Moby-Dick o la ballena. Herman Melville

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Moby-Dick o la ballena - Herman Melville Básica de Bolsillo

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mí al levantarme por la mañana, esta indiferencia suya me pareció muy extraña. Pero los salvajes son seres extraños; a veces no sabes exactamente cómo tomártelos. Inicialmente resultan intimidantes; la simplicidad de su calmosa se­gu­ridad en sí mismos parece sabiduría socrática. También había percibido que Queequeg nunca confraternizaba en modo alguno, o apenas muy poco, con los otros marinos de la posada. No se acercaba a nadie en absoluto; no aparentaba deseo alguno de agrandar el círculo de sus conocidos. Todo esto me chocaba poderosa y singularmente; sin embargo, pensándolo de nuevo, en aquello había algo casi sublime. Aquí estaba un hombre a unas veinte mil millas de su hogar, entiéndase por la ruta del cabo de Hornos –que era la única ruta por la que podía llegar allí–, arrojado entre personas tan extrañas para él como si estuviera en el planeta Júpiter; y, sin embargo, parecía enteramente a sus anchas, preservando la mayor serenidad, contento con su propia compañía, siempre ecuánime consigo mismo. Ciertamente era éste un toque de exquisita filosofía; por más que, sin duda alguna, él nunca habría escuchado que existiera algo semejante. Pero, quizá, para ser verdaderos filósofos, nosotros mortales no deberíamos ser conscientes de vivir o afanarnos como tales. Tan pronto como oigo que tal o cual hombre se toma por filósofo, concluyo que, como la anciana dispéptica, debe haberse «roto su digeridor»1.

      Mientras permanecía sentado en aquella estancia entonces solitaria, el fuego ardiendo tenue, en esa afable etapa en la que, una vez que su inicial intensidad ha caldeado el aire, ya no refulge sino para ser observado; las sombras y los fantasmas de la noche reuniéndose alrededor de las ventanas, y observándonos a nosotros dos, silenciosos y solitarios; la tormenta tronando afuera en solemnes crescendos, comencé a ser susceptible a extrañas sensaciones. Sentí algo fundirse en mí. Mi corazón astillado y mi encolerizada mano no estaban ya vueltos contra el lobuno mundo. Este tranquilizador salvaje los había redimido. Ahí estaba sentado, su propia indiferencia revelaba una naturaleza en la que no acechaban civilizadas hipocresías y desabridos engaños. Salvaje era, una visión de visiones que ver; y, sin embargo, empecé a sentirme misteriosamente atraído hacia él. Y aquellas mismas cosas que hubieran repelido a muchos otros, eran los propios imanes que de ese modo me atraían. Probaré a tener un amigo pagano, pensé, ya que la bondad cristiana no ha resultado ser sino hueca cortesía. Acerqué mi banco a él, e hice algunos gestos e insinuaciones amistosos, a la vez que me esforzaba cuanto mejor podía en hablarle. Al principio apenas reparó en estas aproximaciones; pero al poco, al referirme a su hospitalidad de la noche pasada, concedió en preguntarme si íbamos a ser de nuevo compañeros de cama. Le dije que sí; ante lo cual creo que pareció complacido, quizá un poco halagado.

      Entonces dedicamos nuestra atención juntos al libro, y yo logré explicarle el propósito de la impresión, y el significado de las pocas imágenes que había en él. De esta manera pronto capté su interés; y de ahí pasamos a charlar lo mejor que pudimos sobre las diferentes vistas que pueden observarse en esta famosa ciudad. En seguida propuse yo fumar una pipa en sociedad; y él, sacando su tabaquera y su tomahawk, serenamente me ofreció una bocanada. Y entonces nos sentamos, intercambiando bocanadas de esa extraña pipa suya, y pasándola puntualmente entre nosotros.

      Si en el pecho del pagano todavía acechaba algo del hielo de la indiferencia hacia mí, esta agradable y afectuosa pipa que nos fumamos pronto lo derritió, y nos hizo compadres. Él pareció aceptarme con la misma naturalidad y espontaneidad que yo a él; y cuando terminamos de fumar apretó su frente contra la mía, me agarró alrededor de la cintura, y dijo que a partir de entonces estábamos casados; queriendo decir, a la manera de su país, que éramos amigos del alma: gustosamente moriría por mí si era necesario. En alguien del país, esta repentina llama de amistad hubiera parecido excesivamente prematura, algo de lo que desconfiar en alto grado; pero en este simple salvaje esas antiguas reglas no se aplicaban.

