Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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la convicción de que su amo era un santo y a ratos un simple. Algunos hábitos y prácticas del cura le infundían temor vago; porque Goros era supersticioso, y a pesar de sus irreverentes bravatas, tenía miedo cerval a los muertos y a los aparecidos. ¿Qué manía la del señor abad, de pasarse horas y horas en el cementerio, y volver de allí con los ojos más hundidos y la boca más contraída que nunca?

      Al salir el abad para su misa, solían pasar entre amo y criado diálogos por el estilo del siguiente:

      —Señor, ¿y ha de volver pronto para el chocolate? —preguntaba Goros partiendo astillas de leña menuda contra el hueso de la tibia derecha— (es de advertir que el fámulo tenía carne de perro). ¿Parará mucho en el camposanto hoy?

      Un levísimo matiz sonrosado aparecía en los desecados pómulos del cura, que contestaba haciéndose el distraído:

      —Tú prepara el chocolate… y si se enfría… lo arrimas un poquito a la lumbre…

      —Se echará de pierda —contestaba Goros que solía tratar con notable desenfado a la lengua castellana.

      —No, hombre… siempre está bueno a cualquier hora.

      No se atrevía el criado a porfiar. Aquella suavidad y mansedumbre le imponían silencio y obediencia, mejor que ningún regaño. Batía su chocolate con resignación y aguardaba.

      También por las tardes solía el cura entretenerse más de la cuenta en el dichoso cementerio, y Goros, después de la puesta del sol no dejaba de recelar que le sucediese algo; no sabía explicar qué, pues ningún riesgo concreto había en el breve camino de la iglesia a la rectoral. La inquietud le obligaba a situarse de centinela junto a la puerta del huerto por donde solía entrar su amo. Allí se lo encontraron las dos visitas inesperadas que fueron a turbar el sosiego de la vida ascética del abad de Ulloa.

      La montañesa y su tío pusieron el pie en el huerto del cura cuando ya el sol declinaba. Una gran melancolía inundaba el huerto, cuya puerta abrió Goros de par en par, deshaciéndose en muestras de cortesía debidas a la presencia de Gabriel, pues a Manolita no era novedad verla por allí de tarde en tarde, y se la recibía como niña a quien el cura había tenido mil veces en brazos de chiquita, pero las trazas del comandante impusieron respeto al tosco fámulo.

      —De contadito llega el señor abade… —murmuraba este—. Entren, pasen, siéntense… ¿Ven?, ya viene por allá…

      Sobre la zona encendida del poniente, en el camino hondo, vieron tío y sobrina moverse y aproximarse una figura negra, y conforme se aproximaba, distinguía Gabriel sus contornos angulosos, acusados por la raída sotanuela, y su cabeza pálida, exangüe, en que dibujaban dos agujeros de sombra las concavidades de los ojos.

      —¡Don Julián, don Julián! —gritó Manuela.

      El cura apretó el paso, y al tenerlo cerca, Gabriel reparó atónito en el carácter de su fisonomía, en el rostro demacrado, tan semejante a esas caras de frailes penitentes que surgen de un fondo de betún sobre las paredes de refectorios y sacristías antiguas; en los ojos cavos, de párpado delgadísimo, que dejaba transparentar el globo de la órbita; en el pliegue de la boca, semejante a un candado que cerrase las puertas del alma. No parecía muy viejo el cura de Ulloa; pero se veía en él la anulación del cuerpo. En aquella espléndida tarde de verano, impregnada de calor, de vida, de fecundidad y regocijo, Gabriel sintió, al ver al abad, repentino frío en la espalda, y el recuerdo de su hermana muerta cayó sobre él como el velo negro sobre la cabeza del sentenciado.

