El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

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brazo con deleite—, si lo llego a saber, te habría vestido con este antes. Estás increíble.

      —Entonces se habría echado a perder —bromeé aludiendo al percance con el agua de la fuente.

      Amalia sonrió comprendiéndolo y me instó a seguirla:

      —Ven, voy a presentarte a alguien.

      Por un momento pensé que se trataría de aquel para quien había organizado el evento, pero en su lugar me condujo hasta un caballero de considerable estatura y porte distinguido. Con grueso bigote blanco pese al marmoleado de su cabello, y brillantes ojos claros, demasiado brillantes, de un tono verde intenso. Vestía con un impecable esmoquin gris con algunos detalles rojizos y unos guantes blancos de seda fina.

      —Nía, te presento al señor Larry Johansen, trabaja para el señor Dennet —me reveló Amalia para mi absoluto desconcierto—. Señor Johansen, esta es mi buena amiga Eugenia Cobalto.

      Arrugué el gesto con desagrado.

      Lejos de provocármelo el caballero en cuestión, sí lo hizo su presencia y aquel a quien destinaba su lealtad. Empezaba a asociar ese nombre a un continuo disgusto e incomprensión, pero supuse que el hombre del esmoquin no tenía culpa alguna.

      —Mucho gusto, señor Johansen.

      —El gusto es mío, señorita Cobalto. —Se inclinó hacia mí con una mano en el pecho y otra a la espalda, impresionándonos con sus perfectos modales—. No todos los días se aprecia a una mujer tan refinada como hermosa y yo ahora mismo tengo la fortuna de estar viendo a dos.

      Ambas sonreímos por el cumplido y Amalia no pudo evitar preguntarlo:

      —¿Cuándo vendrá el señor Dennet, mi buen señor Johansen?

      —Intuyo que no tardará mucho más, doña Amalia —respondió él comprobando su reloj de bolsillo.

      Puesto que aprecié gran calidad en aquel instrumento, de repente fui yo la incapaz de contenerse:

      —¿A qué se dedica usted, señor Johansen?, si no es indiscreto preguntar.

      —En absoluto, mi estimada señorita —respondió con una sonrisa amable—. Soy el criado personal del señor Dennet.

      Yo parpadeé extrañada.

      No porque su porte fuera demasiado exquisito para un criado, sino porque el encuentro que había experimentado minutos antes me condujo irremediablemente al desconcierto después de escuchar semejante sentencia.

      Deduje en voz alta la única posibilidad que se me ocurrió:

      —Debo suponer que no es el único criado que tiene el señor Dennet, ¿verdad?

      Amalia me miró confusa por la determinación de mis conjeturas y el señor Johansen se limitó a responder, también con un matiz extrañado:

      —Mi señor tiene el suficiente nivel adquisitivo como para tener muchos criados, eso es cierto. Pero me temo que para su estancia en Málaga solo me ha traído a mí y a la señora Soler, la cocinera.

      Se me cortó la respiración.

      Si aquel joven que irrumpió en la habitación no era el criado del señor Dennet, ¿quién era?

      Debí ponerme terriblemente pálida, pues mis dos interlocutores se preocuparon hasta por mi salud.

      —Nía, querida —me cogió Amalia de la mano—, ¿te encuentras bien?

      Procuré asentir para librarla de cualquier inquietud hacia mí, pero el anuncio del señor Johansen terminó por trastornar mi compostura.

      —Oh, ahí llega mi señor Dennet.

      La expectación de Amalia le llevó a buscar al momento el lugar donde indicaba el señor Johansen y yo no pude más que imitarla. Eso sí, con la mirada desorbitada. Aunque no fuimos ni mucho menos las únicas en contemplar o atender al supuesto recién llegado. Vimos a lo lejos cómo la gente iba abriéndole paso al avanzar por las escaleras del jardín principal, al mismo tiempo que los murmullos sobre su persona se volvían más y más palpables. Las mezquinas gemelas Belmonte liberaron un suspiro de ensoñación cuando depararon en él, que resultó secundado por casi todas las demás jóvenes presentes.

      Entonces llegó hasta nosotros y descubrí que ningún rumor podría haberle hecho justicia.

      De cabello negro como la noche más absoluta, su rostro quedaba perfectamente equilibrado y enmarcado por unas sutiles patillas y unas cejas tan espesas como expresivas. Su nariz y su barbilla eran angulosas, con presencia. Lucía además unos ojos ambarinos, casi dorados. Imposibles. Como todo su rostro.

      Sonrió de una forma tan carismática, rezumando tal inteligencia, que constató la verdad de lo que se decía sobre su atractivo.

      Sin embargo, ninguno de aquellos detalles de su fisionomía fue lo suficientemente llamativo como para que no deparase en su traje lavanda con corbata azul y en sus guantes negros. Un conjunto muy concreto que me provocó una fuerte sensación en el pecho al borde del colapso.

      —Señor Dennet —se dirigió Amalia a él con hospitalidad en plena reverencia—, por fin le conozco. Sea usted bienvenido.

      —Permita que le exprese mi gratitud con el mayor de los honores —dijo él mientras le pedía la mano para besársela con caballerosidad. Al escuchar su voz ya no me quedó duda alguna de que era el mismo hombre que había irrumpido en la habitación mientras me cambiaba—. Yo también estaba deseando conocerla, señorita Heredia.

      —Llámeme Amalia, por favor.

      No muy lejos de allí se encontraba Jorge Loring charlando animadamente con un par de socios suyos. Sin embargo, en cuanto vio el gesto del nuevo invitado y la sonrisa que le dedicaba a la joven Heredia, no dudó en excusarse de su conversación para incorporarse sutilmente a la nuestra.

      —Con mucho gusto, doña Amalia —se dirigió el señor Dennet a mi amiga en tono galante—, usted puede llamarme entonces Ambrose. —Luego deparó en Jorge y volcó su singular mirada hacia él—. Y usted debe de ser el señor Loring, ¿me equivoco?

      —No se equivoca, señor —se inclinó Jorge ante el desconocido, no sin cierto tono hostil—, una distinción que haya oído hablar de mí. Siento no poder decir lo mismo.

      —Qué curioso. Tenía entendido que ya gozaba de cierta fama —respondió para mi vergüenza, y eso no fue nada cuando me observó de soslayo confirmándome que lo decía, efectivamente, por mí. Aunque pronto demostraría hasta dónde llegaba su mentalidad retorcida—, a la que no tengo el agrado de conocer es a su acompañante, doña Amalia.

      Mi amiga, en cambio, se mostró encantada de su interés.

      —Le presento a Eugenia Cobalto, una de mis mejores amigas.

      —Encantado, señorita Cobalto. —Me pidió la mano de la misma forma que a Amalia, a lo que tuve que ceder. Sin embargo, sus dedos me transmitieron algo que no supe describir a través del cuero, y su gesto de besarme los nudillos se alargó un poco más de lo estipulado mientras me escudriñaba—. Fascinante que su apellido connote en cierto sentido su mirada, pero debo decir que no le hace justicia

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