      Tras la cena, y otra charla y otra pipa en sociedad, fuimos juntos a nuestra habitación. Me obsequió su cabeza embalsamada; sacó su enorme bolsa de tabaco y, hurgando bajo el tabaco, sacó unos treinta dólares de plata; los extendió entonces sobre la mesa, y dividiéndolos mecánicamente en dos porciones iguales, empujó una de ellas hacia mí, y dijo que era mía. Yo iba a protestar; pero él me silenció echándolos en los bolsillos de mi pantalón. Dejé que allí quedaran. Entonces él procedió a sus oraciones vespertinas, sacó su ídolo y quitó la pantalla de papel de la chimenea. De ciertos gestos e indicaciones deduje que parecía deseoso de que yo me uniera; mas sabiendo bien lo que seguía a continuación, deliberé durante un momento si, caso que me invitara, debía aceptar o no.

      Yo era un buen cristiano; nacido y criado en el seno de la infalible Iglesia presbiteriana. ¿Cómo podía, entonces, unirme a este salvaje idólatra en la adoración de su pedazo de madera? Aunque ¿qué es el culto?, pensé yo. ¿Acaso supones, Ismael, que el Dios magnánimo del Cielo y la tierra –incluyendo a los paganos también– puede en realidad estar celoso de un insignificante pedazo de madera negra? ¡Imposible! Pero ¿qué es el culto?... Hacer la voluntad de Dios... Eso es el culto. ¿Y cuál es la voluntad de Dios?... Hacer por mi hermano lo que quisiera que mi hermano hiciera por mí... Ésa es la voluntad de Dios. Ahora bien, Queequeg es mi hermano. ¿Y qué es lo que este Queequeg haría para mí? Pues unirse a mí en mi particular forma de culto presbiteriano. Consecuentemente, debo unirme a él en el suyo; luego debo volverme idólatra. Así que prendí las virutas; ayudé a erguir el inocente pequeño ídolo; le ofrecí bizcocho quemado junto a Queequeg; salamaneé ante él dos o tres veces; le besé la nariz; hecho lo cual, nos desvestimos y nos fuimos a la cama, en paz con nuestras conciencias y con el mundo entero. Pero no nos dormimos sin charlar un poco.

      No sé por qué es así; pero no hay lugar como una cama para revelaciones confidenciales entre amigos. El esposo y la esposa, dicen, allí abren el más profundo fondo de sus almas el uno al otro; y algunas viejas parejas a menudo están tumbadas y charlan sobre los viejos tiempos casi hasta la mañana. Así, entonces, en la luna de miel de nuestros corazones, estuvimos tumbados Queequeg y yo... Una pareja íntima y cariñosa.

      Capítulo 11

      Camisón

      Habíamos estado de esta manera tumbados en la cama, charlando y dormitando a cortos intervalos, y Queequeg de vez en cuando echando afectivamente sus tostadas piernas tatuadas sobre las mías, y retirándolas entonces de nuevo; así de enteramente sociables y cómodos estábamos; cuando finalmente, a causa de nuestras charlas, la poca somnolencia que quedaba en nosotros desapareció completamente, y nos entraron ganas de levantarnos de nuevo, aunque el despuntar del día todavía estaba algo lejos en el futuro.

      Sí, llegamos a sentirnos muy despiertos; tanto que nuestra postura yacente empezó a resultar agotadora, y poco a poco nos encontramos sentados; la ropa bien recogida a nuestro alrededor, apoyados contra el cabecero, con nuestras cuatro rodillas recogidas juntas, y nuestras dos narices inclinadas sobre ellas, como si nuestras rótulas fueran calientacamas. Nos sentíamos muy bien, muy a gusto, más aún al hacer tanto frío en el exterior de la casa; también, de hecho, en el exterior de la ropa de cama, dado que no había fuego en la habitación. Más aún, digo, porque para disfrutar en verdad del calor corporal alguna pequeña parte tuya debe estar fría, pues no hay cualidad en este mundo que no sea lo que es sino por contraste. Nada existe en sí mismo. Si te persuades a ti mismo de que estás enteramente cómodo, y lo has estado durante mucho tiempo, entonces no se puede decir que sigas estando cómodo. Pero si, como Queequeg y yo en la cama, la punta de tu nariz, o tu coronilla, está ligeramente fría, bueno, entonces, efectivamente, en la conciencia integral te sientes de lo más deliciosa e inequívocamente

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