El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

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El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera HQÑ

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me hizo recordarle.

      Aunque en realidad me sentí un tanto culpable, pues en verdad estaba esperando a que lo mencionaran.

      —A propósito, ¿dónde se encuentra el señor Dennet?

      —Está trabajando en su estudio de la planta de arriba —respondió Johansen a mi pregunta ofreciéndose a ayudarme con el chal—. El señor inicia sus ocupaciones desde bien temprano.

      —Sieeempre está trabajando —expresó Adriana con notable pereza, de una forma que me hizo sonreír—. No hace otra cosa. Y si le sobra algo de tiempo se comporta terriblemente estirado.

      —Señorita Adriana —le regañó de nuevo el mayordomo.

      Tuve que taparme la boca para no resultar grosera por mi risa. Al parecer mis primeras impresiones sobre el dueño de la casa no habían sido desacertadas. Me pilló desprevenida que Adriana me cogiera de la muñeca con la mano forrada en guante y se dirigiese a mí:

      —Eres realmente guapa, por cierto.

      —¿Le apetece tomar algo en concreto, señorita Cobalto? —quiso cambiar de tema Johansen.

      —¿Cuántos años tienes? —le ignoró Adriana.

      —¿Tal vez un café? —intentó hacer también el hombre—. ¿O unas tostadas?

      Volví a contener la sonrisa.

      Tuve claro que aquellas personas eran muy diferentes de las que estaba acostumbrada a tratar.

      —Un café estaría bien —repuse escueta.

      —¡Café! —canturreó la muchacha, sorprendiéndome por su entusiasmo.

      El caballero asintió y me indicó que lo siguiese a lo que, supuse, sería la cocina. Sin embargo, hasta la entrada me resultó poco menos que exquisita, tan decorada y meticulosa como todas las demás estancias.

      El señor Johansen se dirigió a alguien en su interior:

      —La señorita Cobalto desea un café, doña Gloria.

      —¿Solo un café? —se oyó decir desde dentro con cierta indignación.

      Cuando vi la amplitud de la estancia quedé impresionada. Estaba amueblada como la típica cocina inglesa, pero su disposición resultaba muy original. Albergaba un pequeño comedor y una barra de servicio que daba al mismo, tras la cual se encontraban todos los muebles necesarios para proveer cualquier buen banquete. A la par que era una composición sencillamente placentera.

      Detrás de la barra vi una figura trabajando animadamente que me daba la espalda, hasta que Larry Johansen carraspeó para proceder a presentarnos:

      —La señorita Eugenia Cobalto. Señorita Cobalto, esta es la señora Gloria Soler.

      —Mucho gusto, querida —me dijo la mujer dándose la vuelta—. Dígame qué puedo ofrecerle. Soy la mujer más feliz del mundo cuando me piden cocinar.

      Me sentí enmudecer. Descubrí a una dama con atuendo de cocinera, por lo que no quedó duda alguna de su ocupación, aunque no esperé que rezumara tantísimo estilo. Su hermosura, resaltada por un cabello blanco como la nieve y unos ojos azules increíblemente claros, provocaba tal impresión que, de haber vestido con otros hábitos, la habrían hecho pasar por emperatriz.

      Me incliné ante ella a modo de saludo:

      —Si eso es así, no dudaré en solicitar unas tostadas con mantequilla, por favor.

      —Por supuesto —se alegró ella poniéndose manos a la obra. Aunque se dirigió un momento al mayordomo—. Cielos, es toda una belleza. Y qué ojos.

      —¿A que sí? —se jactó Adriana, haciéndome sonrojar.

      Resultaba increíble que se fijaran en mis ojos dada la intensidad de sus propias miradas, pero puesto que el señor Johansen me vio apurada, volvió a carraspear y las riñó a ambas mientras me ofrecía asiento en la mesa de comedor.

      —Señorita Adriana y señora Soler, sé que es mucho pedir, pero les ruego que no espanten tan pronto a la nueva institutriz, no vaya a ser que tome la puerta y no vuelva jamás por aquí.

      Sonreí ligeramente y resté importancia:

      —Para nada. En todo caso solo puedo estar agradecida por el honor de sentarme a su mesa cuando ya debería estar empezando mi jornada laboral por petición del señor Dennet.

      —Qué disparate, niña —exclamó la señora Soler, asombrándome por sus formas—. Que el señorito le dijera de estar a las diez no quiere decir que fuera para ponerse inmediatamente a trabajar. Lo primero en el día es un buen desayuno.

      —Y mejor… —añadió el mayordomo otorgando cierta expectación.

      A lo que concluyeron los tres al unísono:

      —Si son más de uno.

      Adriana aplaudió gratificada. Y yo no pude más que fascinarme por la personalidad de todos ellos. Juegos de palabras incluidos.

      —Solo así se puede empezar a rendir como es debido —sonrió la cocinera sirviéndome café y un par de apetitosas tostadas.

      En ese gesto, me di cuenta de que ella también llevaba unos preciosos guantes blancos de textura impermeable. Di por sentado que debía de ser una norma para el servicio.

      —Es de sentido común —dijo Adriana son cierto tono impertinente sentada lo más cerca posible de mí, provista de lo mismo que yo, más un zumo de naranja. Me sorprendió mucho la contundencia de sus mordiscos dada la categoría de su nivel—, qué triste que mi hermano carezca de él.

      Curiosamente, y como si lo hubiéramos invocado, unos fuertes pasos se oyeron atropelladamente en el piso de arriba y se extendieron por las escaleras principales, volviéndose más y más próximos, hasta que surgió alguien por la puerta de la cocina, hablando entrecortadamente:

      —¡Viejo, ¿por qué no me has dicho que ya casi eran las diez?!

      Me manifesté perpleja.

      Aunque no menos que él cuando me descubrió allí.

      De repente apareció un Dennet muy distinto al que había visto hasta entonces. Con el negro cabello algo revuelto y un lustroso traje ambarino a medio poner, pues, pese a llevar ya los guantes negros y una corbata lavanda colgando, lucía una parte del pecho ligeramente descubierto que no le había dado tiempo a atrapar con toda la hilera de botones. Me pareció dilucidar algunas extrañas cicatrices en su busto, el cual me resultó más definido de lo que ya me había figurado. Sin embargo, apenas pude fijarme bien, pues fue verme y alzar instintivamente las manos al cuello para cerrarse la camisa con mucho pudor. O eso me revelaron sus increíbles ojos amarillentos.

      Aquella expresión de desconcierto me resultó la más hermosa de sus versiones y, en aquel instante, se me pasó por la cabeza que quizás fue esa misma la que esbozó cuando se cubrió con una máscara la noche en que nos encontramos por primera vez.

      —Nía —titubeó

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