Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—Aquí tiene usted un libro curioso, el que le costó la cárcel a su autor —pensó el comandante—. Veremos si a mí me trae el sueño.
Echado ya y vuelto hacia la luz, abrió con interés el delgado volumen. Lo primero que le llamó la atención, en la primera hoja, fueron algunos garrapatos informes, que delataban la mano de un niño, y el nombre de Pedro escrito con enormes y dificultosas letrazas. Gabriel comenzó la lectura. A los pocos minutos, el interés de lo que iba leyendo le hizo insensiblemente olvidar la sed y el desasosiego nervioso; funcionó con gran actividad su imaginación y se tranquilizó su cuerpo. De dos cosas estaba pasmado el comandante, y al paso que iba leyendo, se las comunicaba a sí mismo en interior monólogo.
—¡Demonio… qué retebién escribía el fraile! Tienen razón en decir que estos moldes se han perdido… ¡Zape, zape! Y no se mordía la lengua… Vaya unos comentarios, vaya unos escolios y aclaraciones, ¡como si la cosa de por sí no estuviese bastante clara ya! ¡Mire usted que estas metafísicas acerca del beso! No, y es que ningún poeta ni ningún escritor de ahora discurriría explicación más bonita: está oliendo a Platón desde cien leguas… ¡Qué lindo! Este deseo de cobrar cada uno que ama su alma, que siente serle robada por el otro, e irla a buscar en la boca y en el aliento ajeno, para restituirse de ella o acabar de entregarla toda… ¡Mire usted que es bonito, y endiablado, y poético, y todo lo demás que usted quiera! Ah… pues no digo nada los detalles de… ¡Santo Dios, santo fuerte! No, lo que es este libro… Luego se andan escandalizando de cualquier cosa que hoy se escriba, que ninguna tiene ni este fuego, ni esta fuerza, ni esta hermosura, ni esta… ¡acción comunicativa! ¡Pero qué hermosura tan grande, qué lenguaje y… qué diabluras para libro piadoso… !
Se hundió completamente en la lectura, embelesado, con el alma y los sentidos pendientes del admirable cuanto breve poema. Una aspiración profana a la dicha amorosa llenaba todo su ser, y creía oír de los puros labios de la montañesita aquellas embriagadoras palabras: «No me mires, que soy algo morena, que mirome el sol: los hijos de mi madre porfiaron contra mí, pusiéronme por guarda de viñas: la mi viña no guardé… ». Acabose el libro antes que las ganas de leer, y el artillero apagó de un rápido soplo la luz, quedándose embelesado en dulces representaciones y en proyectos sabrosos. La sed se le había calmado del todo; la fantasía, aunque excitada por la lectura, cayó en esas vaguedades precursoras del descanso; las ideas perdieron su enlace y continuidad, se deslizaron, se hicieron flotantes e inconsistentes como el humo; Gabriel vio viñas y prados, campos de mies opulenta, un mar de mies que no concluía nunca; su sobrina le guiaba al través de él, diciéndole mil ternezas en bíblico estilo y en primorosa lengua castellana; el cura de Ulloa estaba allí, no austero y triste, sino paternal y venerable, con un jarro de agua fresca en la mano… Gabriel pegaba la boca al jarro, bebía, bebía… ¡Qué agua tan delgada, tan refrigerante y deliciosa!
Oyose la clara y atrevida voz del gallo; un reflejo blanquecino penetró por las rendijas de las ventanas. El comandante Pardo dormía a pierna suelta.
Capítulo 5
Se despertó muy tarde, rendido de su lucha con el insomnio. Cuando la cocinera, mocita frescachona, rubia, de buenas carnes —que desde la mudanza de estado de Sabel desempeñaba el negociado de los pucheros— le subió el chocolate a petición suya, eran cerca de las nueve y media: hora extraordinaria para los Pazos, donde todo el mundo madrugaba siguiendo el ejemplo del amo, a quien antes despertaban con la aurora sus aficiones de cazador y ahora su consagración a las faenas agrícolas.
