Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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La impresión que producía este segundo reducto fortificado era harto diferente de la del primero. En éste el cultivo suavizaba el aspecto militar, y el alegre y fresco verdor del maíz no permitía que acudiesen al ánimo ideas de antiguas batallas, de sangre y defensas heroicas; sobre la honda trinchera había tendido la naturaleza velo de florida vegetación, y las huellas de la vida humana, de la actividad rústica, el manto amigo de la agricultura, daban al viejo anfiteatro aspecto risueño y apacible. En el Castro Mayor, al contrario, se advertía cierta salvaje grandeza y desolación trágica, muy en armonía con su destino y su puesto en la historia. Era aún, después de veinte siglos, el sitio de las defensas heroicas, de las resistencias supremas; el sitio donde, rotas ya las empalizadas, invadido el Castro de abajo, se refugiaría la destrozada legión, llevándose sus muertos y sus heridos para darles, a falta de honrosa pira, túmulo en aquella elevada cumbre, y resuelta a vender caras las vidas a la hueste cántabro—galaica. La vegetación, los brezos altísimos y tostados por el sol, las carrascas, los tojos, todo adquiría allí entonación rojiza, despertando la idea de un rocío de sangre que los hubiese bañado: a trechos, rompían la lisura del inmenso circuito pequeñísimas eminencias, donde las plantas eran más lozanas todavía, y que a juzgar por su hechura cónica serían acaso túmulos. ¿Quién sabe si un investigador, un arqueólogo, un curioso, cavando en aquel suelo vestido de plantas monteses y de ruda y selvática flora, descubriría ánforas, monedas, hierros de lanza, huesos humanos?
La soledad era absoluta en aquel lugar elevado y casi inaccesible; el cielo parecía a la vez muy alto y muy próximo, y como nada limitaba la vista, horizonte inmenso lo rodeaba por todas partes, resultando el firmamento verdadera bóveda de azul infinito y profundo, que encerraba a manera de fanal el inmenso anfiteatro. Las lejanías, más bajas que el Castro, se perdían gradualmente en tales tintas rosadas y cenicientas, que formaban la ilusión de un lago, o del mar, cuya extensión se divisase lejos, muy lejos. Parecía que el Castro fuese una isla, suspendida sobre un océano de vapores. La calma y el silencio rayaban en fantásticos: allí no había pájaros, sea porque sólo un árbol —un viejo roble, digno de ser contemporáneo de los druidas— se alzaba en la gigantesca plataforma, como respetado por la pala de los soldados que habían nivelado el monte para fortificarlo, sea porque la altura, gravedad y solemnidad misteriosa de aquel sitio intimidase a las aves. Una liebre, galopando entre los brezos, fue el único ser viviente que encontraron los fugitivos.
Divirtiéronse estos durante un buen rato en otear todo el país circunvecino, que desde la estratégica altura se dominaba completamente. El caserío de Naya se les presentaba a sus pies como esparcida bandada de palomas; más lejos las Poldras y el río espejeaban al sol; eran un hilo verdoso, roto a trechos por blancos espumarajos; y allá remoto, remoto, se hundía el valle de los Pazos, donde la casa solariega era un punto rojo, el color de sus tejas. Manuela mostró una especie de terror a la vista.
—¡Madre mía del Corpiño, qué lejos estamos de la casa!
Perucho la tranquilizó riendo.
—No, mujer… Parece así porque la vemos de alto. Vaya que de poco te pasmas. ¿No tienes voluntad de descansar? ¿No te pide el cuerpo sentarte?
—Hombre… me dan ganas de hacerte no sé qué. Hace mil años te dije que me cansaba, y ahora sales… Yo ya estaba aguardando a ver si querías que me cayese muerta. ¡Y con este calor! Aquí tan siquiera corre un poquito de aire.
—Pues ven.
