Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—De fea no tiene nada: pero de vestir, la traen… así… nada más que regular. Muchas veces no se diferencia de una costurerita de Cebre… Vamos, la pobre tuvo poca suerte hasta el día.
—A arreglar todo eso venimos —contestó Gabriel levantándose, como deseoso de echar a andar sin dilación en busca de su futura esposa. Su huésped le imitó.
—Entonces, ¿a qué hora de la tarde quiere usted salir para la rectoral de Ulloa? —preguntó muy solícito.
—He mudado de plan; ya no voy… Iré dentro de un par de días a saludar al señor cura. Tengo por usted cuantos informes necesito, y puedo presentarme hoy mismo en los Pazos de Ulloa sin inconveniente alguno.
—¿Le corre tanta prisa?
—¿Qué quiere usted? Cuando uno está enamorado…
Juncal se rió, y volvió a mirar a su interlocutor, gozándose en verle tan animoso. El sol ascendía, la proyección de sombra de las tapias y el emparrado empezaba a acortarse. Por la puerta del huerto asomó una figura humana inundada de luz, de frescura y color: era una mujer, Catuxa, con el delantal recogido y levantado, lleno de ahechaduras de trigo que arrojaba a puñados en torno suyo chillando agudamente: —Pitos, pitos, pitos… pipí, pipí, pipí… —. Seguíanla los pollos nuevos, amarillos como canarios, con sus listos ojillos de azabache, con sus corpezuelos que aún conservaban la forma del cascarón, columpiados sobre las patitas endebles. Detrás venía la gallina, una gallina pedreña, grave y cacareadora, honrada madre de familia, llena de dignidad. A la nidada seguía una horda confusa de volátiles: pollos flacos y belicosos, gallinas jóvenes muy púdicas y modestas, muy sumisas al hermosísimo bajá, al gallo rojizo con cresta de fuego y ojos de ágata derretida, que las custodiaba y les señalaba con un cacareo lleno de deferencia el sustento esparcido, sin dignarse probarlo. Don Gabriel se detuvo muy interesado por aquel cuadro de bodegón, que rebosaba alegría. El gallo le recordó el mote del marido de Sabel y, por inevitable enlace de ideas, los Pazos de Ulloa. Y al pensar que estaría en ellos por la tarde y conocería a la que ya nombraba mentalmente su novia, la circulación se le paralizó un momento, y sintió que se le enfriaban las manos, como sucede en los instantes graves y decisivos.
—¡Fantasía, fantasía! —pensó—. Cuidadito… ¡no empieces ya a hacer de las tuyas!
Capítulo 11
Antes de salir de Cebre a caballo, rigiendo una yegua y una mulita, detuviéronse cortos momentos Juncal y don Gabriel en el alpendre o cobertizo del patio del mesón donde remudaba tiro la diligencia. Yacían allí las víctimas del siniestro, una mula con una pata toda entablillada, y no lejos, sobre paja esparcida, cubierto por una manta, temblando aún de la bárbara cura que acababan de hacerle, el infeliz delantero, no menos entablillado que la mula. A su cabecera (llamémosle así) estaba el facultativo, que no era sino el famoso señor Antón, el algebrista de Boán. Máximo dio un codazo a don Gabriel, advirtiéndole que reparase en la peregrina catadura del viejo, el cual no se turbó poco ni mucho al encontrarse cogido infraganti delito de usurpación de atribuciones; saludó, sacó de detrás de la oreja la colilla, y empezó a chuparla, a vueltas de inauditos esfuerzos de su barba, determinada a juntarse de una vez con la nariz.
Miró Gabriel al pobre mozo que gemía, con los ojos cerrados, la cabeza entrapajada y una pierna tiesa del terrible aparato que acababan de colocarle, y consistía en más de una docena de talas o astillas de cañas de cortas dimensiones, defensa de la bizma de pez hirviendo que le habían aplicado. La criada y el amo del mesón se limpiaban aún el sudor que les chorreaba por la frente, cansados de ayudar a la operación de la compostura tirando con toda su fuerza de la pierna rota hasta hacer estallar los huesos, a fin de concertar las articulaciones, mientras el paciente veía todos los planetas, incluso los telescópicos.