Los pensamientos de Gabriel al dejar las ociosas plumas, desayunarse y asearse, fueron sobremanera halagüeños. Su sobrina le esperaría ya, y en tan amable compañía prometíase otra jornada como la de la víspera, otro viaje de exploración por los alrededores de los Pazos y, al mismo tiempo, por los repliegues de un corazón candoroso, tierno y franco, donde el artillero quería penetrar a toda costa. Y no sólo por inclinación, sino por deber, fundiéndose en su deseo los más egoístas y los más nobles sentimientos del alma, que eso suele ser, bien mirado, el amor. Gabriel se atusó y acicaló lo mejor posible, y se peinó de manera que el pelo le adornase con mediana gracia la cabeza (aunque sin recurrir a artificios de tocador, indignos de tan varonil y discreta persona), y aguardó, con ansiedad natural y disculpable, los golpecitos en la puerta. Corrió tiempo. Nada. Impaciente ya, midió repetidas veces el aposento, lo recorrió y examinó todo, abrió la ventana, asomose a ella, miró el paisaje, notó que el día era canicular y la temperatura senegaliana, espantó con el pañuelo las impertinentes moscas que venían a posársele críticamente en el hueco de las orejas o en la comisura de los labios —donde más podían fastidiarle—, sonrió ante las ingenuas pinturas del biombo, intentó coger un libro, miró el reloj… Nada. La incertidumbre le freía la sangre. Se determinó a salir, buscando el camino de la habitación de su cuñado. Recorrió salones, más o menos destartalados, y durante la caminata observó algún hermoso vargueño con incrustaciones, de esos que hoy se pagan y estiman tanto, abandonado y estropeándose en un rincón, algún cuadro al óleo, cuyo asunto era imposible adivinar, de tal modo se habían ennegrecido los betunes y las tierras, y tan resquebrajado se hallaba por falta de barniz; vio, en suma, indicios de lo que pudo ser en otro tiempo aquella señorial morada, que inspiraba a Gabriel dilatadas tesis de filosofía histórica. Sólo que entonces no estaba el horno para pasteles. ¿Dónde se habría metido todo el mundo? Porque tampoco el hidalgo de Ulloa parecía por ninguna parte. En su habitación sólo encontró Gabriel a la vieja perra de caza, tendida bajo el rayo de sol que de una ventana caía. Al ruido de los pasos del artillero, la perra entreabrió un ojo sin alzar el hocico que recostaba en las patas de delante, y azotó el suelo con el muñón del rabo, como dando los buenos días.
En vista de que la casa parecía un palacio encantado o abandonado por sus moradores, Gabriel bajó a la cocina, donde halló a la nueva hermosa fregatriz ocupada en la labor de un picadillo. Con tanta energía meneaba la media luna sobre la tabla de picar, que la había excavado por el centro, y es seguro que en albondiguillas o chulas se tragarían los señores, a vuelta de pocos años, un castaño o roble enterito. Cuando Gabriel preguntó por el hidalgo, la moza dio paz a la media luna y le miró, abriendo la boca de un palmo.
—Le está en la era… ¡con los que majan! —exclamó al fin asombrada de la pregunta.
No comprendía Gabriel el asombro de la chica, ni toda la importancia de la gran faena de la maja, esa faena en que se asocian el cielo y la estación estival al trabajo del hombre, esa faena que no puede realizarse sino en el corazón del año, en mitad de la canícula, en los brevísimos días, que en Galicia apenas llegarán a ocho, cuando el agricultor, pasándose el revés de la mano por la empapada frente y respirando fuerte, exclama:
—¡Qué día de maja nos manda hoy Dios!
A la entrada de la era de los Pazos, el comandante se paró sorprendido por el cuadro, para él novísimo, que se le ofrecía. No era posible imaginarlo más animado, más bucólico, más digno de un pintor colorista, alumno de la naturaleza y fiel a la realidad, enemigo de afeminaciones de dibujo y falsas luces cernidas por cortinas de taller. No siendo de piedra la era, habíanla barnizado con una costra espesa de boñiga de vaca, a fin de que el fruto no se confundiese entre la arena y el polvo, y rodeándola de sábanas sostenidas por cuerdas, con objeto de que el mismo grano no rebasase del circuito donde se majaba. Las camadas de pan, ópimas, gruesas, mullidas, se tendían sobre el espacio cuadrilongo, en correcta formación: y los membrudos gañanes, remangados, en dos hileras situadas frente a frente, aporreaban con sus pértigas, a compás, la extendida mies, haciendo saltar las perlas de oro del trigo, impacientes ya por salirse, con el menor pretexto,