Moby-Dick o la ballena. Herman Melville
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Al pasar la carretilla de mis manos a las suyas, me contó una graciosa historia sobre la primera carretilla que había visto en su vida. Ocurrió en Sag-harbor. Al parecer, los propietarios de su barco le habían prestado una en la que llevar su pesado baúl a la casa de huéspedes. Para no parecer ignorante con respecto al objeto –aunque en realidad lo era absolutamente en lo que respecta al modo acertado de manejar la carretilla–, Queequeg puso su baúl sobre ella; lo ató firmemente; y entonces se cargó al hombro la carretilla y avanzó por el muelle.
—Pero Queequeg –dije yo–, uno diría que tenías que haber estado más avispado. ¿No se rio la gente?
Ante lo cual me contó otra historia. Las gentes de su isla de Kokovoko, parece ser, en sus fiestas nupciales exprimen la fragante agua de los cocos nuevos en una gran calabaza seca, como si se tratara de una ponchera; y esta ponchera siempre constituye el gran ornamento central de la estera trenzada en la que se celebra la fiesta. Ahora bien, un cierto notorio barco mercante arribó una vez a Kokovoko, y su comandante... según todas las fuentes un muy señorial puntilloso caballero, al menos en lo que le cabe a un capitán de barco... este comandante fue invitado a la fiesta nupcial de la hermana de Queequeg, una bonita princesa joven que acababa de cumplir diez años. Bien; cuando todos los invitados a la boda estaban reunidos en la cabaña de bambú de la novia, este capitán entra, y al asignársele el puesto de honor, se le coloca junto a la ponchera, y entre el gran sacerdote y Su Majestad el rey, el padre de Queequeg. Dichas las bendiciones... pues estas gentes tienen bendiciones, lo mismo que nosotros... aunque Queequeg me dijo que, a diferencia de nosotros, que en esos momentos miramos hacia abajo, a nuestros platos, ellos, por el contrario, copiando a los patos, miran hacia arriba, al gran organizador de todas las fiestas... dichas las bendiciones, digo, el gran sacerdote inició el banquete con la inmemorial ceremonia de la isla; esto es, introducir sus consagrados y consagradores dedos en la ponchera antes de que circule la bebida bendecida. Viéndose el capitán situado junto al sacerdote, observando la ceremonia, y pensando que él... al ser capitán de barco... tenía evidente precedencia sobre un mero rey de isla, especialmente en la propia casa del rey... tranquilamente procedió a lavarse las manos en la ponchera; tomándola, supongo, por un aguamanil.
—Ahora –dijo Queequeg–, ¿qué piensas ahora? ¿No se rio nuestra gente?
Finalmente, el pasaje pagado, y a salvo el equipaje, a bordo de la goleta nos vimos. Izando velas, ésta se deslizó río Acushnet abajo. A un lado se alzaba New Bedford en terrazas de calles, sus árboles cubiertos de nieve, todo relucientes en el claro aire frío. Colinas y montañas enormes de toneles estaban apiladas sobre sus muelles y, unos al lado de otros, los barcos balleneros que recorren el mundo descansaban silenciosos, por fin fondeados a salvo; mientras, de otros aún llegaba un ruido de carpinteros y toneleros, con sonidos mezclados de fogatas y forjas para fundir la brea, todo ello indicando que había nuevos viajes en sus inicios; que una vez terminada una muy peligrosa y larga expedición, sólo comienza una segunda; y, concluida una segunda, sólo comienza una tercera, y así por siempre jamás. Tal es la interminabilidad, sí, la intolerabilidad, de todo terrenal esfuerzo.
Ganando aguas más abiertas, el viento moderado aumentó a fresco; el pequeño paquebote lanzó al aire la vivaz espuma desde su proa, lo mismo que un joven potro lanza sus resoplidos. ¡Cómo inhalé aquel aire tártaro!... ¡Cómo desdeñé aquella tierra sujeta a peaje!... Ese común camino, todo él mellado con las marcas de serviles talones y pezuñas; y me volteé a admirar la magnanimidad del mar, que no admite registros.
