afortunada, podría casi seguro pagar la ropa que iba a gastar en ella, sin contar con mis tres años de alimento y albergue, por los que no tendría que pagar ni un ardite.

      Podría pensarse que era ésta una pobre manera de acumular una fortuna principesca... y en efecto lo era, una manera muy pobre. Pero yo soy de esos que nunca se alteran por fortunas principescas, y me considero satisfecho si el mundo está dispuesto a darme sustento y alojamiento mientras me hospedo bajo este desolado rótulo de La Nube del Trueno. En suma, pensaba que el doscientos setenta y cincoavo provecho sería más o menos lo justo, pero no me hubiera sorprendido si me hubieran ofrecido el doscientosavo, considerando que de constitución era ancho de hombros.

      Mas, sin embargo, algo que me hizo recelar un poco de recibir una generosa participación en los beneficios fue esto: en tierra había oído hablar un poco de ambos, del capitán Péleg y de su inefable viejo colega Bildad; de cómo, al ser ellos los propietarios principales del Pequod, los otros, y más inconsiderables y dispersos dueños, dejaban la casi entera dirección de los asuntos del barco a estos dos. Y sabía con seguridad que el viejo cicatero Bildad tendría mucho que decir respecto a enrolar a los tripulantes, especialmente tal como le encontraba ahora a bordo del Pequod, muy bien aposentado allí en la cabina, y leyendo la Biblia como si estuviera junto a su propia chimenea. Ahora bien, mientras Péleg trataba en vano de preparar una pluma con su navaja, el viejo Bildad, ante mi no pequeña sorpresa, considerando que él era una parte tan interesada en estos procedimientos... Bildad no nos prestaba ninguna atención, sino que seguía murmurando para sí de su libro:

      —«No amontonéis para vos provechos en la tierra, donde hay polilla...».

      —Bien, capitán Bildad –le interrumpió Péleg–, ¿qué decís?, ¿qué provecho le damos a este joven?

      —Vos lo sabéis mejor –fue la sepulcral respuesta–, el setecientos setenta y sieteavo no sería excesivo, ¿no?... «Donde hay polilla y herrumbre que corroen. Amontonad más bien provechos...».

      ¡Menudo provecho –pensé yo– que me hace! ¡El setecientos setenta y sieteavo! Bien, viejo Bildad, estás empeñado en que yo, al menos, no disfrute del provecho de muchos provechos aquí abajo, donde hay polilla y herrumbre que corroen. Ése era, efectivamente, un excesivamente largo provecho; y aunque por la magnitud de la cifra pudiera en principio engañar a un hombre de tierra firme, no obstante, la más ligera indagación podrá mostrar que aunque setecientos setenta y siete es un número muy grande, aun así, cuando te pones a hacer un avo de él, observarás entonces, digo, que la setecientas setenta y siete parte de un ochavo es mucho menos que setecientos setenta y siete doblones de oro; y así lo pensé yo entonces.

      —¡Pero condenados sean vuestros ojos, Bildad –gritó Péleg–, no querréis estafar a este joven! Tiene que llevarse más que eso.

      —Setecientos setenta y siete –dijo de nuevo Bildad, sin levantar sus ojos; y entonces siguió murmurando–. «Porque donde esté tu provecho, allí estará también tu corazón».

      —Le voy a apuntar al trescientosavo –dijo Péleg–, ¿me escucháis, Bildad? El trescientosavo provecho, digo.

      Bildad dejó su libro, y volviéndose solemnemente hacia él dijo:

      —Capitán Péleg, tenéis un corazón generoso; pero habéis de considerar la obligación que tenéis con los otros dueños de este barco, viudas y huérfanos muchos de ellos, y que si nosotros recompensamos abundantemente las labores de este joven, podríamos estar quitando el pan a esas viudas y a esos huérfanos. El setecientos setenta y sieteavo provecho, capitán Péleg.

      —¡Vos, Bildad! –rugió Péleg, levantándose y revolviéndose por la cabina–. Condenado seáis, capitán Bildad. Si hubiera seguido vuestro consejo en estos asuntos, habría tenido ya antes una conciencia que arrastrar que sería lo suficientemente pesada como para hacer naufragar el mayor barco que jamás

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