Acercáronse al roble, cuyo ramaje horizontal y follaje oscurísimo formaban bóveda casi impenetrable a los rayos del sol. Aquel natural pabellón no se estaba quieto, sino que la purísima y oxigenada brisa montañesa lo hacía palpitar blandamente, como la vela del bote, obligando a sus recortadas hojas a que se acariciasen y exhalasen un murmullo como de seda arrugada. Al pie del roble, el humus de las hojas y la sombra proyectada por las ramas habían contribuido a la formación de un pequeño ribazo resto acaso de uno de aquellos túmulos, así como el duro y vigoroso roble habría chupado acaso la sustancia de sus raíces en las vísceras del guerrero acribillado de heridas y enterrado allí en épocas lejanas.
—Ahí tienes un sitio precioso —dijo Perucho.
Dejose caer la montañesa, recostada más que sentada, en el tentador ribazo.
—La hierba está blandita y huele bien… —exclamó la niña—. No hay tojos… ¡Qué ricura!
—¿A ver? —murmuró él; y desplomose a su vez en el ribazo, riendo y apoyándose en las palmas de las manos.
—¡Vaya! Ni un tojo para un remedio… ¡Y qué sombra de gloria! ¡Ay… gracias a Dios! Estaba muerta… Mira cómo sudo —añadió cogiendo la mano del montañés y acercándola a su nuca húmeda.
—¿Quieres escotar un cachito de siesta? —preguntó el mozo, mirándola con ternura—. Aquí hay un sitio que ni de encargo… Si hasta parece que la tierra hace figura de almohada… Yo te echaré la chaqueta para que acuestes la cabeza…
—Y tú, ¿qué haces ínterin yo duermo? ¿Papas moscas?
—Duermo también a tu ladito… Como marido y mujer. ¿No te gusta? Sí tal, sí tal.
Quitose el chaquetón, y extendiolo con precauciones minuciosas, de modo que la cabeza de Manuela quedase cómodamente reclinada en el cojín que formaba una manga bien envuelta con el cuerpo. Enseguida se tendió al lado de la montañesa, poniéndose bajo la nuca su hongo gris, para no coger una tortícolis. La hierba del ribazo era en efecto olorosa, espesa, fina, menuda, y entretejida como la lana de una alfombra de precio. Al lado de la cabeza de Manuela crecía una gran mata de biznaga, cuyos airosos tallos prolongados y blancas umbelas de flores menuditas con la punta roja en medio, parecían, al destacarse sobre el fondo azul del horizonte, una6 transparente obra de hábil pintor. Por efecto de la posición, le parecían a la montañesa altísimas aquellas biznagas; más altas que los montes que se perdían en los tonos vagos y vaporosos del horizonte lejano. Así se lo dijo a su compañero. Este respondió a la observación con una sonrisa cariñosa, y dijo:
—Levanta un poco el cuerpo… te pasaré el brazo así por debajo…
Hízolo y quedaron careados. La claridad solar, que pugnaba por atravesar el follaje de la encina, les derramaba en las pupilas un centelleo de pajuelas de oro; en los ojos negros de Manuela se convertían en reflejos de ágata, y en los azules de Perucho tenían el colorido de la gota de vino blanco expuesta a la luz… Complacíase la viva claridad en descubrir, jugando, los más mínimos pormenores de aquellos rostros juveniles: doraba la pelusa de las mejillas: arrojaba una sombra rosada, con venillas rojas, en el tabique de la nariz, en el velo del paladar, que se divisaba por entre los dientes nacarados y entreabiertos, y en el hueco de las orejas; daba tonos azulados al pelo negrísimo de la niña, e irisaba los rizos de Perucho, que se encendían y parecían una aureola, con visos como de venturina.
Manuela alargó la mano, la hundió entre las sortijas de su amigo, y las deshizo y alborotó con placer inexplicable. Aquella cabellera magnífica, tan artísticamente colocada por la naturaleza, tan rica de tono que estaba pidiendo a voces la paleta de un pintor italiano para copiarla, era una de las cosas que más contribuían a mantener la admiración y el culto