El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera страница 13

Автор:
Серия:
Издательство:
El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera HQÑ

Скачать книгу

y yo. De hecho, estoy segura de que ella tiene más y mejores argumentos que yo para certificarlo, pues es una auténtica experta. —Previendo sus intenciones, la miré muy preocupada—. Con lo cual, no debería abandonar sus estudios ni un solo día de su vida, por muy agradables o tentadoras que sean las distracciones. Y con ello no quiero decir que usted deba negarle su compañía, don Ambrose —le indicó a él con resolución—. Precisamente la literatura es una materia a la que se le puede dedicar tiempo y entrega desde cualquier lugar. Por eso la animaría a quedarse siempre y cuando la provea de una buena institutriz, y creo que usted mismo ha deparado en que Nía es idónea para tal tarea.

      No supe qué me dejó más atónita, si su discurso o que me incluyera al final.

      Sabía que tramaba algo, pero ni en mis más descabellados planteamientos hubiera imaginado semejante enredo por su parte. Y eso que mi amiga podía llegar a ser verdaderamente problemática.

      La cuestión es que se me cortó la respiración, y el señor Dennet también esbozó una mueca divertida de incredulidad. Larry Johansen y Jorge Loring quedaron simplemente sorprendidos por el descaro de Amalia Heredia.

      —¿En serio? —se dirigió a mí la bella muchacha de ojos azules con gran ilusión—. ¿Ejercería como mi profesora particular de literatura? Así podría permanecer tranquilamente junto a mi hermano.

      —Señorita Adriana —la reprendió el mayordomo por sus licencias.

      —Yo no… —me interrumpí con cierto apuro y miré a Amalia con mucho reproche—. Yo no soy profesora.

      —Pero adoras la literatura, sobre todo la inglesa —repuso la Heredia—, no conozco a nadie a quien se le dé mejor el análisis de textos y la reflexión de autores, y siempre has dicho que te encantaría dedicarte a la discusión de obras con fines didácticos.

      La fulminé con la mirada.

      Aquello era un condenado secreto, maldita sea.

      Pero Dennet me contempló con notable provecho:

      —¿Eso es cierto? ¿Estaría dispuesta a darle clases particulares a mi hermana?

      En cuanto manifestó su aprobación, Adriana se mostró eufórica y el mayordomo Johansen alzó las cejas, como si no diera crédito a la actitud de su señor.

      Por mi parte, la intensidad de aquellos topacios me resultó más de lo que podía soportar. Y me salió del corazón decirlo:

      —Siempre puedo intentarlo.

      Le repetí la frase que me había dedicado minutos antes, provocándole una singular sonrisa.

      Muy similar a la que surgió en el rostro de Amalia:

      —Perfecto entonces. ¡Qué suerte que mañana sea lunes! Debería empezar cuanto antes con su ocupación, ¿no creen?

      Jorge Loring le dedicó una expresión de reproche con cierto toque burlesco por su sentido entrometido.

      Sin embargo, Dennet continuó mirándome a mí:

      —Estoy de acuerdo. ¿Y usted?

      Terminé por asentir ante los aplausos de Adriana, o de la que iba a ser mi alumna.

      Después de disfrutar de un rato más de esparcimiento y de la compañía de todos los presentes, el señor Dennet, su hermana y su mayordomo se despidieron de Jorge Loring agradeciendo su enorme hospitalidad y luego se dirigieron a mí para dedicarme un instante de cortesía. El desenvuelto señor de los llamativos trajes se detuvo un momento en el quicio de la puerta, para ofrecerme una intensa mirada con sus ojos dorados a la par que me decía:

      —La esperamos mañana a las diez, Nía.

      Y aunque la risa de Amalia estuvo a punto de llevarme a reprenderla por su desvergüenza, consentí que se fueran, no sin esbozar una ligera sonrisa yo también.

      IV

      Lecciones

      A las diez menos cuarto de la mañana del día siguiente me vi en la puerta del señor Dennet incapaz de llamar.

      Me levanté especialmente temprano aquel lunes, no sin que mi padre se mostrase entusiasmado por el trabajo que me había surgido. Y me dirigí con tiempo de sobra desde mi casa del Perchel en la calle Jacinto, cruzando el río por el puente de Tetuán, hacia la lustrosa Alameda, donde comencé a aletargar mis pasos hasta la mansión de Dennet, situada frente a la de los Heredia. Y dando gracias porque mi entrometida amiga no estuviese despierta para espiarme desde la ventana. De hecho, miré varias veces para constatarlo.

      La cuestión era que llevaba como veinte minutos frente al enorme portón de roble sin decidirme a llamar por haber llegado demasiado pronto. Por no hablar de los terribles e inexplicables nervios que me tenían presa las entrañas, impidiéndome posar los nudillos con contundencia.

      No sabía qué me ocurría.

      Justo me estaba martirizando por mi ilógica actitud cuando la puerta se abrió y apareció el señor Johansen, quien se llevó una buena sorpresa al verme, así como una gran alegría:

      —Señorita Cobalto, qué temprano llega usted.

      —Perdone. No sabía si llamar a la puerta.

      —No se disculpe —quitó él importancia con sus manos enfundadas en guantes blancos, y me fijé en que había salido a recoger un par de botellas de leche, que por supuesto los ímpetus no me dejaron apreciar—. Aparece usted justo a tiempo para el desayuno.

      Aquello me desconcertó. Aunque no más que cruzar el umbral de la casa y que la señorita Adriana se tirara a mis brazos con gran frenesí.

      Me di cuenta rápidamente de que era una muchacha muy efusiva. Así como cercana. No tardó ni un segundo en tutearme.

      —¡Has venido! —Se separó un poco para mirarme con sus bellos ojos azules de matiz dispar—. Nía, ¿no?

      Me quedé sin habla. Y no solo por el recibimiento.

      Aquella mansión resultaba realmente espectacular. Incluso más que la de los Heredia o la de los Loring. Si bien el exterior se mostraba dotado de cierta discreción en las molduras o en las columnas pintadas de blanco, añadidas a la suavidad de los rosados muros, el interior parecía poco menos que un constante juego de contrastes. El suelo lucía todo forrado de parqué, del mismo tono caoba que los muebles, de enrevesadas tallas. Las paredes estaban cubiertas de un hermoso papel dorado y gris de motivos geométricos. Sin embargo, resultaba difícil prestarle atención con tantísimos relojes descansando sobre su superficie, y de todo tipo. Grandes, pequeños, redondos, ovalados. Todos ellos de metal, aunque de diferentes tonalidades. Mis ojos solo pudieron seguir hacia arriba los detalles de la sinuosa escalera de caracol, de mármol y hierro fundido. Al llegar al techo deparé en la reluciente lámpara de cristal y en el inmenso mural de motivos mitológicos.

      Pero enseguida volví a la realidad de mi presente, pues el abrazo de su joven dueña se estaba prolongando en exceso para lo estipulado.

      Por suerte Johansen medió por mí distanciándonos.

      —Señorita

Скачать книгу