El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

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a la aludida, que frunció los labios. Más ante lo que añadió a continuación—: Puede quedarse tranquila en cuanto a que no estaba hablando de negocios, sino de inversiones por placer.

      Amalia me oprimió el brazo y parpadeó interesada, aunque fingió no estarlo:

      —¿Y de qué tipo de inversiones trataban?, si puede saberse.

      —Sin duda, el joven Loring ha heredado el espíritu aventurero de su padre —comentó con segundas un caballero de avanzada edad que fumaba en pipa. Si le reconocí bien, se trataba de don Serafín Estebáñez Calderón, poeta y escritor, tío político de Amalia. Pese a sus intentos de disimularlo, era notable el desencanto que le procesaba a su fallecido cuñado y a todos sus socios, incluidos el también ausente padre de Jorge y el mismo Jorge, a quienes había apodado La Oligarquía de la Alameda—, aunque admito que es fascinante, dudo que se halle rentabilidad alguna en la inversión de descubrimientos arqueológicos tanto como usted sostiene.

      —¿Arqueo… logía? —susurró Amalia perpleja, a la vez que le dedicaba una mirada llena de significado a Jorge.

      No pude contener mi diversión. Sobre todo, después de que Jorge se sonriera para explicarse:

      —¿Qué puedo decir? No es rentabilidad económica lo que yo persigo, sino una rentabilidad moral y personal —dijo embelesado mientras alzaba su copa de vino—, ¿acaso no se constituye el pasado como aquello que nos enseña cómo somos y a dónde nos dirigimos? Pienso que conservar una huella, por pequeña que sea, resulta un tesoro mucho más valioso que cualquier ninguna otra inversión.

      Si la ensoñación de Jorge era palpable, nada podía compararse a la de Amalia en aquel momento mientras lo escuchaba hablar. Quedó maravillada al enterarse de que Jorge compartía su pasión por la arqueología. Añadido a ese atractivo y porte inglés característico que le otorgaba su estiloso peinado casi rubio y su elevada estatura, Amalia parecía casi perdida en sus sentimientos mientras lo contemplaba.

      Hasta se le escapó un pequeño suspiro.

      Por eso no esperé que cambiara de expresión y liberase aquella impertinencia:

      —Una extravagancia muy propia de los caballeros como usted.

      Aquello provocó las risas de los demás hombres, incluida la de don Serafín, y la perplejidad de Jorge Loring, que no dudó en dejar su copa para marcharse muy ofendido a otra zona de la fiesta. Aunque se detuvo un momento para dirigirse a mí:

      —Me alegro de verla, señorita Cobalto. Lástima que solo me suceda con usted.

      Y pese a que Amalia lo había escuchado perfectamente, esta mantuvo la sonrisa desviada hacia otro lado, para aparentar ignorarlo. Gesto que no le pasó inadvertido al caballero y que le sentó todavía peor.

      Cuando se hubo alejado lo suficiente, yo resoplé con pesadumbre.

      —Que Dios me libre de entenderte, Amalia —le expresé sin cortarme.

      Ella simplemente se encogió de hombros y tiró de mí para atravesar el jardín.

      Después de largo rato conversando muy agradablemente, sus hermanos la reclamaron y tuvo que dejarme, así que me acerqué a la exuberante fuente principal para contemplar los peces y las ranas. También los nenúfares.

      Sus preciosas formas y colores me tenían cautivada. Parecían de otro mundo.

      Ascendí inconscientemente la mirada y terminé fijándome en una distinguida señora que permanecía de pie en un recodo del jardín sin hablar con nadie, pero muy pendiente a todo pese a la parsimonia de sus oscuros ojos. No me sonaba su rostro maduro, y tampoco había visto nunca un traje de un gris perla tan hermoso como el que ella lucía. Sin embargo, cuando se le acercó una mujer para conversar animadamente como con cualquier otra, comprendí que todo detalle inusual apreciado en ella no fue más que un leve espejismo.

      Estuve tan ensimismada por aquella contemplación que no deparé en las presencias que había tenido a las espaldas hasta que estas me hablaron:

      —Vaya, hermana, mira a quién tenemos aquí. Si es Eugenia Cobalto.

      Nada más escuché aquella voz aguda y desagradable, mi piel se erizó. Me di la vuelta con toda la serenidad que pude.

      Las hermanas Belmonte, Narcisa y Mirta. Eran las hijas gemelas del practicante más conocido de la ciudad. Un hombre tan rico como agradable. Cosa que no podía decirse de sus herederas, pues por más dinero que invirtieran en sus recargados trajes, nada podían hacer los enrevesados tejidos para conferir algo de elegancia a sus insípidos y mezquinos rostros. Siempre llevaban el mismo modelo, aunque en distinto color. En este caso, rosa y turquesa. Una costumbre que me conducía inevitablemente a compararlas con las insufribles hermanas del cuento de La Cenicienta.

      —Buenas tardes, Mirta —me incliné tratando de ser educada—, Narcisa.

      —Si no fuera por la amabilidad de nuestra adorada doña Amalia, sería impensable que alguien de tu clase estuviese en un encuentro tan selecto como este —dijo Narcisa.

      —Faltaría más —se carcajeó Mirta—, estoy convencida de que ese vestido también es cortesía de su buen corazón.

      Yo me llevé las manos al corpiño con recato, pues era bien cierto. Aunque no pensaba darles la satisfacción de hacerme daño, cosa que parecía ser su pasatiempo favorito. Mirta y Narcisa no resultaban las únicas jóvenes adineradas que envidiaban mi relación con Amalia o la generosidad que esta manifestaba conmigo. Pero tampoco se trataban de las únicas que la valoraban falsamente, pues su amor por los libros solo era excusado por su enorme fortuna. En realidad, se burlaban de ella, o la consideraban una lunática por mostrar simpatías hacia personas como yo. Amalia estaba muy al corriente de ello, así que no era de extrañar que prefiriese mi compañía a otras interesadas. Ni que se indignase incluso más que yo cuando alguna dama se atrevía a ofender mis orígenes.

      De ahí que las dos hermanas hubieran aprovechado su ausencia para reírse de mí.

      Aunque no esperé que fueran a ensañarse hasta tal punto.

      —Es preciso admitir que resulta un vestido muy bonito —opinó Narcisa acariciando los bordados de mis hombros.

      —Desde luego —certificó Mirta apoyando su mano en mi otro brazo—, sería una lástima que… se estropeara.

      Y sin poder preverlo, ni impedirlo, ambas me empujaron para que cayera de espaldas a la fuente.

      El estruendo de mi impacto contra el agua fue tan grande, que todos los invitados de la fiesta desviaron sus atenciones hacia mí. Amalia Heredia interrumpió su conversación y Jorge Loring, al otro lado del jardín, se apresuró a socorrerme.

      Verme toda empapada y helada por la caída tenía a las maléficas hermanas muertas de risa.

      —¡Pero qué torpe!

      —¿Estás bien, Eugenia? —preguntó Narcisa sin siquiera molestarse en fingir preocupación.

      Yo las miré con reproche al borde del llanto, sobre todo porque el vestido se había hecho tan pesado por el agua que era incapaz de levantarme sola.

      —Espere, señorita Cobalto —me dijo Jorge sin importarle introducirse en la fuente o mojarse los zapatos para pasarme

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