El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera
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—Mira, Eugenia, otro paquete de tu tío Adolfo —me dijo mi padre recogiendo el correo de la mañana, justo antes de partir a su jornada laboral. Contempló el fardo con cierta pesadumbre mientras yo lo hacía con la mayor de las ilusiones—. Un día de estos voy a tener una buena charla con mi hermano por llenarte la cabeza de tonterías.
Gustavo Cobalto llamaba «tonterías» a los libros.
Y no era una impresión exclusivamente suya.
En general, leer se consideraba un hábito demasiado extravagante y culto para alguien de nuestra clase social. Principalmente porque no podíamos, ni debíamos, permitirnos perder un tiempo que había que emplear en trabajar. O eso creían los ricos.
Sin embargo, hasta mi padre terminó esbozando una sonrisa que devolví al instante mientras me tendía el envuelto tomo.
Gustavo trabajaba más que vivía y Adolfo vivía más que trabajaba. No porque trabajara menos, sino porque le apasionaba su cometido. ¿A quién no cuando tu deber es viajar? Se dedicaba a comerciar en el extranjero y ello le permitía ser realmente dichoso, lo que contrastaba notablemente con la resignación obrera de mi padre.
No obstante, incluso siendo tan distintos, los dos hermanos siempre me consintieron ser una acérrima apasionada de los libros. Mi tío, porque compartía mi amor por las lecturas, y mi padre, por su incondicional amor hacia mí. O quizás porque él también disfrutaba de las tonterías, aunque en su caso se tratase de introducir pequeños barcos en botellas de cristal que él mismo tallaba desde el principio. Una afición tan minuciosa como entrañable. Ambos hermanos amaban el mar y los barcos a su respectiva manera. Por lo que, en el fondo, siempre supuse que mi padre comprendía que todos necesitábamos alguna tontería que no sirviera de nada a nivel colectivo, pero lo significase todo a nivel personal.
Sea como fuere, mi adorado padre contemplaba satisfecho cómo desenvolvía impaciente el maltrecho papel de embalaje. Esbocé una expresión maravillada cuando leí la portada de la publicación:
—No puedo creer que lo haya encontrado.
Mi padre se asomó a verlo y terminó arqueando una ceja.
—¿Frankenstein? —leyó extrañado—. Cielos, niña, tu tío debe de estar empezando a perder la escasa cordura que le quedaba.
—Para nada —repuse plena de felicidad, apretándolo contra mi pecho—. Llevamos detrás de este libro varios años. Por lo visto fue publicado en 1818 y reescrito en 1831, tal es esta edición. Pero lo mismo es, querido padre. Dicen que se constituye como una de las obras más anómalas de los últimos tiempos. Con un atrevido científico y el monstruoso producto de su ambición —me carcajeé girando sobre mí misma—. ¡No puedo esperar a leerlo!
Dado mi entusiasmo, Gustavo terminó sacudiendo la cabeza y apoyó su curtida mano sobre mi hombro:
—Sabes que te quiero con todo el corazón, Eugenia. Sin embargo, no ocultaré que a tu edad preferiría que centrases tu interés en encontrar un buen hombre. —Puesto que le dediqué una profunda mirada de reproche, el anciano terminó echándose a reír y se enfundó su boina para acudir a donde le aguardaban sus obligaciones—. Aunque también es cierto que, si no fuera por tus tonterías, no serías el principal foco del interés de doña Amalia.
Yo sonreí.
Hasta mi padre debía reconocer que leer tenía ciertas ventajas en lo social. Curiosamente, en lo social más alto.
Amalia Heredia Livermore era la hija predilecta de don Manuel Agustín Heredia, uno de los empresarios más adelantados de España, lo que le había dotado de gran fortuna. Se alzaba como el dueño de un montón de propiedades y fábricas en nuestra hermosa ciudad de Málaga, entre ellas la fábrica de La Constancia, donde trabajaba mi padre. De ahí que hubiéramos tenido la oportunidad de tratarlo personalmente y conocer la bondad de su corazón, escondida tras su fuerte personalidad y afamado carácter.
Pero si don Manuel Agustín era un hombre increíble, nada de lo que pudiera decir sobre él se pondría a la altura de su hija Amalia.
La joven era la décima de los doce hijos que había engendrado don Manuel Agustín de su matrimonio con doña Isabel Livermore Salas, sin embargo, ella siempre supo destacar de entre todos sus hermanos por una naturaleza tan intensa como la de su padre. Amalia disponía de una visión del mundo mucho más allá de los eventos sociales y de las apariencias. Era una dama y, como tal, se aplicaba en el presente, pero su cultura y privilegiada inteligencia le hacían tener un ojo en el pasado y otro en el futuro, por lo que se declaraba amante de la arqueología y de la buena literatura.
Cuando la joven Heredia descubrió que, además de la edad, compartíamos la pasión por los libros, no le importó lo más mínimo nuestras diferencias sociales y me invitó a sus tertulias y reuniones, en las que me exigía compartir todas y cada una de mis opiniones a viva voz y siempre con amplia sinceridad. Yo, que la admiraba y apreciaba tanto su estima, era incapaz de no concederle lo que me pedía, y, aunque muchos de sus invitados se escandalizaban con las reflexiones que salían por mis labios, Amalia se mostraba orgullosa de tenerme entre sus amistades, como si fuera una pieza muy extraña y valiosa cuyo descubrimiento se adjudicaba.
No obstante, cuando don Manuel Agustín falleció dos años atrás, comprobé que Amalia buscaba mi hombro como paño de lágrimas con mucha más desesperación que incluso en sus propios hermanos, y comprendí que realmente veía en mí a una buena amiga.
Algo que yo correspondía de todo corazón.
Por lo que tenía muy claro que aquella misma tarde, cuando fuera a su casa para la merienda, le enseñaría la nueva adquisición que me había provisto mi tío Adolfo.
Aunque su reacción no fue exactamente la que me esperaba.
—¿Frankenstein o el moderno Prometeo? —leyó con los ojos achicados un tanto decepcionada, mientras se llevaba una taza de té a los labios—. He escuchado algo al respecto. ¿No es acaso una novela de fantasía?
—Mejor —repuse dejando mi taza en la preciosa mesita de mármol—. Es ficción científica.
Aquel salón era tan grande como toda mi casa, y desde luego había muchos más libros, distribuidos por varias estanterías de roble de exquisitos labrados, junto a las cuales descansaba un precioso piano de cola.
Mi expresión extasiada continuó sin sorprender a Amalia.
Carraspeó, dejó su taza de té a un lado y me cogió las manos:
—Nía, querida, sabes que te adoro…
—Si tu intención es expresarme lo mismo que mi amado padre sobre que desvíe mis atenciones hacia un hipotético amorío, te aseguro que mi afecto por ti no será suficiente para evitar mi disgusto, Amalia.
Eso la llevó a liberarse en carcajadas. Pese a su considerable temperamento, Amalia tenía una risa agradable y muy honesta.
—Cielos, por supuesto que no. Pero casi —rectificó de forma pícara mientras me mostraba tres libros nuevos que nunca había visto—. Donde se encuentre el romance, que se aparte toda fantasía.
—El romance es la mayor fantasía de todas, Amalia —expresé con cierta chanza.
Lo que provocó que ella sonriera de nuevo y negase con la cabeza: