Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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El matrimonio salió a esperar al huésped en la meseta de la escalera, deshaciéndose en obsequiosos ofrecimientos al «señorito». Parecían los verdaderos dueños de la casa. Aunque Sabel no guisaba ya, ¡pues no faltaría otra cosa!, se enteró minuciosamente de lo que el huésped podía apetecer para su cena. ¿Una ensaladita? ¿Tortilla? ¿Lonjas de carne? ¿Chocolate? Gabriel repetía que cualquier cosa, que él comía de todo; y en esta porfía me lo iban llevando de habitación en habitación, a cual más destartalada y sin muebles. En el comedor dieron fondo, y según la costumbre del país, sentáronse ante la mesa libre de manteles, presenciando cómo la cubrían. Gabriel, al comprender que se trataba de cenar, buscó con los ojos algo que no parecía por el comedor. Y al fin no pudo contenerse.
—¿Y Manolita? —preguntó—. ¿Y Manolita? ¿No cena?
—¿La chiquilla?… ¡Busca! ¿Quién cuenta con ella? —respondió el marqués de Ulloa, como si dijese la cosa más natural y corriente del mundo—. ¿En tiempo de siega? Echarle un galgo. Ahora se juntarán en la era todas las segadoras, y armarán un bailoteo de cuatrocientos mil demonios, y pandereta arriba y pandereta abajo, y copla va y copla viene, y habiendo una luna hermosa como hay, tenemos broma hasta cerca de las diez.
No replicó palabra Gabriel, por lo mismo que se le ocurrían infinidad de objeciones: pero no era ocasión de soltar la sin hueso allí delante de la criada que entraba y salía llevando platos, vasos y servilletas. Su impulso era decir: —Pues mira, vámonos a la era, y luego cenaremos juntos—, pero se contuvo: todo le parecía prematuro, indelicado y fuera de sazón mientras no tuviese con su cuñado una entrevista, lo que se llama una entrevista formal.
Trató de entretenerse observando. Le parecía poético aquel comedor tan distinto de los que se ven en todas partes, sin aparadores, sin platitos japoneses o de Manises colgados por la muralla, sin cortinas ni chimenea; por todo adorno, barrocas pinturas al fresco, desconchadas y empalidecidas, representando pájaros, racimos, panecillos, ratones que subían a comérselos, y otros caprichos de la fantasía del pintor; y en el centro, frente a la vasta mesa de roble y a los bancos duros, de abacial respaldo, el péndulo solemne. También la mesa se le antojó que tenía carácter o cachet, ese no sé qué de arcaico que enamora a las cansadas imaginaciones modernas, y se confirmó en ello al fijarse en el plato que le pusieron delante, en cuyo fondo campeaban emblemas curiosísimos, que le trajeron a la memoria su edad infantil, pues en su casa siendo niño había visto loza idéntica. Era en efecto resto de dos docenas de platos traídos por doña Micaela, la madre del marqués, que debían formar parte de alguna soberbia vajilla hecha para un Pardo virrey o magnate: tenía en el centro el escudo de los Pardos de la Lage dividido en dos cuarteles; en el de la derecha se encabritaban dos leones rampantes en campo de gules, y en el de la izquierda otro león y cuatro cruces de Malta en campo de oro. Un casco con una cruz de Caravaca por cimera remataba el escudo: sobre él se leía en una banderola la divisa: Fortis in fide et regi fidelis; bajo el escudo, en otra banderola, Per cruces ad triumphos. ¡Resto de algo glorioso, esculpida y dorada proa que recuerda al buque náufrago! Distrajo a Gabriel de la contemplación del plato, su cuñado que con inmenso cucharón de plata le servía una sopa de pan humeante, grasienta y doradita. La sopa cubrió en un momento los lemas heroicos y los fieros leones, y no quedó ni señal de la pluma flotante del casco, ni de los airosos picos en que se bifurcaban al extremo las gallardas banderolas de las divisas.
Si Gabriel pudiese recordar otras épocas de los Pazos, notaría, no sólo en aquella exhibición de vajilla blasonada, sino en mil detalles más, que allí reinaba cierta suntuosidad desconocida cosa de veinte años antes. Y no era que don Pedro Moscoso se hubiese pulido y civilizado algo; al revés: con la mengua de sus fuerzas físicas, con el paso de la vida nómada de cazador a la más sedentaria de hidalgo que cultiva sus tierras, con el terror de la gota, de la vejez y de la muerte, terror que se iba escribiendo en su huraño semblante, le había entrado mayor indiferencia que nunca por las finuras y elegancias: en cambio la materia le dominaba, cogiéndole por el flaco de la gula, y como todos los gotosos, apetecía justamente los platos y vinos que más daño podían causarle. El ramo de pompas y vanidades corría de cuenta del insigne Gallo, en quien latía la inclinación más irresistible al fausto y esplendor, y que procuraba deslumbrar al huésped con la vajilla y con cuanto pudiese.
