Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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Este alzó la cabeza muy sorprendido; el Gallo, sin volverse, giró sus ojos redondos, de niña oscura y pupila aurífera, como los del sultán del corral, hacia el recién llegado; los mozos suspendieron la faena, y Gabriel, en medio del repentino silencio, notó en las plantas de los pies una sensación muelle y grata, parecida a la del que entra en un salón hollando tupidas alfombras. Eran los extendidos haces de centeno que pisaba.
El hidalgo de Ulloa se puso en pie, y se hizo con la mano una pantalla, porque los rayos del sol poniente daban de lleno en la cara de Gabriel, y no le permitían verla a su gusto. El comandante se acercó más a su cuñado, y alargó la diestra, diciendo:
—No me conocerás… Te diré quien soy… Gabriel, Gabriel Pardo, el hermano de tu mujer.
—¿Gabriel Pardo?
Revelaba la exclamación de don Pedro Moscoso, no solamente sorpresa, sino hosco recelo, como el que infunden las cosas o las personas cuya inesperada presencia resucita épocas de recuerdo ingrato. Viendo Gabriel que no le tomaban la mano que tendía, hízose un poco atrás, y murmuró serenamente:
—Vengo a verte y a pedirte posada unos cuantos días… ¿Te parece mal la libertad que me tomo? ¿Me recibirás con gusto? Di la verdad; no quisiera contrariarte.
—¡Jesús… hombre! —prorrumpió el hidalgo esforzándose al fin por manifestar cordialidad y contento, pues no desconocía la virtud primitiva de la hospitalidad—. Seas muy bienvenido: estás en tu casa. ¡Ángel! —ordenó dirigiéndose al Gallo, —que recojan el caballo del señor, que le den cebada… ¿Quieres refrescar, tomar algo? Vendrás molestado del viaje. Vamos a casa enseguida.
—No por cierto. De Cebre aquí a caballo, no es jornada para rendir a nadie. Siéntate donde estabas; si lo permites, me quedaré aquí; lo prefiero.
—Como tú dispongas; pero si estás cansado y… ¡Ey, Ángel! —gritó al individuo que ya se alejaba:— a tu mujer que prepare tostado y unos bizcochos. ¡Vaya, hombre, vaya! —añadió volviéndose a Gabriel—. Tú por acá, por este país…
—He llegado ayer —contestó Gabriel comprendiendo que una vez más se le pedía cuenta de su presencia y razón plausible de su venida—. Estaba en la diligencia que volcó —y al decir así, señalaba su brazo replegado, sostenido aún por el pañuelo de seda de Catuxa—. Ha sido preciso descansar del batacazo.
—¡Hola, conque en la diligencia que volcó! ¡Ey, tú, Sarnoso! —exclamó el hidalgo dirigiéndose a uno de los gañanes—. ¿No dijiste tú que vieras entrar en Cebre ayer una mula y un delantero estropeados?
—Con perdón —respondió el Sarnoso tocándose una pierna— llevaban esto crebado, dispensando usted.
—Sí, es verdad; hoy se les hizo la cura —confirmó Gabriel.
El vuelco de la diligencia empezó a dar mucho juego. El Sarnoso agregó detalles; Gabriel añadió otros; el marqués no se saciaba de preguntar, con esa curiosidad de los acontecimientos ínfimos propia de las personas que viven en soledad y sin distracción de ninguna clase. Gabriel le examinaba a hurtadillas. Para los cincuenta y pico en que debía frisar, parecíale muy atropellado y desfigurado el marqués, tan barrigón, con la tez tan inyectada, con el pescuezo y nuca tan anchos y gruesos, con las manos tan nudosas por las falanges como suelen estar las de los labriegos que por espacio de medio siglo se han consagrado a beber el hálito de la tierra, y a rasgarle el seno diariamente. A modo de maleza que invade un muro abandonado, veía el artillero en el conducto auditivo, en las fosas nasales, en las cejas, en las muñecas de su cuñado, que teñía de rojo el sol poniente, una vegetación, un musgo piloso, que acrecentaba su aspecto inculto y desapacible. El abandono de la persona, las incesantes fatigas de la caza, la absorción de humedad, de sol, de viento frío, la nutrición excesiva, la bebida destemplada, el sueño a pierna suelta, el exceso en suma de vida animal, habían arruinado rápidamente la torre de aquella un tiempo robustísima y arrogante persona, de distinta manera pero tan por completo como lo harían las excitaciones, las luchas morales y las emociones febriles de la vida cortesana. Tal vez parecía mayor la ruina por la falta de artificio en ocultarla y remediarla. Ceñido aquel mismo abdomen por una faja, bajo un pantalón negro hábilmente cortado; desmochada aquella misma cabeza por un diestro peluquero; raídas aquellas mejillas con afiladísima navaja, y suavizada aquella barba con brillantina; añadido a todo ello cierto aire entre galante y grave, que caracteriza a las personas respetables en un salón, es seguro que más de cuatro damas dirían, al ver pasar al marqués de Ulloa: —¡Qué bien conservado! Cuarenta años es lo más que representa.
Lo cierto es que Gabriel, al ver en su cuñado señales evidentes del peso de los años y del esfuerzo con que iba descendiendo ya el agrio repecho de la vida, sintió por él esa compasión involuntaria que inspiran a los corazones generosos las personas aborrecidas o antipáticas, cuando se ven que caminan al desenlace de las humanas tribulaciones, flaquezas e iniquidades —la muerte.
—¡Yo que le tenía por un castillo! —pensó—. Pero también los castillos se desmoronan.
De su parte el marqués, lleno de curiosidad y suspicacia, estaba que daría el dedo meñique por saber qué viento traía a su cuñado. Pensaba en recriminaciones, en acusaciones, en cuentas del pasado ajustadas ahora por quien tenía derecho de ajustarlas, y pensaba también en cosa más inmediata y práctica, en —207— una discusión referente a las partijas que se hallaban incoadas y pendientes desde el fallecimiento del señor de la Lage. Por más que el aire abierto y franco que traía Gabriel decía a voces —no vengo aquí a ocuparme en cuestiones de intereses— el marqués de Ulloa se fijó en la última hipótesis, y la dio por segura, y empezó a tirar mentalmente sus líneas y a combinar su estrategia. Con los años, el marqués de Ulloa había contraído las aficiones de los labriegos viejos, para los cuales no hay plato más gustoso que una discusión de pertenencia, un litigio, un enredo cualquiera en que si no danza el papel sellado, esté por lo menos en ocasión de danzar.
Como anticipándose a indicar el verdadero objeto de su venida, Gabriel, habiéndose quitado su sombrero hongo de fieltro, que le dejaba una raya roja en la frente, y pasándose con movimiento juvenil la mano por el cabello para arreglarlo y calados mejor los quevedos, preguntó:
—Y… ¿qué tal mi sobrina Manuela? Estoy deseando verla. Debe ser toda una mujer… ¿estará guapísima?
El marqués de Ulloa gruñó, creyendo que el gruñido era la mejor manera de contestar a lo que juzgaba cumplimiento. Al fin articuló:
—Ahora la verás… Milagro que no anda por aquí. Estarán ella y Perucho… como dos cabritos, triscando. Los pocos años, ya se ve… Cuando vamos viejos se acaba el humor… Más tengo corrido yo por esos vericuetos, que ningún muchacho de hoy en día. Pero a cada cerdo le llega su San Martín, como dicen… Todos vamos para allá —dijo apoyando su grueso mentón en el puño de su palo, y señalando con la cabeza a punto muy distante.
Gabriel se entretenía contemplando el espectáculo de la era, que le parecía, acaso por la plenitud de su corazón y el rosado vapor en que sabía bañar las cosas su fantasía incurable, henchida de soberana quietud y paz. La puesta del sol era de las más espléndidas, y los últimos resplandores del