Escritos sobre feminismo, ateísmo y pesimismo. Helene von Druskowitz
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En otro de los documentos estudiados por Gudrun aparece una hojita escrita a máquina en la que faltan algunas letras (lo que muestra que, al escribirla, Druskowitz no tuvo en cuenta el espacio de papel del que disponía). Dice así:
Aclaración: la que suscribe afirma que en la obra «Pessimisti Kardinalsätze» [sic] ha prestado a todos sus pensamientos filosóficos una precisión y expresión concluyentes, y promete solemnemente no hacer ningún esfuerzo más para imprimir algún nuevo escrito por su cuenta y riesgo. Dr. Helene Druskowitz. Mauer-Oehling b. Amstetten N. Oe. 21/10/1905.33
¿A quién se dirigía esta aclaración y qué función tenía? La hoja está corregida a mano, pero no firmada. Lo que sí parece evidente, según Gudrun, es que esta «Aclaración» nos confirma que este pequeño opúsculo resume lo que Helene von Druskowitz consideraba su última palabra en filosofía.
Vamos a introducirnos brevemente en el contenido del librito. Ester Saletta piensa que sería erróneo considerar las Proposiciones cardinales del pesimismo únicamente como una expresión de un odio visceral hacia los hombres; en realidad, serían más bien un intento de abrirle al varón los ojos de una forma concreta sobre la situación de semiesclavitud en la que se encontraba la mujer en su época. Druskowitz estaba convencida de que no solo la mujer debía de ser reeducada, sino también el hombre, pues el mundo ha comenzado a ser otro desde que la mujer comenzó a emanciparse34. Las mujeres deben conocer mejor a los hombres y aprender a protegerse de ellos, y los hombres deben controlar su naturaleza, es decir, ambos sexos deben estar abiertos a una modernización que le dé a la mujer más valor y autonomía como individuo y al hombre menos poder y autoridad.
Igual que Nietzsche, pero en términos bien distintos, y con miras sociales de mucho mayor alcance, Helene von Druskowitz somete a juicio la cultura occidental en su versión final, alcanzada en el siglo XIX, con el triunfo de la burguesía. Y la medida del juicio la encuentra en la comparación entre la situación masculina y femenina que la lleva a condenar el curso entero seguido por nuestra civilización35, la cual ha estado guiada exclusivamente por los varones y los (contra)valores que ellos representan.
El opúsculo se abre con un motto en el que aparece la imagen de un anciano que evoca la sabiduría de la edad y que ha recibido la impronta de la «experiencia vital», por lo que puede dar un testimonio verdadero del mundo; se trata de alguien que tiene tras de sí la lucha por la vida, por el reconocimiento, por el amor, por el dinero, y que, al encontrarse al margen de dicha competencia vital, puede lanzar una mirada carente de prejuicios hacia la vida e informar sin tapujos de su verdadera realidad. El pensamiento del anciano representa el verdadero conocimiento, que se alza por encima de la ciencia y de la filosofía. Es alguien que reconoce la inmutabilidad de las leyes de la naturaleza y el poder supremo de la misma; y también que el ser humano se encuentra sometido a tal poder: ha aceptado, en suma, el proceso natural y hace lo posible por amoldarse a él.
Luego aparece un segundo motto en el que se recomienda leer esta obra como el que admira el valle de Chamonix o el glaciar del Ródano. Como vemos, también se hace referencia en él a la naturaleza, frente a la cual el ser humano se siente pequeño y perecedero. Evoca el paradigma de una naturaleza potente, estética, eterna y verdadera, frente a la cual la cultura es un simple producto humano. Ella es lo que no cambia, lo inequívoco, algo dado, sobre lo cual no cabe duda alguna. Ningún acto intelectual del hombre puede superarla. Se da a entender, por tanto, que el texto debe ser interpretado como naturaleza y debe ser apreciado y admirado como ella: ambos permiten experimentar la verdad y belleza eternas. Es notoria aquí la influencia de Shelley y de su poema Mont Blanc (1816), en el que la grandiosidad de las montañas evoca al poeta británico, con acento melancólico, la muerte y el vacío:
Todavía relumbra Mont Blanc en la distancia,
afirmando en la tierra su imperial fortaleza
y majestad: luz múltiple, múltiple resonancia;
y mucha muerte y vida dentro de su belleza.
En la penumbra quieta de las noches sin luna,
o en el fulgor absorto del día, cae la nieve
sobre la excelsa cumbre: su soledad ninguna
presencia humana rompe, ni su silencio leve. […]
Te anima ¡oh cumbre sola!, la Fuerza, la escondida
fuerza del universo, que el alma humana llena,
y que a su ley eterna mantiene sometida
la anchura de los cielos que en el silencio suena.
Mas ¿dónde tu ribera, tu porvenir en dónde;
y en el mar y las rocas y las altas estrellas,
si tras el sueño humano la soledad no esconde
más que un rumor vacío y un desierto sin huellas?36
Adentrándonos ya en las páginas del ensayo, hay que decir que el acerbo pesimismo del que hace gala Druskowitz a lo largo de él no es nuevo en el ámbito femenino, pues la corriente pesimista contó con mujeres destacadas, como Agnes Taubert (1844-1877), Alma Lorenz (1854-1931) —ambas sucesivas esposas de Eduard von Hartmann— y Olga Plümacher (1839-1895); lo interesante es que en el escrito de Druskowitz los postulados pesimistas están unidos a una metafísica feminista original que no aparece en los escritos de las otras adalides del movimiento.
En este escrito, como ha señalado A. Gudrun, Druskowitz primero desarrolla la lógica metafísica de su argumentación, tratando de encontrar una vía intermedia entre el teísmo y el materialismo, en el marco de una metafísica dualista de corte neoplatónico, e incluso gnóstico-teosófico, con acentos budistas o taoístas37. Plantea la existencia de una «esfera superior» originaria, de tipo espiritual, de la que apenas podemos formarnos noción alguna, porque para hacernos cualquier concepto sobre la misma tenemos que remitirnos a una vía especulativa que recuerda, por su brumosa descripción, a la de la unidad originaria divina que hace Philipp Mainländer en la Filosofía de la redención (1876)38; en cualquier caso, dicha «esfera superior» supone un ideal de perfección al que tiende el ser humano, aunque le resulte inalcanzable, y no puede identificarse en absoluto con el Dios del teísmo, que solo ha ofrecido una representación antropocéntrica y masculina de la deidad.
Siguiendo a Feuerbach, Druskowitz considera que, efectivamente, el secreto de la teología está en la antropología, pero en la antropología masculina: es el hombre quien ha creado un Dios violento y airado, hecho a su imagen y semejanza, por lo que la imagen de la divinidad (al menos en su versión en las religiones monoteístas) se basa en una mentira indigna: Dios, tal como ha venido siendo concebido, no es más que un malvado perillán que merecería millones de veces ser sometido al infierno y al tormento al que tiene condenados a sus súbditos. Pero Druskowitz también rechaza la posibilidad de interpretar la realidad de forma materialista o cientificista, porque esta interpretación se basa, a su entender, en una apreciación optimista de la materia y la sociedad que carecen de justificación, ya que ambas realidades, material y social, son pésimas, especialmente para las mujeres.
La esfera superior es, al mismo tiempo, el motor del desarrollo y el fundamento del conocimiento de la miseria del mundo39, porque materia y sociedad solo pueden apreciarse en su sombrío valor desde el punto de vista de un pesimismo cultural: la perfección absoluta le corresponde únicamente a la «esfera superior», mientras que, en el ámbito de la naturaleza material, de