Cuando después de reposar la cena fumando un par de cigarrillos, pedía Gabriel a don Pedro una entrevista confidencial para el día siguiente, retirábase el Gallo a sus habitaciones en compañía de su mujer, la cual acababa de disponer todo lo necesario al alojamiento del huésped. Nada menos que a sus habitaciones que eran en la planta baja, muy apañadas y cucas, con divisiones nuevecitas de barrotillo y enlucido de yeso. Todo lo que antes fue madriguera del zorro Primitivo, lo había convertido el presuntuoso Gallo en corral digno de sus espolones y fachenda. Y cuanto tenían de destartalados y tristes los aposentos de arriba, que habitaba el señor, otro tanto de cómodos y alegres los de abajo, el nido que se labraba el mayordomo. Llenitas como un huevo, nada faltaba en ellas: ni los cómodos armarios recién pintados, ni las útiles perchas, ni las sillas y sofá de yute, ni el espejo grande en la salita, ni las fotografías harto ridículas, en sus marcos dorados, ni cromos de frailes y majas, ni muñequitos de porcelana tocando el violín, ni calendario americano, ni, en suma, ninguno de los objetos que componen el falso bienestar y el lujo de similor que hoy penetra hasta en las aldeas. La cama de matrimonio era negra maqueada, es decir, con unos pecaminosos medallones dorados y unas inicuas guirnaldas de rosas; a cada viaje que el Gallo hacía a Orense, se le acrecentaba el deseo de trocarla por una dorada enteramente, lo cual era a sus ojos el colmo de la ostentación y sibaritismo humano; pero un vago recelo de lo que podría decir la gente envidiosa y chismosa, le contenía siempre, reduciendo su vehemente capricho al estado de sueño, de aspiración imposible, y por lo mismo más seductora.
Las pollitas, o sean las hijas del Gallo, de siete y nueve años de edad, dormían ya como sardina en banasta en una misma cama, la una en posición natural, la otra con los pies hacia la cabecera; dormían con los ojos colorados y los carrillos hechos un tomate de tanto becerrear y llorar, porque querían ir a la era, a oír tocar la pandereta y cantar la encomienda; pero su padre, que profesaba las más severas ideas respecto al decoro de las señoritas, no se lo había permitido. Sabel empezaba a soltarse los cordones de las innumerables sayas que vestía según la costumbre aldeana: y el Gallo, sentado en una butaca, al lado de una mesa que sustentaba la lámpara de petróleo (una lámpara nada menos que de imitación de porcelana japonesa) tomó el periódico que a la sazón recibía, y era si no mienten las crónicas El Globo, y comenzó a chapucear sueltos, asombrándose mucho del calor que hacía en Nueva York, y exclamando:
—¡Ave María de gracia!… ¡Dice que están a noventa… y cin… y cin… co farengues… (95º Fahrenheit se cree que sería), y trin… trienta y ci… cinco y ciento gra… dos! (35º centígrados, supongo que rezaría la hoja.) Mujer… ¡qué pasmo!
Sabel, que se acostaba entonces, respondió con una especie de complaciente gruñido, estirándose gustosa entre las sábanas, pues sin saber cuántos farengues de calor se gastaban por allí, sabía que había sudado el quilo el día entero. Y con ese género de gruñidos salía del apuro siempre que su consorte se empeñaba en enseñarle el santito, el grabado, o mejor dicho el borrosísimo cliché del periódico, para hacerle admirar cuatro chafarrinones y media docena de rayas en que una fantasía ardiente podía reconocer, ya una Aldea rusa a orillas del Volga, ya la Vista de Constantinopla tomada desde el Bósforo, con otros primores artísticos de la misma laya. Aquella noche, después de pagar el imprescindible tributo a la política exterior y al movimiento europeo, ambos cónyuges, después de apagar el quinqué soplando fuertemente en la boca del tubo, entre el silencio y la oscuridad y el bienestar del lecho, que refuerza muchísimo la potencia discursiva, se echaron a indagar, comunicándose sus reflexiones, qué demonios sería aquella venida del señorito don Gabriel.