El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

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nosotras también nos gustaría, doña Amalia —se contuvo la risa Mirta.

      —Estábamos hablando tan tranquilas y resbaló —mintió Narcisa con malicia—, quizás no está acostumbrada a llevar un traje tan… opulento.

      Tanto Amalia como Jorge les dedicaron una expresión de desprecio a las dos gemelas y se limitaron a conducirme al interior de la residencia lo más raudo posible, ante la mirada atenta y escandalizada de todos los demás invitados.

      Me horroricé de mi aspecto cuando pasé por delante del espejo de la entrada. No solo estaba empapada, sino que mi peinado se había desmoronado y tenía el pelo pegado por todo el rostro.

      Se me contrajo el gesto y Amalia me acarició para que la contemplase.

      —Una dama de tu intelecto no debe sufrir por estos percances, Nía. Ellas sí que llorarían durante semanas, pues no tienen más en el mundo que la estima que pretenden ganar en vano de los demás.

      —Espero que disponga de otro atuendo para ponerse, señorita Cobalto —enunció Jorge preocupado, mientras ascendíamos por las escaleras.

      —Le prestaré uno de los míos —respondió Amalia por mí. Ya que yo no disponía de muchos ánimos por la vergüenza que estaba pasando—. Lo importante es secarla cuanto antes o pillará un resfriado.

      —Siento mucho las molestias que os estoy causando —susurré agobiada.

      Ellos negaron al unísono, hasta tal punto que me hicieron sonreír.

      —Las molestas son esas dos desgraciadas —opinó Amalia de mala gana.

      Y sonó tan contundente que Jorge Loring se perturbó:

      —Doña Amalia, ese vocabulario no es adecuado para una dama de su nivel.

      —Menos aún lo son mis invitadas si se dedican a perseguir la vergüenza pública para mi más preciada amiga —repuso altiva—, ¿qué clase de dama sería entonces si no expresase mi desagrado ante tal maldad de corazón, Jorge?

      El joven Loring quedó perplejo ante la parrafada de la Heredia, y se mantuvieron la mirada con intensidad, hasta que él terminó asintiendo:

      —Tiene usted razón.

      —Por supuesto que la tengo —repuso ella satisfecha y, al llegar a la puerta de su habitación, me metió dentro y a él le indicó el camino de vuelta con el mentón—. A partir de aquí me haré cargo yo, si es de su cortesía consentir.

      Él se mostró contrariado, pero lo vio perfectamente razonable:

      —Es menester.

      —Muchas gracias por su ayuda, mi estimado señor —le indiqué yo.

      Él se limitó a inclinarse a modo de despedida, no sin sacudir la cabeza por la severidad de la joven Heredia.

      Casi no pude aguantar a que se perdiera por las escaleras para reírme.

      —Sabes que te has referido a él por «Jorge», ¿verdad?

      Amalia puso los ojos en blanco y me empujó para adentro de la estancia:

      —No empieces.

      Mi amiga me ayudó a desanudarme el corpiño y me facilitó algunas toallas mientras me buscaba otro vestido en el armario. A la par que no dejaba de despotricar contra las hermanas Belmonte y sus dudosos métodos para mantener la amistad con su querida cuñada.

      —No sé por qué Trini las sigue invitando. Bueno, sí que lo sé: ¡Porque es una santa! Si fuera por mí, te aseguro que me ocuparía de que no volvieran a pisar jamás la zona norte de la Alameda.

      Yo, todavía con el camisón y el corpiño interior empapado, me reí y traté de desviar su atención de aquellas desagradables personas:

      —Hablando de invitados, ¿tú no deberías volver y atender a los doscientos que te esperan abajo?

      —Pero ¿cómo voy a dejarte aquí así, Nía? —se escandalizó.

      Yo ladeé la cabeza:

      —Sé secarme y cambiarme sola, Amalia. Hazme caso, ve abajo que enseguida acudiré yo.

      Ella me escudriñó son su mirada de azabache. Sonrió con cariño y me acarició el rostro.

      —Estás bien, ¿no, Nía?

      Yo suspiré y asentí:

      —Estoy perfectamente.

      Amalia me dio un cálido beso en la frente y me meció el mojado cabello:

      —Qué largo lo tienes.

      —Sí, demasiado —opiné contemplándome en el espejo—. ¿No crees que es absurdo que las mujeres llevemos el cabello de tal longitud para luego recogérnoslo?

      —Porque es como una dama luce mejor la elegancia de su cuello.

      —A eso me refiero. ¿Si el propósito es que la melena quede en alto, no sería mejor segarla?

      —¿Llevar el pelo corto, dices? —se carcajeó Amalia—. Qué ocurrencias tienes, Nía. —Luego tomó la puerta y me dejó sola para terminar de cambiarme—. No tardes, ¿de acuerdo? Me han comunicado que nuestro invitado está al caer.

      Permanecí un largo instante contemplando la blanca puerta por donde se había marchado mi amiga.

      Resoplé alzando el nuevo vestido azul que esta me había prestado.

      Lo del cabello no era la única extraña reflexión que se me pasaba por la cabeza. Si bien disfrutaba de la belleza de los vestidos, tampoco entendía por qué debían ser tan recargados y engorrosos. Tal y como estaba en aquellos momentos, con el camisón, las enaguas y el corpiño, todo en blanco, me daba la sensación de que aquellas prendas eran más que suficientes para cubrir las vergüenzas y proteger del frío. Estábamos todavía en primavera y los trajes se podían aguantar, pero, en verano, el calor de Málaga te hacía sentir poco menos que desfallecer cuando lucías toda cubierta como exigían las normas sociales.

      Y había que obedecer lo estipulado.

      Eso me fastidiaba.

      Igual que con la compostura. O que con mi amor por la literatura y el escribir, hasta tal punto de anhelar vivir de ello antes que condenarme a un casamiento o a la cría de los hijos, como todas las mujeres.

      ¿Por qué no podía vestir como quisiera?

      ¿Por qué no podía hacer lo que quisiera?

      ¿Por qué no podía ser como quisiera?

      A veces sentía que no pertenecía a la época en la que había nacido. Como si estuviera adelantada a mi tiempo.

      Por cavilar en mis pensamientos, sin embargo, no me di cuenta de que la puerta de la habitación que daba a la otra estancia se había abierto y que alguien había emergido por ella.

      Me

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