El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

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tenía nada de malo acudir a casa de Jorge Loring. De hecho, era la persona que más apreciaba después de Amalia. Una de mis mayores aspiraciones era que mi amiga dejase su orgullo de lado y cediera en demostrarle su amor, convencida como estaba de que no solo podía ser correspondido, sino más estimado que por ningún otro hombre. Y eso que a la joven Heredia no le faltaban admiradores. Un hecho del que no solo yo era consciente, pues ya había deparado en que el joven Loring solía intervenir cada vez que algún caballero mostraba algo de interés hacia ella. Como cuando Ambrose Dennet se presentó.

      Fue solo recordarle y esbocé una mueca de disgusto.

      Aunque precisamente por haber suscitado en Jorge algún tipo de competencia, podía garantizar la ausencia de aquel horrible sujeto al privado evento.

      Y únicamente por eso, decidí animarme a acompañarla.

      Sin embargo, cuando crucé el umbral del increíble salón de los Loring, mis peores pesadillas se cumplieron. El aura del señor Dennet embriagaba cualquier estancia con su perfume de carisma y de insufrible arrogancia, al tiempo que este se veía rodeado por continuas atenciones de todo tipo. Su considerable altura lo hacía sobresalir lo suficiente de entre las demás presencias como para apreciar su perfecta sonrisa relamida.

      Quise dirigirme hacia el lado opuesto de la sala, pero enseguida Amalia tiró de mí:

      —Oh, mira, Nía, si está ahí don Ambrose.

      Suspiré resignada, aceptando mi rendición.

      Por supuesto no fuimos las únicas jóvenes invitadas a tomar la merienda en el número 49 de la Alameda. También estaban presentes muchos de los vecinos de la familia Loring, entre ellos las mezquinas gemelas Belmonte, quienes me dedicaron una sonrisa cargada de malicia y superioridad. Supuse que su existencia colindante en aquel barrio era lo que justificaba su presencia allí, igual que la del señor Dennet, dado lo convencida que me supuse de aquella territorialidad que había demostrado Jorge en la Hacienda de San José.

      Aunque todas mis conjeturas se vinieron abajo cuando contemplé que el joven Loring lucía riéndose a carcajadas con él, igual que otros muchos caballeros y damas.

      Exacto. Había conseguido reunir a mujeres y a hombres en una misma conversación.

      —Tengo la firme teoría de que hasta el más correcto de los caballeros debe estar siempre preparado para lo que se le pueda avecinar —añadió Dennet volviendo a hacer reír a su público.

      —Desde luego, mi estimado amigo —le palmeó Jorge Loring la espalda.

      Y yo no pude más que expresar mi perplejidad ante semejante manifestación de camaradería.

      —Causa usted furor allí donde va, don Ambrose —expresó Amalia dedicándole una enorme sonrisa.

      Tuve que darle la razón.

      ¿Cómo podía alguien con su personalidad caerle bien a todo el mundo?

      Incluso a un señor en el que había despertado recelos el día anterior. Quizás intimaron con la excusa de que ambos tenían orígenes americanos.

      Tratándose de Dennet, las posibilidades resultaban infinitas.

      Bien era cierto que su presencia dejaba extasiado a cualquiera, y no solo por su atractivo. Su porte era tan incuestionable como único. Aquella tarde lucía un traje carmín oscuro pero intenso, con bordados negros, a juego con su chaleco y sus característicos guantes. Remaches y corbata dorados, aunque no menos que sus ojos.

      En cuanto nos vieron, ambos jóvenes caballeros se inclinaron ante nosotras a modo de bienvenida y el resto de los presentes se dispersó al dar por concluida la conversación.

      La Heredia y el Loring intercambiaron una mirada muy profunda.

      —Qué bien que haya venido, doña Amalia —le dijo Jorge con una amable sonrisa—, pensé que quizás tendría asuntos más importantes que atender, tal y como me expresó cuando la invité a usted y a su buena amiga.

      Amalia se mostró algo contenida y eso me hizo sonreír.

      —Ya que me lo pidió con tanto interés, no me quedaba más remedio que asistir —argumentó ella manteniendo su postura altiva.

      Aquello provocó las risas de Jorge:

      —No estaría aquí si el interés no fuera mutuo, ¿no cree?

      Pude apreciar cómo las mejillas de la Heredia se iban encendiendo, así que no me extrañó que me utilizara para cambiar de tema:

      —Ya sabe que mi amiga y yo disfrutamos mucho de estos eventos. Más si asisten caballeros como don Ambrose. —Aquella focalización hacia Dennet disgustó bastante a Jorge Loring, incluso habiéndose ganado su amistad con tan prematura viveza—. Qué agradable sorpresa encontrarle aquí, ¿a que sí?

      Lo preguntó para que yo respondiera, pero me limité a contemplar sus ojos amarillos con el mayor de los disgustos. Gesto que pareció hacerle a él mucha gracia:

      —Me alegra verla de nuevo, señorita Cobalto. Hoy luce muy distinta de ayer.

      Apreté la mandíbula.

      Ese día, por lo visto, también se encontraba con ánimo de distraerse a mi costa.

      —Aunque sería un hábito muy elegante —empecé a decir—, ninguna mujer va siempre vestida de noche, señor Dennet.

      Él ladeó la cabeza y me escudriñó con sus topacios:

      —Lo decía por el color. Quizás me ha desilusionado no verla de blanco roto.

      Lo fulminé con la mirada. No solo por la confusión que generó entre nuestros acompañantes.

      Su osadía empezaba a resultarme tan molesta como grosera.

      Y eso no fue nada cuando las gemelas Belmonte, que se habían mantenido prudentemente cerca, decidieron intervenir:

      —En realidad la explicación del aspecto de nuestra querida Eugenia es bien sencilla, señor Dennet —comentó Narcisa mientras me cogía de un brazo ante la perplejidad de Amalia.

      Para mi desagrado, Mirta quiso concluir por su hermana:

      —Pese a frecuentar ambientes de alto nivel, Eugenia Cobalto pertenece a la clase social más baja, mi estimado señor.

      —Es la hija del guardés de la fábrica de La Constancia —completó la otra mirándome de soslayo—, es decir, que su origen es obrero, ¿no es así?

      Yo no quise responder.

      Solo por honor.

      Amalia y Jorge les dedicaron tal expresión reprobadora, que la sonrisa desapareció al momento de sus desagradables rostros. Las ahuyentaron, literalmente. Y aunque Amalia hizo amago de seguirlas, Jorge la agarró de la muñeca para evitar que montase una escena.

      Ambos se contemplaron, reprendiéndose mutuamente, pero la Heredia terminó por ceder y desprenderse de su gesto, impotente. Después de todo, se encontraba en la casa del joven Loring, no en la suya.

      Por

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