Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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Gabriel, en cuya presencia nadie reparaba, porque el interés de la faena absorbía a todos, permanecía a la entrada de la era, protegido por la sombra del hórreo, y deteniéndose en ir a saludar a su cuñado: verdad que este tenía el rostro más ceñudo y avinagrado que de costumbre, leyéndose en él cierta sombría preocupación, debida a circunstancias que merecen referirse.
Todos los años, al abrirse la maja, acostumbraba el señor de Ulloa sacudir la primera camada, demostrando así a sus gañanes que si no ganaba el mismo jornal que ellos, no era por falta de aptitud. Cuando el descendiente de aquellos Moscosos que habían lidiado calzando espuela de oro en los días, azarosos para el país gallego, del reinado de Urraca y Alfonso de Aragón; de aquellos Moscosos que se distinguieron entre los paladines portugueses en la ardiente África; de aquellos Moscosos que hasta mediados del siglo XIX conservaron en el límite de sus dominios erectos los maderos de la horca, como protesta muda contra la supresión de los derechos señoriales; de aquellos Moscosos… en fin, de aquellos Moscosos de Ulloa, que si no en caudal en sangre azul podían competir con lo más añejo y calificado de la infanzonía española… cuando el descendiente, digo, de tan claro linaje empuñaba el mallo y a la voz de a la una… a las dos… a las tres… se santiguaba, lo vibraba en el aire y lo derrumbaba sobre la espiga, corría entre los malladores halagüeño murmullo, que crecía a medida que el señor, con compás admirable y pulso de atleta, reiteraba los golpes, sin cejar un punto, poniendo la ceniza en la frente al más alentado de sus mozos. Su abierta camisa descubría el esternón bien desarrollado, blanco, saliente, que con el trajín de la labor iba sonroseándose como el cutis de una doncella a quien agita la danza: sus mangas vueltas por más arriba del codo permitían ver las montañuelas de carne que el ejercicio alzaba y deprimía en los robustos brazos. Y así que terminaba el vapuleo por no quedar ni sombra de grano en la espiga tendida, y don Pedro, sudoroso, humeante, pero con la respiración igual y desahogada, se quedaba apoyado en su mallo y gritaba con firme voz —¡Ea!, ¡day un jarro de vino, retaco! ¡Los majadores tenemos que mojar la palabra!— ya no era murmullo, sino tempestad atronadora de plácemes, de alabanzas, de requiebros si así puede decirse, dirigidos a lo que más admira el labriego en las personas nacidas en esfera superior: la fuerza física. Don Pedro sonreía, guiñaba el ojo, dejaba escurrir suavemente el mallo sobre la paja, se atizaba el jarro de una sentada no sin decir antes «hasta verte, Jesús mío», y consumada esta segunda hazaña, que no se celebraba menos que la primera, echábase la chaqueta por los hombros, se encasquetaba el sombrero, y sentado en las gavillas de mies, fumaba como los otros trabajadores, pero con placer sereno e íntimo orgullo.
Este año observaban atónitos los gañanes que el marqués no seguía la ya inveterada costumbre. Sentado estaba allí lo mismo que siempre; ¿cómo sería no coger el mallo? Hasta parece que no se le alegraba la cara viendo aquella gloria de Dios de los haces, nunca más lucidos ni de más limpia espiga, y aquel sol hecho de encargo para desprender el fruto, y aquel mar de oro donde los mallos, al precipitarse, producían un ruido apagado, mate y sedoso que regocijaba el corazón. Lejos de manifestar el contento de otras veces, hasta se podía jurar que el hidalgo de Ulloa había exhalado media docena de suspiros. De tiempo en tiempo cruzaba las manos y se tentaba los brazos, y fruncía el entrecejo, como el que no sabe a qué santo encomendarse. De repente Gabriel, desde su atalaya, vio que el marqués se levantaba resuelto, se despojaba de la americana a toda prisa, se remangaba…
—¿Qué barbaridad irá a hacer este? —pensó Pardo.
Se admiró más al verle asir la pértiga, colocarse en fila y zurrar valerosamente la mies. El señor de Ulloa, en los primeros momentos, demostró todo el esfuerzo y brío acostumbrados; pero a los pocos golpes, empezó a sentir lo que tanto temía, lo que desde por la mañana le nublaba la frente: la respiración se le acortaba, el brazo se resistía a levantar el instrumento, las carnes se le volvían algodón y se le doblaban las rodillas. Exclamó con angustia: —¡Alto, rapaces!— y los diez y nueve mallos de la cuadrilla permanecieron suspensos en el aire como si fuesen uno solo, mientras los gañanes miraban al señor con muda lástima y en un silencio tal, que pudiera oírse el vuelo de una mosca. Al fin dejó don Pedro caer la pértiga, se llevó ambas manos a la frente húmeda, y a vueltas de congojoso sobrealiento, murmuró:
—Rapaces… Ya pasé de mozo. No sirvo… No darme el jarro.
Cuchichearon los gañanes; algunos sacudieron la cabeza entre burlones y compasivos, no sabiendo si era prudente tomar el caso a risa o dolerse mucho de él. Don Pedro, desplomado en los haces, se enjugaba el sudor con un pañuelo amarillo; sus labios temblaban, su rostro estaba demudado, y un dolor real, acerbo y hosco, se pintaba en él. Parecía como si el fracaso de su intento le echase de golpe diez años encima. Sus arrugas, su pelo gris, todas las señales de vejez se hacían más visibles. Y con los ojos cerrados, cubiertos por el pañuelo, la otra mano caída, la espalda encorvada y la cabeza temblorosa, el marqués se veía ya inútil para todo, baldado, preso en una silla, tendido después en la caja, entre cuatro cirios, en la pobre iglesia de Ulloa, o pudriéndose en el cementerio, donde hacía tiempo le aguardaba su mujer.
Así se estuvo unos cuantos minutos, sin que los gañanes se atreviesen a continuar la tarea, ni casi a chistar. Un rumor profundo, contenido, salió de la multitud cuando don Pedro, levantándose impetuosamente, listo como un muchacho y con un semblante bien distinto, alegre y satisfecho, llamó con imperio al Gallo, que, ojo avizor, muy currutaco de traje, muy digno de apostura, asistía a la faena.
—¡Ángel! ¡Ángel!
—Señor…
—Busca al señorito Perucho… Tráelo volando aquí… De mi parte, ¡que venga a majar la camada!
Jamás impensado reconocimiento de príncipe heredero produjo en corte alguna tan extraordinaria impresión como aquellas explícitas y graves palabras del marqués de Ulloa. Inequívoca era la actitud; claro el sentido de la orden; elocuente hasta no más el hecho; y si alguna duda les pudiese quedar a los maliciosos y a los murmuradores de aldea acerca del hijo de Sabel, ¿qué pedían para convencerse? Llamarle a que majase la camada en lugar del hidalgo, era lo mismo que decirle ya sin rodeos ni tapujos: —Ulloa eres, y Ulloa quien te engendró.
Todos miraron al Gallo, a ver qué gesto ponía. Nunca el semblante patilludo del rústico buen mozo y su engallada apostura expresaron mayor majestad y convencimiento de la alta importancia de su misión en la señorial morada de los Pazos. Se enderezó más, brilló su redonda pupila, y respondió con tono victorioso:
—Se hará conforme al gusto de Usía.
Salir el Gallo por un lado y entrar Gabriel por otro, fue simultáneo. Acercose a su cuñado, y hechos