Moby-Dick o la ballena. Herman Melville

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Moby-Dick o la ballena - Herman Melville Básica de Bolsillo

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el porche de la posada, bajo una mortecina lámpara roja allí colgada, semejante en mucho a un ojo herido, y enzarzada en diligente reprimenda con un hombre de camisa púrpura de lana.

      —¡Seguid vuestro camino –le decía al hombre– o, si no, os voy a aviar!

      Y así resultó ser, habiéndose el señor Oseas Hussey ausentado de casa, aunque dejando a la señora Hussey enteramente capacitada de atender todos sus asuntos. Al manifestar nuestros deseos de una cena y una cama, la señora Hussey, posponiendo por el momento ulteriores reprimendas, nos condujo a una pequeña habitación, y sentándonos a una mesa rociada con los restos de un condumio recientemente concluido, volviose hacia nosotros y dijo:

      —¿Almeja o bacalao?

      —¿Qué dice de bacalaos, señora? –dije yo con mucha educación.

      —¿Almeja o bacalao? –repitió.

      —¿Una almeja para cenar? Una almeja fría; ¿es eso lo que quiere decir, señora Hussey? –dije yo–; pero en tiempo invernal ése es un recibimiento más bien frío y viscoso, ¿no le parece, señora Hussey?

      Mas al tener mucha prisa por reanudar la reprimenda al hombre de la camisa púrpura, que estaba esperando en la entrada a que lo hiciera, y pareciendo no haber escuchado nada excepto la palabra «almeja», la señora Hussey se dirigió rápidamente hacia una puerta abierta que daba a la cocina y, vociferando «almeja para dos», desapareció.

      —Queequeg –dije yo–, ¿tú crees que podemos apañarnos una cena los dos con una sola almeja?

      Sin embargo, viniendo de la cocina, un cálido y sabroso vapor se encargó de contradecir el aparentemente desolado panorama ante nosotros. Y cuando ese chowder humeante llegó, el misterio quedó maravillosamente explicado. ¡Ah, afables amigos!, prestadme atención. Estaba elaborado con pequeñas almejas jugosas, apenas más grandes que avellanas, mezcladas con bizcocho de barco desmenuzado y cerdo salado cortado en lasquitas; todo ello enriquecido con mantequilla, y abundantemente sazonado con pimienta y sal. Al estar agudizados nuestros apetitos por la gélida travesía y, en particu­lar, al ver Queequeg su alimento favorito de pescado ante sí, y estar el chowder sobremanera excelente, lo despachamos con gran diligencia; tras lo cual, reclinándome yo entonces un momento y rememorando la proclama de almeja o bacalao de la señora Hussey, pensé intentar un pequeño experimento. Me acerqué a la puerta de la cocina, pronuncié la palabra «bacalao» con gran énfasis, y volví a mi sitio. A los pocos instantes el sabroso vapor llegó de nuevo, pero con un aroma distinto, y a su momento un estupendo chowder de bacalao fue situado ante nosotros.

      —Pero mira, Queequeg, ¿no es eso una anguila viva en tu plato? ¿Dónde está tu arpón?

      Era Los Calderos del Beneficio el más escamante de los lugares, y bien merecía su nombre, pues los calderos siempre estaban cociendo raciones de chowder. Chowder para el desayuno, y chowder para la comida, y chowder para la cena, hasta que empezabas a buscar espinas de pescado saliéndote de la ropa. La zona anterior de la casa estaba pavimentada con conchas de almejas. La señora Hussey llevaba un collar pulido de vértebras de bacalao, y Oseas Hussey había encuadernado sus libros de contabilidad en piel antigua de tiburón de la mejor calidad. Había incluso un gusto a pescado en la leche, que en modo alguno pude explicarme hasta que una mañana, mientras daba un paseo por la playa entre unas lanchas de pescadores, vi a la vaca moteada de Oseas alimentándose de restos de pescado y andando por la arena con cada pezuña metida en la cabeza cortada de un bacalao, con aire muy de andar en zapatillas, os lo aseguro.

      Concluida la cena, recibimos una lámpara e indicaciones de la señora Hussey sobre el camino más corto hacia la cama; pero cuando Queequeg iba a precederme escaleras arriba, la señora extendió el brazo y le pidió su arpón: no permitía arpones en sus estancias.

      —¿Por qué no? –dije yo–. Todo ballenero que se precie duerme con su arpón.... ¿Y por qué no?

      —Porque es peligroso –dijo ella–. Desde que el joven Stiggs, al regresar de aquella desafortunada expedición suya, en la que estuvo ausente tres años y medio para sólo tres barriles de saín, fue encontrado muerto en la parte de atrás de mi primer piso, con su arpón en el costado, desde entonces no permito que los huéspedes metan por la noche armas tan peligrosas en sus habitaciones. Así que, señor Queequeg –pues se había aprendido su nombre–, me voy a hacer con aquí este hierro y se lo guardaré hasta mañana por la mañana. Pero el chowder: ¿almeja o bacalao para el desayuno de mañana, señores?

      —Ambos –dije yo–, y pónganos un par de arenques ahumados para que haya variedad.

      Capítulo 16

      El barco

      En la cama preparamos nuestros planes para el día venidero. Aunque, para sorpresa mía y no escasa preocupación, Queequeg me dio ahora a entender que había estado consultando cuidadosamente con Yojo –el nombre de su pequeño dios negro– y que Yojo le había dicho dos o tres veces, e insistido con fuerza en ello de todo modo, que en lugar de ir juntos a recorrer la flota ballenera fondeada, y elegir de mutuo acuerdo nuestra nave; en lugar de ello, digo, Yojo decretaba con severidad que la selección del barco había de recaer totalmente sobre mí, pues Yojo se proponía ayudarnos; y, con objeto de hacerlo, ya se había decidido por una nave, la cual yo, Ismael, si se me dejaba por mí mismo, infaliblemente descubriría, como si a todas luces hubiera ocurrido por azar; y en ese navío debía inmediatamente embarcarme, sin tener en cuenta a Queequeg por el momento.

      He olvidado mencionar que en muchos asuntos Queequeg depositaba gran confianza en la excelencia de juicio y sorprendente presciencia de Yojo; y que apreciaba a Yojo con considerable estima como dios de bastante buena índole, que en conjunto quizá tenía bastante buena intención, aunque en sus benevolentes designios no siempre tenía éxito.

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