Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—¿Tú querrás descansar? ¿Tomas algo? ¿Cenas?… —interrogó obsequiosamente el marqués, dando muestras de querer llevarse a su huésped hacia casa.
—No… Sí… Quisiera… —murmuró Gabriel un tanto confuso, porque al verse de pie le pareció ridículo decir: —Lo que estoy deseando, a pesar de mi brazo vendado, es ponerme también a echar haces a la meda… —. Y no atreviéndose a confesar el capricho, se dejó guiar resignado hacia la gran mole de la casa solariega. Al salir siguió escuchando durante algunos segundos las risas de la pareja, el ¡jeeem! triunfal que dilataba la cavidad pulmonar de Perucho al lanzar los haces, y el impaciente —¡venga otro!— de Manolita cuando tardaban.
Capítulo 14
Al entrar en los Pazos experimentó Gabriel la impresión melancólica que sentimos al acercarnos a la sepultura de una persona querida, y la emoción profunda que nos causa ver con los ojos sitios que desde hace mucho tiempo visita nuestra imaginación. En sus años de colegio, Gabriel se representaba la casa de su hermana como una tacita de plata, elegante, espaciosa, cómoda; después sus ideas variaron bastante; pero nunca pudo figurársela tan ceñuda y destartalada como era en realidad.
A la escalera salieron a hacerle los honores el Gallo y su esposa, la ex—bella fregatriz Sabel, causa de tantos disturbios, pecados y tristezas. Quien la hubiese visto cosa de diez y ocho años antes, cuando quería hacer prevaricar a los capellanes de la casa, no la conocería ahora. Las aldeanas, aunque no se dediquen a labrar la tierra, no conservan, pasados los treinta, atractivo alguno, y en general se ajan y marchitan desde los veinticinco. Sus extremidades se deforman, su piel se curte, la osatura se les marca, el pelo se les vuelve áspero como cola de buey, el seno se esparce y abulta feamente, los labios se secan, en los ojos se descubre, en vez de la chispa de juguetona travesura propia de la mocedad, la codicia y el servilismo juntos, sello de la máscara labriega. Si la aldeana permanece soltera, la lozanía de los primeros años dura algo más; pero si se casa, es segura la ruina inmediata de su hermosura. Campesinas mozas vemos que tienen la balsámica frescura de las hierbas puestas a serenar la víspera de San Juan, y al año de consorcio no es posible conocerlas ni creer que son las mismas, y su tez lleva ya arrugas, las arrugas aldeanas, que parecen grietas del terruño. Todo el peso del hogar les cae encima, y adiós risa alegre y labios colorados. Las coplas populares gallegas no celebran jamás la belleza en la mujer después de casada y madre: sus requiebros y ternezas son siempre para las rapazas, las nenas bunitas.
Sabel no desmentía la regla. A los cuarenta y tantos años era lastimoso andrajo de lo que algún día fue la mejor moza diez leguas en contorno. El azul de sus pupilas, antes tan claro y puro, amarilleaba; su tez de albérchigo era piel de manzana que en el madurero se va secando; y los pómulos sobresalientes y la frente baja y la forma achatada del cráneo se marcaban ahora con energía, completando una de esas cabezas de aldeana de las cuales dice cualquiera: «Más fácil sería convencer a una mula que a esta mujer, cuando se empeñe en algo».