En la misma fuente de la espuma, Queequeg parecía beber y balancearse junto a mí. Sus sombreadas aletas nasales se expandían; mostraba sus afilados y puntiagudos dientes. Volamos y volamos; y al alcanzar nuestra salida a mar abierto, el paquebote hizo honor a la ventada: inclinó y sumergió su proa como el esclavo ante el sultán. Tumbándose lateralmente, lateralmente nos lanzamos: cada filástica tirante como un alambre, los dos grandes mástiles combándose como caña índica en terrestres tornados. Tan inmersos estábamos en esta mareante escena, mientras permanecíamos en el bauprés que se zambullía, que durante cierto tiempo no nos fijamos en las miradas de burla de los pasajeros, un grupo de palurda apariencia que se maravillaba de que dos semejantes pudieran portarse tan amigablemente; como si un hombre blanco fuera en cuestión de dignidad algo más que un negro blanqueado. Pero había allí algunos majaderos y paletos que, dado lo muy verdes que estaban, debían haber venido desde el corazón de todo verdor. Queequeg sorprendió a uno de estos jóvenes retoños haciéndole burla a sus espaldas. Creí que había llegado la hora del Juicio para el paleto. Soltando su arpón, el oscuro salvaje lo tomó en sus brazos y, con una destreza y fortaleza casi milagrosas, lo lanzó físicamente a lo alto en el aire. Golpeando entonces levemente su trasero en mitad de una vuelta de campana, el tipo aterrizó con restallantes pulmones sobre sus pies, mientras Queequeg, dándole la espalda, encendía su pipa tomahawk y me la pasaba para que echara una bocanada.
—¡Mi capitán! ¡Mi capitán! –gritó el paleto, corriendo hacia el oficial–. ¡Mi capitán, mi capitán, es el diablo!
—Oiga, usted, señor –gritó el capitán, un famélico hijo del mar, avanzando hacia Queequeg–, ¿qué truenos intenta con eso? ¿No se da cuenta de que podría haber matado a ese tipo?
—¿Qué decir él? –dijo Queequeg mientras se volvía suavemente hacia mí.
—Él decir –dije yo– que tú estar cerca de matar-i a ese hombre –señalando al todavía temblante pipiolo.
—¡Matar-i! –gritó Queequeg, contrayendo su rostro tatuado en una sobrenatural expresión de desdén–, ¡ah!, él mucho pequeño-i pez-i; Queequeg no matar-i pequeño-i pez-i; ¡Queequeg matar-i gran ballena!
—Mire usted –bramó el capitán–, yo mataré-i usted, usted, caníbal, si intenta hacer otra exhibición aquí a bordo; así que ándese con ojo.
Pero justo entonces sucedió que al capitán le llegó el momento de andarse con ojo propio. La enorme tensión sobre la vela mayor había roto la escota de barlovento, y la tremenda botavara estaba ahora volando de lado a lado, barriendo enteramente toda la parte posterior de la cubierta. El pobre tipo al que Queequeg había tratado con tanta rudeza fue arrojado por la borda, toda la tripulación estaba presa del pánico, e intentar agarrar la botavara para fijarla parecía una locura. Volaba de derecha a izquierda, y de nuevo de vuelta, casi en un tictac de reloj, y cada instante parecía estar a punto de troncharse en astillas. Nada se hacía y nada parecía poder hacerse; los que estaban en cubierta se desplazaron apresuradamente hacia proa, y se quedaron observando el botalón como si fuera la mandíbula inferior de una ballena exasperada. En medio de esta conmoción, Queequeg se dejó caer hábilmente de rodillas y, gateando bajo el recorrido de la botavara, se hizo con un cabo, aseguró un extremo a la amurada, y lanzando el otro como un lazo, lo pasó alrededor de la botavara cuando ésta pasaba sobre su cabeza, y en el siguiente tirón la percha quedó de esta forma sujeta, y todo quedó a salvo. La goleta se metió en viento, y mientras los tripulantes estaban preparando el bote de popa, Queequeg, desnudo de cintura para arriba, se lanzó desde