Moby-Dick o la ballena. Herman Melville
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Por lo que a mí se me alcanza, puede que en vuestros días vierais muchas naves notables… lugres de proa chata, gigantescos juncos japoneses, galeotas cuadradas, y demás; pero aceptad mi palabra, nunca visteis navío tan viejo y extraño como este mismo viejo y extraño Pequod. Era un barco de la vieja escuela, más bien pequeño, si acaso; con una apariencia de mueble de pata de garra pasado de moda. Largamente curado y teñido por las inclemencias de los tifones y las calmas de los cuatro océanos, la complexión de su viejo casco se había curtido lo mismo que la de un viejo granadero francés, que tanto ha combatido en Egipto como en Siberia. Su venerable proa parecía barbada. Sus mástiles... cortados en alguna parte de la costa del Japón, donde los originales se perdieron por la borda en una galerna... sus mástiles se erigían tiesos como las columnas vertebrales de los tres viejos reyes de Colonia. Sus vetustas cubiertas estaban desgastadas y alabeadas, como la losa de peregrinos venerada en la catedral de Canterbury, donde Becket vertió su sangre. Pero a todas estas remotas antigüedades suyas se añadían nuevos y maravillosos elementos vinculados a la feroz actividad a la que se había dedicado durante más de medio siglo. El viejo capitán Péleg, su primer oficial durante muchos años –antes de que comandara otra nave de su propiedad–, y ahora marino retirado y uno de los principales propietarios del Pequod... este viejo Péleg, durante el periodo en que había sido su primer oficial, había incrementado su original naturaleza grotesca, y lo había taraceado todo él con una excentricidad, tanto en la materia como en el artificio, por nada igualada, excepto, quizá, por el escudo o el cabecero tallado de Thorkill-Hake. Estaba aparejado como cualquier bárbaro emperador etíope, su cuello cargado de colgantes de marfil pulido. Era objeto de despojos de vencedor. Un navío caníbal, que se adornaba con los huesos de sus enemigos capturados. A todo su alrededor, sus abiertas amuradas sin panelar, como una quijada continua, estaban decoradas con los grandes dientes afilados del cachalote, allí insertados a modo de cabillas a las que sujetar sus viejos ligamentos y tendones de cáñamo. Esos ligamentos no corrían a través de motones de madera terrestre, sino que, expeditos, pasaban sobre roldanas de marino marfil. Desdeñando una rueda de torniquete en su venerado timón, mostraba allí una caña; y esa caña estaba tallada en una pieza de la larga y estrecha mandíbula inferior de su hereditario enemigo. El timonel que con esa caña gobernaba en una tempestad se sentía como el tártaro cuando retiene su feroz corcel haciendo presa en su quijada. ¡Un noble navío, pero en cierto modo uno de lo más melancólico! Todo lo noble está de eso tocado.
Ahora bien, cuando busqué por el alcázar a alguien que tuviera autoridad, con objeto de proponerme como candidato para la expedición, al principio no vi a nadie; pero no pude pasar por alto una especie de extraño cobertizo, o más bien tipi, erigido algo detrás del palo mayor. Parecía sólo una construcción temporal, utilizada en puerto. Su forma era cónica, de unos diez pies de alto; construida con las enormes largas placas de negro hueso mimbreño que se obtienen de la parte media y superior de las mandíbulas de la ballena franca. Plantadas en la cubierta sobre su extremo ancho, un círculo de estas placas se entrelazaban, mutuamente inclinadas unas sobre otras, y en el ápice se unían en un remate peludo, en el que las fibras capilares sueltas oscilaban de un lado a otro, como el penacho de la cabeza de algún viejo sachem pottowattamie2. Una abertura triangular daba hacia la proa del barco, de manera que el que estaba en el interior disfrutaba de una vista general hacia la parte anterior.
Y medio oculto en este extravagante habitáculo finalmente encontré a alguien que por su aspecto parecía tener autoridad; alguien que, al ser mediodía y estar interrumpidos los trabajos del barco, disfrutaba ahora del descanso de la carga del mando. Estaba sentado en una antigua silla de roble, toda ella ensortijada de curiosas tallas, y cuyo asiento estaba compuesto por un recio entrelazado del mismo material elástico del que estaba construida la cabaña india.
Nada había, quizá, que fuera muy particular en la apariencia del anciano que vi; era curtido y fornido, como la mayor parte de los marinos viejos, y se arropaba pesadamente en un capote azul de piloto cortado al estilo cuáquero; salvo que había una fina y casi microscópica red de las más menudas arrugas entrelazándose alrededor de los ojos, que debían de haber surgido de su continuo navegar en muchos temporales, y siempre mirando a barlovento... pues esto hace que se arruguen los músculos alrededor de los ojos. Esas arrugas de los ojos resultan muy eficaces al fruncir el ceño.
—¿Es éste el capitán del Pequod? –dije, avanzando hasta la puerta del cobertizo.
—Suponiendo que se tratara del capitán del Pequod, ¿qué es lo que vos demandáis de él? –preguntó.
—Estaba pensando embarcarme.
—Lo estabais, ¿lo estabais vos? Observo que no sois originario de Nantucket... ¿Habéis estado alguna vez en una lancha desfondada?
—No, señor, nunca.
—No sabéis nada en absoluto sobre la pesca de la ballena, oso decir... ¿eh?
—Nada, señor; aunque no albergo duda alguna de que aprenderé pronto. He hecho varios viajes en el servicio mercante, y creo que...
—Al diablo el servicio mercante. No mencionéis esa jerigonza. ¿Veis esa pierna?... Si alguna vez volvéis a hablarme del servicio mercante tendré que sacar esa pierna de vuestra popa. ¡Servicio mercante, decís! Supongo, además, que os sentís considerablemente orgulloso de haber servido en esos barcos mercantes. Pero, ¡palmas de ballena! Muchacho, ¿qué os hace desear ir en un ballenero, eh?... Parece un poco sospechoso, ¿eh?... ¿No habréis sido pirata?, ¿o sí lo fuisteis?... ¿No robaríais a vuestro último capitán?, ¿o sí lo hicisteis?... ¿No estaréis pensando en asesinar a los oficiales una vez os halléis en la mar?
Defendí mi inocencia en estas cuestiones. Observé que bajo la máscara de estas insinuaciones medio burlescas este viejo marino, como aislado cuáquero de Nantucket, estaba cargado de sus prejuicios insulares, y tendía a desconfiar de todos los extraños, a no ser que procedieran de cabo Cod o del Vineyard.
—Mas ¿qué os hace ir a la pesca de la ballena? Eso es lo que deseo saber antes de pensar en embarcaros.
—Bueno, señor, quiero saber qué es la pesca de la ballena. Quiero ver el mundo.
—Queréis saber qué es la pesca de la ballena, ¿eh? ¿Habéis echado un ojo al capitán Ajab?
—¿Quién es el capitán Ajab, señor?
—Sí, sí, eso me pareció. El capitán Ajab es el capitán de este barco.
—Estoy equivocado, entonces. Creí estar hablando con el capitán en persona.
—Estáis hablando con el capitán Péleg... con ése es con quien estáis hablando, joven. Nos corresponde a mí y al capitán Bildad cuidar de que el Pequod esté equipado para el viaje, y pertrechado de todas sus necesidades, incluyendo tripulación. Somos copropietarios y agentes. Mas, como iba a decir, si deseáis