Con todo, su marido Ángel de Naya, por remoquete Gallo, la tenía no sólo convencida, sino subyugada y vencida por completo, desde los tiempos ya lejanos en que anhelaba dejar por él su puesto y corte de sultana favorita en los Pazos, e irse a cavar la tierra. Era una devoción fanática, una sumisión de la carne que rayaba en embrutecimiento, y una simpatía general de epidermis grosera y alma burda, que hacían de aquel matrimonio el más dichoso del mundo. El varón, no obstante, calzaba más puntos que la hembra en inteligencia, en carácter, y hasta en ventajas físicas. Ajada y lacia ella, él conservaba su tipo de majo a la gallega y su triunfadora guapeza de sultán de corral: el andar engallado, el ojo claro, redondeado y vivo, las rizosas patillas y la fachenda en vestir y el empeño de presentarse con cierta dignidad harto cómica. Es de saber que el Gallo, sin madurar los vastos y mefistofélicos planes de su antecesor y suegro el terrible Primitivo, no era ajeno a miras de engrandecimiento personal, que delataban indicios evidentes. El Gallo vestía de señor, lo que se dice de señor; encargaba a Orense camisolas, corbatas, pañuelos, capa, reloj, botitos, y por nada del mundo se volvería a poner su pintoresco traje de terciopelo de rizo azul, con botones de filigrana de plata, y la montera con plumas de pavo real, ni a oprimir bajo el sobaco el fol de la gaita a cuyo sonido habían danzado tantas veces las mozas. Paisano trasplantado a una capa superior, todo el afán del Gallo era subir más, más aún, en la escala social. Nadie le obligaría a coger una horquilla o una azada: dirigía la faena agrícola, nunca tomaba parte activa en ella, porque soñaba con tener las manos blancas y no esclavas, como él decía. Otra de sus pretensiones era leer óptimamente y escribir con perfección. Como todos los labriegos que aprenden a leer y escribir de chiquillos, su iniciación en esta maravillosa clave de los conocimientos humanos era muy relativa: sabe leer y escribir no es conocer los signos alfabéticos, nombrarlos, trazarlos; es sobre todo poseer las ideas que despiertan esos signos. Por eso hay quien se ríe oyendo que para civilizar al pueblo conviene que todos sepan escritura y lectura; pues el pueblo no sabe leer ni escribir jamás, aunque lo aprenda. En resolución, el Gallo se despepitaba por alardear de lector y pendolista y acostumbraba por las noches, antes de acostarse, leerle a su mujer, en alta voz, el periódico político a que estaba suscrito y que proporcionaba una satisfacción profunda a su vanidad, al imprimir en la faja —Sr. D. Ángel Barbeito—Santiago—Cebre—. Por supuesto que leía de tal manera, que no sólo al caletre algo obtuso de Sabel, sino al más despierto y agudo, le sería difícil sacar nada en limpio; porque suprimía radicalmente puntos y comas, se comía preposiciones y conjunciones, se merendaba pronombres y verbos, casaba sin dispensa palabras y repetía cuatro y seis veces sílabas difíciles, siendo de ver lo que se volvían en labios suyos las noticias referentes, verbigracia, al Mahdi, a los nihilistas, al rey Luis de Baviera o a los fenianos y liga agraria. Y todos estos sucesos, batallas, asolamientos y fieros males, cuanto más lejanos y más inaccesibles, razonablemente hablando, a su comprensión, más le deleitaban, interesaban y conmovían; y era curioso oírselos explicar, en tono dogmático, a otros labriegos menos enterados que él de la política exterior europea en cierta tertulia que solía juntarse en la cocina de los Pazos. Respecto a sus pretensiones de pendolista, había empezado a satisfacerlas del modo siguiente: encargando a Orense una resmilla de papel de cartas bien lustroso, de canto dorado, y mandando plantificar en mitad de cada hoja un A. B. cruzado, tamaño como la circunferencia de un duro; y ya provisto de papel tan elegante y de escribanía y cabos de pluma en armonía con él, dio en escribir, para ejercitar la letra, cartas y más cartas a todo bicho viviente, tomando por pretexto, ya el felicitar los días, ya cualquier motivo análogo. También era para él gran preocupación el hablar, pues se esforzaba a que sus labios olvidasen el dialecto a que estaban avezados desde la niñez, y no pronunciasen sino un castellano que sería muy correcto si salvásemos las innumerables jeadas, contracciones, diptongos, barbarismos y otros lunarcillos de su parla selecta. ¡Y cuanto más se empeñaba en sacudirse de los labios, de las manos, de los pies, el terruño nativo, la oscura capa de la madre tierra, más reaparecía, en sus dedos de uñas córneas, en sus patillas cerdosas y encrespadas, en sus muñecas huesudas y en sus anchos pies, la extracción, la extracción indeleble, que le retenía en su primitiva esfera social! Si él lo comprendiese sería muy infeliz. Por fortuna suya creía todo lo contrario.
Incapaz de los vastos cálculos de Primitivo, había dedicado a comprar tierras todo el dinero heredado de su difunto suegro, que no era poco y andaba esparcido por el país en préstamos a un rédito usurario. El Gallo amaba las fincas rústicas a fuer de labriego de raza. Instalado en los Pazos de Ulloa, la casa más importante del distrito, vio desde —luego lo ventajoso de su situación para papelonear; y como el Gallo antes pecaba de pródigo que de mezquino, condición frecuente en los gallegos, dígase lo que se quiera, su sueño dorado fue subir como la espuma, no tanto en caudal cuanto en posición y decoro; y se propuso, ya casado con Sabel, convertirse en señor y a ella en señora, y a Perucho en señorito verdadero… Aquí conviene aclarar un delicado punto. Era de tal índole la vanidad del buen Gallo, que dejándose tratar de papá por Perucho y sin razón alguna para regatearle