El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

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El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera HQÑ

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Es muy tierno. ¿Puedo llamarla yo así?

      —Rotundamente no. —Ni siquiera necesité pensarlo. Lo que le resultó más divertido de lo que por supuesto pretendí—. Para usted soy la señorita Cobalto y usted es para mí Dennet.

      —¿Ni siquiera señor? —cuestionó burlón, arqueando sus perfiladas cejas.

      Dilaté las aletas de la nariz. No pensaba amilanarme:

      —Cuando me demuestre que es un caballero, me referiré a usted como tal.

      —En ese caso yo la llamaré Nía, hasta que usted me demuestre que no es tan bonita como yo la veo.

      Tuve que detenerme.

      Y le contemplé en silencio, incapaz de replicar.

      Consiguió sonrojarme.

      Agradecí que entonces sonara el timbre de la puerta anunciando la llegada de otro invitado, pese a que en principio nos hallábamos en la vivienda todos los previstos.

      Sencillamente, fue alguien inesperado.

      —¡Hermanito!

      Una chica elegantemente vestida de rosa pastel y de largo cabello oscuro y rizado irrumpió en la estancia tirándose a los brazos de Dennet. Me di cuenta de que esta llevaba un guante de encaje blanco en la mano derecha.

      —Adriana —la reprendió de una forma severa y paternal que no habría esperado de él—. ¿Qué haces aquí?

      Cuando la muchacha se separó lo suficiente, pudimos comprobar que era tan hermosa como su hermano. Parecía rondar los catorce años. Aunque lo que nos dejó a todos extasiados fue la extravagancia de sus ojos, pues si bien resultaban tan llamativos como los de Dennet, estos eran azules, y el derecho lucía significativamente más claro que el izquierdo. Aunque nada resultaba tan luminoso como su sonrisa pícara e infantil.

      —Quería estar contigo —respondió sincera y entrañable. Con un acento tan curioso como tierno.

      Hasta el punto de que nos conmovió a todos, incluido a su hermano.

      Este le acarició el rostro y suspiró rendido.

      —Don Ambrose —se dirigió a él Amalia Heredia—, no sabía que tenía usted una hermana tan encantadora.

      —Eso es porque no debería estar aquí —volvió a sermonearla con su ambarina mirada.

      Hubo algo en su forma de tratarla, algo protector, que me agradó. No sabría explicarlo. Quizás lo más satisfactorio para mí fue descubrir aquel matiz de su personalidad. A pesar de que lo cierto era que no resultaba exactamente nuevo, pues aquella misma fue la impresión que me transmitió cuando nos conocimos y se cubrió el rostro preocupado por mi posible reacción.

      Entonces apareció el señor Johansen entre jadeos, como si se hubiera dado la carrera de su vida. De hecho, así fue.

      —Lo siento muchísimo —se disculpó el hombre ante su señor en cuanto este le dedicó una expresión de reproche—. Fue llegar, decirle que estaba usted aquí, despistarme un momento y salió corriendo a buscarle.

      —Eso son muchos acontecimientos, ¿no le parece, señor Johansen? —lo amonestó Dennet.

      Don Larry se encogió de hombros:

      —Ya sabe cuánto le adora.

      El nuevo abrazo que la muchacha le dio lo constataba.

      —¿Por qué te molesta tanto que viaje contigo, hermanito?

      Él, manteniendo el gesto, se alzó para conferirse solemnidad.

      —Ya sabes por qué, Adriana. —Nos dedicó una mirada profunda a todos, especialmente a mí—. Primero porque están tus estudios. Y luego, porque siempre olvidas los protocolos. Has irrumpido en un encuentro social de una casa ajena sin ser invitada.

      —Por mi parte no se preocupe, señor Dennet —le dijo Jorge Loring con porte y cierto humor—, sé lo que es tener hermanas y que estas se dejen llevar por los caprichos de la edad.

      Los demás le reímos el comentario.

      —Le agradezco su amabilidad, señor Loring —repuso el caballero de rojo aún con expresión apurada—, pero entonces sabe mejor que nadie que no conduce a ninguna parte consentirles todo lo que desean.

      La situación se normalizó tanto que al final se redujo el asunto al señor Dennet, su hermana Adriana, el mayordomo Johansen, Amalia Heredia, Jorge Loring y yo.

      Sobre todo, porque Dennet se inclinó y se dirigió a su hermana más tajante:

      —Adriana, vete a casa con el señor Johansen y luego hablaremos.

      —No, hermanito —repuso ella hinchando los carrillos—. Te conozco y tratarás de convencerme para que no me quede. Puedo ser más sofisticada, te lo prometo.

      Dennet resopló y su desesperación me resultó más divertida de lo que esperaba. Por lo que decían y lo presenciado, pese a su belleza y elegancia externa, la señorita Adriana resultaba una joven bastante despistada en lo que a modales sociales refería. Y eso parecía incomodar bastante a su hermano.

      Este se frotó los labios con el reverso del guante en un gesto más exasperado e informal de lo que le correspondería:

      —¿Y qué pasa con tus estudios, Adriana?

      Ella se mostró despreocupada:

      —No va a suceder nada con mis estudios.

      Su actitud no alentó al distinguido y joven invitado.

      —Adriana, tengo pensado pasar una larga temporada aquí. Por supuesto que sucede mucho con tus estudios.

      Debía reconocer que la información suscitó mi curiosidad.

      Por su parte, ella se cruzó de brazos, muy molesta por lo que su hermano le decía. Sin duda porque este debía de albergar bastante razón.

      —¿Acaso la señorita Adriana se está instruyendo en alguna materia? —preguntó Amalia Heredia con gran interés.

      No para menos se mostraba partidaria de la educación de las mujeres desde muy temprana edad, y cuando escuchó la importancia que le estaba dando el señor Dennet a que su hermana no la descuidara, tuve claro que no solo estaba encantada con ambos, sino que iba a contribuir en lo que pudiera.

      —Literatura inglesa —respondió la hermosa joven a mi amiga, y esta no pudo más que llevarse la mano a la boca tan emocionada como gratificada. Luego Adriana se dirigió a su hermano con gran intensidad—. No tengo por qué perder el ritmo académico solo por estar aquí contigo. En el fondo, lo que yo estudio es el idioma. Y un idioma siempre puede retomarse.

      Su hermano le dedicó una mueca poco convencida. Lo que no esperé fue que Amalia se entrometiese con tanta efusividad.

      Aunque quizás sí que podía intuirlo.

      —No estoy de acuerdo con

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