El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

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El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera HQÑ

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hermanita, te lo has ganado. Pero nada de café, ya has tomado bastante por hoy.

      La bella muchacha aplaudió satisfecha y se levantó rauda para acudir a la cocina, dando la sensación de pretender desobedecer a su hermano. Aunque en un último instante se frenó en el quicio de la entrada para volverse hacia mí:

      —¿Qué libro debo ir leyendo, señorita Nía?

      Por un momento, el desconcierto de la presencia de Dennet me mantuvo ausente, hasta que caí en que se refería a la obra que tenía que ir preparando por las tardes para comentarla la semana siguiente:

      —Romeo y Julieta, si quieres.

      —Supuse bien, sí —susurró Dennet divertido, terco en su teoría de mi hipotética tendencia al romanticismo, para mi ligero bochorno.

      —Estoy deseando escuchar lo que opinas sobre esa —me dijo Adriana con cierta motivación—, seguro que me revelas cosas en las que ni siquiera había deparado. Como en esta. —Alzó la obra de tono jade—. Vuelve a ser puntual mañana, por favor.

      Y dicho eso, salió de la biblioteca dejándonos solos a Dennet y a mí.

      Consciente de que el joven caballero me observaba, me recoloqué algunos mechones de cabello que se me habían escapado del recogido.

      No esperé que caminase hacia mí y me dijera aquello:

      —Estoy sorprendido. Es usted la primera que consigue el prodigioso logro de concentrar la atención de mi hermana, y consintiéndole que la tutee.

      —No es ningún logro —decidí restarle importancia—. Es una muchacha inteligente y muy animada. Solo necesita dar con las obras que despierten su verdadera pasión por el hábito. Hablo por mi propia experiencia como lectora.

      —Más que como lectora, su discurso suena al de una sabia escritora, Nía.

      Lo miré a los ojos con fulgor.

      No pude expresar nada por lo desprevenida que me dejó. Y puesto que se dio cuenta, no dudó en volver a retomar la charla.

      —Hablemos del salario, que es lo que nos compete —me recordó entonces la razón por la que había acudido a buscarme antes de mi partida—. ¿Qué le parecen cien reales a la semana? —Mi cara tuvo que ser un poema. Parpadeé como si no hubiera oído bien y quizás por ello se obligó a decir—: ¿Prefiere que lo expresemos a destajo? Cincuenta reales por libro, que es lo que le va a pedir a mi hermana cada semana.

      —Espere, espere —rogué con cierta ansiedad—, señor, eso es demasiado dinero.

      Dennet esbozó una radiante sonrisa satisfecha:

      —Por haber conseguido que me llame señor, desde luego bien ha merecido la pena.

      Puesto que su tono se cargó de arrogancia, no solo me molestó, sino que me insuflé de cierta ofensa:

      —Es demasiado porque hasta el sueldo de mi padre, que es el responsable de los exteriores de la fábrica más puntera de la ciudad, no alcanza los sesenta reales semanales.

      —En ese caso, su padre se sentirá muy orgulloso de usted. —Mi expresión debió de llevarle a replantearse su osadía, porque tomó entonces una actitud más suave y cortés—. Está bien. Ya que ha dado la cifra de sesenta, ¿qué tal si lo dejamos ahí? En una sola mañana ha demostrado ser una excelente institutriz, y si usted se niega a que le pague tanto, yo me niego a pagarle menos. Además… —Alzó un dedo y se alejó para dirigirse a una estantería. De ahí sacó un volumen que me tendió con galantería—. Dados sus curiosos y fascinantes intereses, me veo obligado a insistir en que me acepte una sugerencia literaria a la semana, igual que usted se molesta en idearla para mi hermana.

      Puesto que aquella propuesta me resultó tan singular como atrayente, leí en voz alta el título de la resquebrajada novela que me ofrecía:

      —Somnium sive Astronomia lunaris, de Johannes Kepler. ¿Está en latín?

      —Solo el título —respondió él con cierto entusiasmo—. Esta edición se encuentra traducida al español. Ya que tiene tanto interés en la ficción científica, me gustaría ofrecerle la temática de la astrofísica, a ver qué le parece. Se considera una de las primeras obras del género. Aunque por supuesto no pretendo interrumpirla en la lectura de su Frankenstein.

      —No lo hará —repliqué abrazando el préstamo gratificada—. Lo terminé justo ayer.

      Dennet alzó las cejas impresionado:

      —Pocos días le duran los libros, por lo que veo.

      —Solo los que me absorben especialmente, como a todos —respondí un tanto recatada.

      —¿Debo interpretar entonces que le agradó?

      Yo medité y esbocé cierta melancolía:

      —Más de lo que me figuraba. Aunque me resultó muy triste. ¿A usted no?

      Dennet aguardó antes de incidir:

      —¿Se refiere a cómo la criatura es creada solo para ser destruida? ¿O a las penurias que desencadena en el doctor Frankenstein?

      —Eso sería quedarse en la superficie de la historia —expresé con vigor, rememorando las sensaciones que había experimentado mientras leía—. Es la profunda soledad del monstruo lo que en verdad me conmueve. —Me detuve un instante—. Cuando comprende que no existe, ni existirá jamás, mujer alguna capaz de ver más allá de su horrible aspecto. Sus esperanzas por amar y ser amado se ven sustituidas por un odio desgarrador hacia su creador y hacia el resto del mundo. Me resultó doloroso. Un amor que empieza tan puro, tan desmesurado, y que, sin embargo, termina convirtiéndose en la más cruel desdicha de la vida.

      Dennet me mantuvo la mirada.

      Extrañado. Conmovido.

      No supe exactamente qué.

      La cuestión es que sonrió de una forma diferente.

      —¿Ve cómo es difícil que una novela no contenga el amor como tema principal entre sus páginas? —me dijo recuperando parte de su tono irónico. Posó con delicadeza su mano envuelta en negro sobre la mía que estaba sosteniendo el volumen que me iba a prestar—. Confío en que esta sea de su gusto.

      Aquel sutil contacto duró apenas unos instantes, pero me supuso un mundo.

      Pensé en aquel momento que los relojes eran, y siempre serían, incapaces de registrar algo así.

      Dennet se despidió de mí para acudir también al comedor con su hermana, y le indicó al señor Johansen que hablase con el cochero para que me acercase al Perchel.

      Observé cómo su figura estilosa y enchaquetada del color de sus ojos me daba la espalda para desaparecer por uno de los pasillos de la enorme mansión.

      Yo seguí al señor Johansen, el cual me presentó al conductor, el señor Salobre, quien atendió bien las instrucciones del mayordomo.

      Luego nos despedimos y yo pude por fin disfrutar de algo de intimidad en el coche de caballos para reflexionar sobre todo lo

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