Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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te manda llorimiquear ni apurarte? —pronunció enfáticamente.

      —Porque tenían razón —tartamudeó él.

      —No señor. Yo te quiero a ti, ya se sabe. Mas que fueses hijo del verdugo. Valientes tontos, y tú más tonto por hacerles caso.

      —Bien —murmuró él—; me quieres, corriente, estamos en eso; pero es allá un modo de querer que… Yo me entiendo. Es un querer, así… porque… porque uno se crió desde pequeñito junto con el otro, sin apartarse… y tienes costumbre de verme, como quien dice… y… y… Yo te voy a aclarar cómo me quieres, y si acierto, me lo confiesas. ¿Eh? ¿Me lo confiesas?

      —Hombre… —clamó ella con la boca atarugada de brona— siquiera das tiempo a uno para tragar el bocado y contestar… Conformes; te lo confesaré. ¡Falta saber qué es lo que he de con—fe—saaaar!

      —Tú me quieres… como quieren las hermanas a los hermanos. ¿Eh? ¿Acerté?

      —Mira tú. ¡Verdad! Si yo siempre pensé de chiquilla que lo eras, no entiendo por qué… —Aquí la montañesa dio indicios de quedarse pensativa, con la brona afianzada en los dedos, sin llevarla a la boca—. Y yo no sé qué más hermanos hemos de ser. Siempre juntos, siempre, desde que yo era así… (bajó la mano indicando una estatura inverosímil, menor que la de ningún recién nacido). Aún hay hermanos que no se crían tan juntos como nosotros.

      Perucho permaneció silencioso, con el pan caído a su lado sobre la hierba, una rodilla en el aire, que sostenía con las manos enclavijadas, y mirando hacia el horizonte.

      —¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara de bobo?

      —Eso ya lo sabía yo… —exclamó él desesperado, descargándose de golpe una puñada en el muslo—. ¿Ves… ? ¿Ves cómo tenían razón los de Orense? Lo que tú me quieres a mí… es… así… por eso, porque desde chiquillos andamos juntitos y, a menos que fueses una loba, no me habías de tener aborrecimiento… ¡Pues andando! Siga la música… Y que se lo lleven a uno los diablos.

      Encarose violentamente con la niña, y tomándole las muñecas, se las apretó con toda su alma y todo su vigor montañés. Ella dio un chillido.

      —Yo te quiero a ti de otra manera, muy diferente… te quiero como a las novias, con amor, con amor (vociferó esta palabra). Si se calla uno más de cuatro veces, es por miramientos y consideraciones y embelecos… Que se vayan a paseo todos ellos juntos… Aguantar que a uno no le quieran, ya es martirio bastante; pero ver que viene otro y con sus manos lavadas le escamotea la novia, le roba todo… Eso ya pasa de raya… No tengo paciencia para sufrirlo ni para verlo… No, y no, y no lo veré, me iré, me iré, aunque sea a la isla de Cuba.

      Manuela oyó todo esto derramándose en risa, porque el enfado de su amigo le gustaba; y sobre todo, encantábale la idea de calmarlo con unas cuantas frases cariñosas, que sin esfuerzo, antes muy a gusto suyo, le salían del corazón.

      —Lo dicho: a ti hoy picote una avispa o un alacrán en el monte… Yo quisiera saber de dónde sacas tanto disparate… ¿Quién te viene a quitar la novia, ni quién me coge a mí, ni me lleva, ni todas esas barbaridades que sueñas tú?

      —El tío Gabriel te quiere; está enamorado de ti. Ha venido a casarse contigo. No me lo niegues.

      —Vaya, lo dicho.

      Manuela se tocó la frente con el dedo y meneó la cabeza.

      —No, no me llames loco; porque me parece que haces risa de mí o que me quieres engañar. Dime sólo una cosa. ¿Te gusta tu tío Gabriel?

      —¿Gustar?… ¿Qué sé yo lo que es gustar, como tú dices? El tío Gabriel me parece muy bueno, muy listo, y un señor así… no sé cómo te diga… muy fino, y que sabe mucho de muchísimas cosas… Un señor diferente de los de por acá, de Ramón Limioso, del sobrino del cura de Boán, Javier, de los de Valeiro… de todos.

      —Ya lo ves —exclamó con aflicción el mancebo—; ya lo estás viendo… Tu tío… ¡te gusta!

      —Pues sí; claro que me gusta… ¡No tiene por qué no gustarme!

      Las correctas líneas del rostro de Perucho se crisparon. Las raras veces que tal sucedía, palidecían sus mejillas un poco, dilatábansele las fosas nasales, se oscurecían y centelleaban sus ojos de zafiro, poníase más guapo que nunca, y era notable su parecido con las estampas de la Biblia que representan al ángel exterminador o a los vengadores arcángeles que se hospedaron en casa de Lot el patriarca. Manuela lo contemplaba con placer, a hurtadillas; y de pronto, pasándole suavemente una mano por detrás de la cabeza y atrayéndolo a sí, murmuró:

      —Tú me gustas más, queridiño.

      —A ver, dilo otra vez.

      —Te lo daré por escrito. —Hizo ademán de escribir en el suelo con el dedo, y deletreó: Me—gus—tas—más.

      —Manola, vidiña… A mí, ¿me quieres más a mí?

      —Más, más.

      —¿Te casarás conmigo?

      —Contigo.

      —¿Conmigo? ¿Aunque tú seas señorita y yo… un labrador?

      —Aunque fueses el último pobre de la parroquia. Yo no soy tampoco una señorita… como las demás. Soy una montañesa, criada entre las vacas. Estaría yo bonita allá en pueblos de no sé. Más señorito pareces tú que yo.

      —Y si tu padre…

      Manuela miró al suelo; su boca se contrajo por espacio de un segundo. Luego suspiró levemente:

      —Para el caso que me hace papá… Yo no sé de qué le sirvo… ¡Bah! Desde pequeñita sólo tú hiciste caso de mí, y me cumpliste los caprichos y me mimaste… Cuando necesitaba dos cuartos… ¿te acuerdas?, me los prestabas… o me los regalabas… Tú me traías los juguetes y las rosquillas de la feria… En el invierno, cuando te vas, parece que se me va lo mejor que tengo y me quedo sin sombra.

      —¡Qué gusto! —exclamó él, y con ímpetu irresistible se levantó, le apoyó las manos en los hombros, y la zarandeó como se zarandea al árbol para que suelte el fruto. Luego se le hincó de rodillas delante, sin el menor propósito de galantería.

      —Manola, ruliña, dame palabra de que nos hemos de casar tan pronto podamos. ¿Me la das, mujer?

      —Doy, hombre, doy.

      —Y de que hasta la tarde no volvemos a los Pazos.

      —¡Uy! Reñirán, se enfadarán, armarán un Cristo.

      —Que lo armen. Que riñan. Hoy el día es nuestro. Que nos busquen en la montaña. Aquí corre fresco, da gusto estar. ¿No comiste bastante? ¿Tienes hambre? Ahí va el pan, y más miel.

      —¿Y qué vamos a hacer aquí todo el día de Dios? —preguntó ella risueña y gozosa, como si la pregunta estuviese contestada de antemano.

       —Andar juntos —respondió él decisivamente—. Y subir a los Castros. Desde aquí todavía estamos cerca de Naya.

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