      Adelantose, no obstante, y con el mayor respeto tomó la mano del abad y aplicó a ella los labios. De puro sorprendido, no retiró la diestra Julián; pero a sus macerados pómulos afluyó un poco de sangre… y balbució, clavando los ojos en la tierra:

      —Señor… señor…

      —Para servir a usted, Gabriel Pardo de la Lage, el hermano de Marcelina…

      La ola de sangre subió a la frente del cura, bajó a las orejas, al cogote y pescuezo; un temblor agitó la cabeza y la mano que el artillero no había soltado aún. De repente, el cura se echó hacia atrás, desprendió la mano, y la llevó a la frente, al mismo tiempo que se apoyaba en la tapia del huerto. Ya se acercaba el artillero para sostenerle; pero recobrando su continente absorto y como fantasmagórico, al cual contribuían los ojos siempre bajos, el abad murmuró:

      —Por muchos años… Servidor de usted… Sea usted muy bien venido… Pase, suba; en la sala estará más cómodo que aquí.

      —¿Yo no soy nadie, don Julián? —preguntó Manuela ofendida de que el cura no hubiese contestado a su saludo.

      —¿Qué tal, Manolita? —exclamó Julián, y alzando los ojos, miró a la niña con indulgencia, aunque sin calor. Pero fue obra de un minuto. La cortina de los párpados volvió a caer, y el cura echó a andar, señalando a sus visitas el camino de la sala. Gabriel protestó: prefería quedarse en el huerto; y se sentaron en un banco de piedra, frente a unas coles. La conversación languidecía. El cura preguntaba acerca del viaje y del vuelco, y después de oída la respuesta, transcurría un minuto de silencio. No sabía el artillero qué decir: todo cuanto hablaba, y hasta el sonido de su voz, le parecía extraño y fuera de sazón, y sentía ese recelo, esa cautela y esa especie de sordina en el acento, en los movimientos y hasta en la mirada que procuran adoptar los profanos cuando visitan. ¡Extraña sensación! Nada de cuanto diga yo —pensaba Gabriel— puede interesar a este santo; estamos en dos mundos diferentes: a él le parece extraño mi lenguaje, y no me entiende; y lo que es yo, tampoco le entiendo a él. ¡Un creyente a puño cerrado! —Y miraba con atención el rostro ascético y los ojos bajos—. Un hombre que tiene fe… ¿Qué le importa lo que a mí me preocupa? ¿Cómo haré para marcharme pronto, sin que parezca descortesía?

      Su sobrina le dio el pretexto. Era tarde; había que estar en los Pazos para la cena. Y se despidieron, siempre con la misma amabilidad triste y forzada por parte del abad, y el mismo inexplicable recelo por la de Gabriel. Caminaron en silencio al salir de la rectoral: parecía que algo les pesaba sobre el corazón. Al acercarse a los Pazos, oyeron el alegre vocerío de segadores y segadoras, y Gabriel, divisando a su cuñado que presidía la faena, tomó hacia el campo donde segaban. Sobre el fondo oscuro de la tierra vio blanquear las camisas y sayas, las fajas rojas y los pañuelos azules de labriegos y labriegas; contra un matorral descansaba un jarro de barro, y la cuadrilla, entonando su inevitable ¡ay… le le! se daba prisa a atar los haces, sirviéndose de las rodillas para apretar la mies. El olor embriagador de los tallos cortados embalsamaba el aire, y el artillero sintió una ráfaga de alegría y contempló embelesado el cuadro.

      Mientras tanto, Manolita, andando despacio y pensativa, tomaba el senderito que conducía a la linde del bosque. Parecía, por su frecuente volver la cabeza hacia todos los lados, como si buscase o aguardase impaciente alguna cosa. Atravesó el soto: una neblina ligera, producida por el gran calor de todo el día, se alzaba del suelo, y los dardos de oro del sol no atravesaban ya el follaje. Al salir de la espesura, un hombre se irguió de repente ante la montañesa. El chillido que acudía a la garganta de Manuela se convirtió en risa alegre, conociendo a Perucho; mas la risa se apagó al ver la cara demudada del muchacho, sus ojos que despedían fuego, su actitud de dolor sombrío, nueva en él. Manuela le miró ansiosa, y el mancebo, después de considerarla fijamente algunos segundos, le volvió la espalda, encogiéndose de hombros. La niña sintió en el corazón dolor agudo.

      —¡Pedro! —gritó. Muy rara vez le había llamado así.

      Él se alejaba despacio. De repente dio la vuelta, y corriendo, tomó en sus brazos a la montañesa, la alzó del suelo con ímpetu sobrehumano,

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