—Mire si tenía razón —murmuró Máximo—. Estoy ahí a la puerta, y han preferido mandar llamar a éste de más de tres leguas… Es verdad que él ha curado de una vez al muchacho y a la mula, cosa que yo no haría.
Gabriel observaba al algebrista como se observa un tipo de cuadro de género, de los que trasladó al lienzo para admiración de las edades el pincel de Velázquez y Goya.
—Me gustaría darle palique si no tuviésemos el tiempo tan tasado— indicó al médico.
—¡Bah! No tenga miedo, que al señor Antón se lo encontrará usted a cada paso por ahí… Raro es que pase un mes sin que dé vuelta por los Pazos: como hay mucho ganado…
Antes de ponerse en camino, don Gabriel sacó de la petaca algunos cigarros, que tendió al atador. Tomolos este con su flema y reposo habituales; y arrojando la ya apurada colilla, se tocó el ala del grotesco sombrero, mientras con la izquierda cogía el vaso colmado de vino que le brindaba la mesonera.
Los jinetes refrenaron el primer ímpetu de sus cabalgaduras, a fin de no cansarlas ni cansarse, y adoptaron una ambladura pacífica. Era la tarde de esas del centro del año, que en los países templados suelen ostentar incomparable magnificencia y hermosura. Campesinos aromas de saúco venían a veces en alas de una ligerísima brisa, apenas perceptible. La yegua de Juncal, que montaba el comandante, no desmentía los encomios de su dueño. Regíala Gabriel con la diestra, y bien pudiera dejarle flotar las riendas sobre el pescuezo, pues aunque lucia y redondita de ancas, gracias al salvado de Catuxa, era la propia mansedumbre. Sólo se permitía de rato el exceso de torcer el cuello, sacudir el hocico y rociar de baba y espuma los pantalones del jinete; pero aun esto mismo lo hacía con cierta docilidad afectuosa.
Gabriel se dejaba columpiar blandamente, penetrado de un bienestar intenso, de una embriaguez espiritual, que ya conocía de antiguo, por haberla experimentado cuantas veces se divisaba en su vida un horizonte o un camino nuevo. Era una especie de eretismo de la imaginación, que al caldearse desarrollaba, como en sucesión de cuadros disolventes, escenas de la existencia futura, realzadas con toques de poesía, entretejidas con lo mejor y más grato que esa existencia podía dar de sí, con su expresión más ideal. En la fantasía incorregible del artillero, los objetos y los sucesos representaban todo cuanto el novelista o el autor dramático pudiese desear para la creación artística, y por lo mismo que no desahogaba esta ebullición en el papel, allá dentro seguía borbotando. Si la realidad no se arreglaba después conforme al modelo fantástico, Gabriel solía pedirle estrechas cuentas; de aquí sus reiteradas decepciones. Soñador tanto más temible cuanto que guardaba sepulcral silencio acerca de sus ensueños, y a nadie comunicaba sus fracasos —los caballos muertos, que decía él para sí—. Conociéndose, solía proponerse mayor cautela, y echar el torno a la imaginación. Pero esta llevaba siempre la mejor parte.
Verbigracia, en el caso presente. ¿Pues no habíamos quedado en que el pedir la mano de su sobrina era el cumplimiento de un austero deber, un tributo pagado a la memoria de un ser querido, un acto sencillo y grave? ¿Bastarían dos o tres frases de Juncal, el olor de las flores silvestres y el hervor de su propia mollera para edificar sobre la base de la obligación moral el castillo de naipes de la pasión? ¿Por qué pensaba en su sobrina incesantemente, y se la figuraba de mil maneras, y discurría, enlazando experiencias y recuerdos, cómo sorprenderla, interesarla y enamorarla, hablando pronto? ¿Por qué se deleitaba en imaginar la inocencia selvática de su sobrina, su carácter algo arisco, y el rendimiento y ternura con que, después de las primeras esquiveces, le caería sobre el corazón más blanda que una breva; y por qué se veía disipando poco a poco su ignorancia, educándola, formándola, iniciándola en los goces y bienes de la civilización, y otras veces volvía la torta, y se veía a sí propio hecho un aldeano, y a Manolita, con los brazos arremangados como