Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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Atiéndeme… Yo me he criado en un pueblo, he estudiado en otro, he vivido en varios, y no he estado en lo que se llama campo, sino en el campamento, que es muy diferente… Allí mira uno la tierra desde el punto de vista de cómo podrá, abierta en trincheras, servir para resguardarse del enemigo… y las montañas que yo he visto y recorrido, ¿sabes lo que buscaba en ellas? Un punto estratégico en que situar una batería… para santiguar desde allí a cañonazos a los carlistas.

      Inclinose la montañesa hacia su tío, revelando en sus ojos brillantes, en su respiración agitada, el interés con que infaliblemente escucha la mujer toda historia en que juega el valor masculino.

      —¿Estuvo en muchas batallas? —preguntó mostrando gran curiosidad.

      —En unas pocas… pero no batallas campales y en grande, hija mía, como esas que tú habrás visto pintadas o te habrás representado en la imaginación; fueron encuentros parciales, tomas de fortines, asaltos de trincheras, escaramuzas, tiroteos de avanzadas…

      —¿Y muere gente en eso como en lo otro?

      —¡Ah! Morir, sí, lo mismo; en proporción, quizá sea más peligroso… Allí ve uno muy de cerca el brillo de las bayonetas y los machetes, y la boca de los rewólvers.

      —¿Y a usted… lo hirieron? ¿Le hicieron daño?

      —Sí, a veces… Rasguños.

      —¿En dónde? ¿Aquí? —exclamó la chiquilla alargando su dedito moreno hasta rozar con él la mejilla de su tío, el cual se estremeció dulcemente, como si le hiciese cosquillas una de las delicadas gramíneas que cortaba.

      —No… —dijo sin ocultar el estremecimiento—. Esto fue la explosión de un poco de pólvora que se me quedó embutida debajo de la piel…

      —¡Ay!, me ha de contar cómo fue. No… , pero antes las batallas.

      Gabriel se incorporó quedándose sentado en la hierba, con las piernas estiradas y el —266— haz de gramíneas en la mano. Habíalas verdaderamente airosas y elegantes, montadas en tallos como hilos; sus menudas simientes pajizas temblaban, bailaban, oscilaban, se encrespaban y bullían como burbujas de aire moreno, como gotas de agua enlodada; algunas semejaban bichitos, chinches; otras, como la agrostis, tenían la vaporosa tenuidad de esas vegetaciones que la fina punta del pincel de los acuarelistas toca con trazos casi aéreos, allá al extremo de los países de abanico: una bruma vegetal, un racimo de menudísimas gotas de rocío cuajadas. Con aquel fino puñado de hierba, Gabriel acarició la cabeza trigueña de su sobrina, diciendo con una explosión de alegría casi infantil:

      —¡Ah, pícara… pícara! Ves cómo tenemos de qué hablar… y nos sobra. ¿Lo ves, lo ves? Yo te cuento guerras o catástrofes como esta de la pólvora que se me metió entre cuero y carne, y muchas cosas más que me han pasado; y tú…

      —¡Bah! No haga burla, no haga burla… Ya se sabe que yo no puedo contar nada que valga dos nueces.

      —Que sí, mujer… Más que yo; doscientas veces más. Tú eres una doctora y yo un ignorantón.

      —¿Con tanto como estudió?

      —En los colegios, hija mía, nos enseñan cosas muy raras y estrafalarias, que andan en libros… y mira tú, lo bueno es que allí se quedan, porque luego, en la vida, no se las vuelve uno a encontrar ni por casualidad una sola vez. Pues sí… ¡tú vas a reírte de mí cuando veas lo tonto que soy! No diferencio el trigo del centeno…

      La montañesa soltó una carcajada fresquísima.

      —No he visto nunca moler un molino… El único en que estuve lo tomamos a cañonazos: era un molino en que se habían hecho fuertes las gentes del cabecilla Radica… Ya te figurarás que no molía entonces…

      Redobló la carcajada de Manuela.

      —Tampoco he visto segar… Ayer me enteré de que hacéis unas cosas que se llaman medas, que son como una pirámide de haces de mies… y eso porque te vi encaramada encima como un loro en su percha…

      Ya no era risa; era convulsión lo que agitaba a Manuela, obligándola a echarse atrás, a recostarse en el tronco del castaño para no caer… Con una mano, a la usanza aldeana, se comprimía la ingle, y con otra se tapaba la boca y la nariz, pero entre sus dedos rezumaban y salpicaban chorros de risa que, por decirlo así, caían sobre el rostro del artillero.

      —Ay… ay… que me muero… que no puedo más… —decía la chiquilla—. Ay… por Dios… no diga tontadas así…

      Sonreíase él, contento del efecto producido, y haciendo girar entre pulgar e índice el fino tallo de una gramínea, que por el volteo apresurado parecía una rueda de dorada niebla. Parose, al ver un insecto semejante a una media bola de coral pulido, con pintas de esmalte negro, que le había caído sobre el dorso de la mano y allí permanecía inmóvil.

      —Ahí tienes —murmuró dirigiéndose a su sobrina, que pasado el espasmo se había quedado como aturdida, con dos lágrimas que le asomaban al canto de los lagrimales—, mira si es verdad lo que tanto te hace reír, que ahora me veo en el apuro de ignorar qué fiera es esta que se me ha domiciliado en la mano.

      —¿Esa? —balbució la niña como saliendo de un letargo— es una mariquita de Dios.

      —¿Y por qué se está tan quieto este bicho divino?

      —¿Quiere que vuele? Yo la haré volar enseguida.

      —¿Pinchándola? No. Mira que yo, aquí donde me ves con estas barbas, no puedo sufrir que se lastime a ningún animal.

      —¿Piensa que yo soy un verdugo? Verá cómo vuela sólo con hablarle.

      Y la niña, acercándose tanto a la mano de su tío que este sintió el húmedo calor y la frescura de su sano aliento, murmuró misteriosamente:

      —Mariquiña, voa, voa, que ch’ei de dar pan è ceboa.

      A las primeras sílabas del conjuro el insecto se bullió; a las segundas removió sus patas, que parecían hechas de cabitos cortos de seda negra; a las terceras entreabrió las alas de coral, descubriendo debajo otras de gasa, de sombría irisación, que tenía replegadas como las alas membranosas del murciélago; y antes de que la fórmula cabalística terminase, alzó el vuelo rápidamente y se perdió en el aire.

      —No he visto en los días de la vida animal más bien mandado —observó Gabriel un tanto sorprendido—. ¿Obedecen así los demás bicharracos?

      —¿Los demás? ¡Buena gana! Si fuese una avispa y le clavase el aguijón… ya vería si obedecen o no.

      —¿De modo que los bichos más dañinos son las avispas?

      —¡Uy!, otros son peores. Hay los de cuatro patas… Raposos y lobos; allá en lo más alto de la sierra, jabalíes; la marta, que se come las gallinas; el miñato, que mata las palomas… Pero a mí esos animales fieros no me dan cuidado ninguno; me gustaría ir con los cazadores cuando dan la batida a los lobos, que debe ser precioso; pero a lo que tengo miedo es a… los perros rabiosos, en este tiempo del año. Dice que cuando muerden, para que uno no se muera, hay que quemarle con un hierro ardiendo el sitio donde dejan la baba… ¡ih, ih, ihhh! (Manolita se estremeció, subiendo los hombros como si tuviese frío.)

      —¡Qué

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