El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

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El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera HQÑ

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presentado un matiz violáceo tan poco común como difícil de explicar. No obstante, lejos de hacerme sentir orgullosa, siempre me habían acomplejado. Por lo que precisé cambiar de tema.

      —Tú eres mucho más bella que yo —corregí imprimiéndome de cierto humor—, y seguro que todos esos invitados tuyos en realidad se sorprenden porque me toman por tu ama de llaves y no entienden cómo puedo hablar tanto en tu presencia.

      —¡Oh, no digas eso ni en broma, Nía! —me riñó contundente mi amiga—, cualquiera que te oiga se da cuenta de que tu educación no es la de cualquier mujer. Mucho menos la de un ama de llaves. Aunque les guarde gran respeto —corrigió al instante haciéndome sonreír.

      Amalia no era la típica señorita rica que juzgara a los demás por su ocupación o por sus orígenes.

      No era la típica señorita en nada.

      —Me basta con que tú sepas la verdad sobre mí —le tomé la mano—, por eso eres la única con la que comparto mis lecturas. Tanto las que son de papel como las que me surgen sobre el mundo.

      La joven Heredia me devolvió la expresión de afecto, se levantó y me animó para fundirnos en un cálido y fraternal abrazo. Luego me acompañó a la enorme entrada de su casa, pues ya era hora de que regresase.

      La mansión de los Heredia estaba situada en el número 28 de la avenida de la Alameda, en la esquina con la calle Torregorda. Aquella era la zona residencial más adinerada y prestigiosa para vivir, repleta de árboles que refrescaban las tardes de verano y en cuyo centro a menudo tocaban orquestas por las noches, a las que podías escuchar cómodamente desde los bancos de piedra. Casi todos sus vecinos eran socios de la familia Heredia, como los Loring, que vivían en el número 49. La casa de los Heredia, por su parte, era igualmente impresionante, tan grande como un hotel, aunque Amalia solo la compartiera con su madre, sus dos hermanos mayores y sus respectivas mujeres.

      En el lado de la Alameda que daba a su puerta me esperaba su coche de caballos, como siempre, para llevarme hasta el barrio del Perchel, donde se encontraba mi hogar. Bastante más humilde, pero no menos acogedor.

      Justo cuando pensé que nuestra conversación había terminado, Amalia Heredia me detuvo antes de que saliera por la puerta:

      —A propósito, Nía, no te he dicho que tenemos un nuevo vecino.

      Informó indicándome la vivienda de en frente, algo más pequeña que la suya, pero igual de bonita y envidiable. Por lo general, siempre estaba vacía, aguardando a que acaudalados comerciantes extranjeros o nacionales se afincaran en ella temporalmente para establecer algún negocio.

      —¿Un socio vuestro? —pregunté con no demasiado interés.

      —Que yo sepa no —respondió ella—. Todavía no le he visto. Aunque he oído que es un joven heredero de una empresa americana de transportes. —Me miró de esa forma que escondía claras intenciones, por lo que ya empecé a negar—. Y que es tan excéntrico como apuesto.

      —Tanto reproche por interpretar tus sentimientos cuando tú eres incluso más testaruda que yo en esos términos —la reñí algo exasperada—. ¿Cuántas veces deberé rogar que no me presentes a más socios o conocidos tuyos con propósitos casaderos? Por Dios, Amalia, eres peor que la Emma de Austen.

      —Lo dices como si te buscara pareja —ironizó con cierto retintín—. Además, ya es tarde. —Se cruzó de brazos, satisfecha—. Lo he invitado a mi fiesta de mañana en la Hacienda de San José. Así que más te vale acudir y ponerte el vestido que te regalé.

      La contemplé incrédula y muy molesta, lo que no le impidió cerrarme la puerta en las narices. Eso sí, lo suficientemente despacio como para darle tiempo a informar:

      —Y, por cierto, se llama Dennet.

      II

      El señor Dennet

      La Hacienda de San José era una preciosa residencia que la familia Heredia había instalado a las afueras de Málaga, colindando con sus montes y en plena naturaleza. A Amalia le encantaba que las reuniones se organizaran allí, sobre todo las de tipo cultural. Aunque también la destinaban a celebrar algunas fiestas o eventos sociales.

      Siempre me decía que, cuando se casara, su sueño era comprársela a su hermano Tomás, quien la había heredado directamente de su padre, y hacer de ella un auténtico parque natural de árboles y plantas exóticas, así como convertirla en el lugar donde depositar su futura colección de hallazgos arqueológicos. Una vocación que había nacido de su reciente viaje al extranjero, acompañando a su hermano mayor Manuel y a su encantadora mujer Trinidad Grund. Puesto que se trataba del viaje de novios de la pareja y que la madre de Amalia deseaba distraerla a ella y a su prima Mercedes Cámara, el acompañamiento no debía tener en principio más propósito que el esparcimiento. Pero pese a la fama caprichosa de mi amiga, yo sabía que ella de verdad había despertado algo en su interior durante aquellos meses que estuvo fuera, volviéndose mucho más ansiosa por aprender y buscarle utilidad a sus conocimientos.

      Por supuesto, siempre dudaba de que existiera un hombre lo suficientemente inteligente como para comprender y compartir sus ambiciones.

      Por eso yo no entendía por qué se esforzaba tanto en encontrarme un marido cuando ambas pensábamos exactamente igual. Aunque yo no hubiera tenido la oportunidad de viajar para constatarlo.

      —Estás fabulosa, Nía —me dijo Amalia después de corregir mi peinado en el tocador de su habitación antes de recibir a los invitados—. Si ya los hombres suspiran por ti, a saber con qué ocurrencia surgen hoy al verte.

      Yo me contemplé en el espejo a su lado y me pareció realmente hermoso el contraste del rojo de mi vestido con el esmeralda del suyo. Por un momento creí que parecíamos de la misma clase social.

      La alegría que ello me supuso me hizo sentir un poco avergonzada.

      —Es la hora —anunció la joven Heredia, dirigiéndose a la puerta para instarme a salir con ella.

      El encuentro estaba resultando en general muy agradable, exceptuando algunos detalles susceptibles a la crítica. Estaba repleto de caballeros con traje o esmoquin y señoras muy garbosas y elegantemente vestidas, pero que tendían a dividirse en grupos por género.

      A Amalia y a mí no nos gustaba nada aquella realidad. Ninguna de las dos entendíamos por qué la mujer debía estar tan apartada y diferenciada de los hábitos masculinos. Pero, como en muchas otras cuestiones, el rango de la Heredia le otorgaba la suficiente potestad como para meterse en los temas de conversación de los caballeros. Y era más que inevitable para ella hacerlo cuando descubría la presencia de Jorge Loring entre ellos, llevando el testigo de la palabra, tal como en aquella ocasión:

      —… Es por ello que garantizo los notables beneficios de una inversión de tal calibre.

      La tensión de Amalia y su forma de tirar de mí para acercarse al colectivo ya me hizo presagiar que pensaba inmiscuirse. Y, por supuesto, de forma presuntuosa:

      —¿Será que no me escucha, don Jorge, cuando advierto que en mis eventos no quiero que se hable de trabajo?

      En cuanto el joven Loring oyó su voz, puso los ojos en blanco y se giró para dedicarle una expresión de reproche a la vez que una reverencia de cortesía que ambas correspondimos.

      —Como

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