Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—¿Vamos a sentarnos un poco? Esto está envidiable.
—Bien —contestó lacónicamente la muchacha, siempre con la misma agrazón en el acento y el gesto; y se tumbó como de mala gana en el blando tapiz.
Capítulo 16
—¡Cortezuda es la pobrecilla! —pensaba Gabriel mientras su sobrina callaba arrancando uno tras otro los pétalos de una flor silvestre. La flor, que era una margarita, le contestó —mucho— pero la muchacha, que nada tenía de romántica, no le había preguntado cosa alguna.
—Manuela (esto ya iba dicho en voz alta y con dulzura y ansiedad) dispénsame que te haga una pregunta. ¿Estás así, incomodada y de mal humor, por culpa mía, por tener que acompañarme? Mira, dímelo francamente, porque… no tendrá nada de particular, ¿sabes? Lo que se dice nada. Un pariente forastero que llega ayer, llovido del cielo; a quien tú no has visto jamás ni probablemente oído nombrar dos veces en toda tu vida; que no conoce tus gustos y costumbres, ni tú las de él… más viejo… mucho más viejo que tú; y que va tu padre y te manda que… lo acompañes, ¿no es eso? Hija, comprendo, comprendo perfectamente que reniegues de mí.
Manuela bajó los ojos, que tenía clavados en el ondeante pabellón de las ramas, y miró a su tío primero con cierta sorpresa, después con atención. Gabriel, habiéndose quitado los quevedos, concentraba en sus expresivas pupilas toda la vida de su espíritu.
—Como lo comprendo, no pienses que me he de enfadar contigo… Lo que te dije antes, cuando te pedí que comieses las ciruelas, fue pura broma. Yo no me enfado por sentimientos naturales y cosas propias de la edad; además, nada que venga de ti puede enfadarme, niña. Tú puedes hacer de mí lo que quieras.
—¿Por qué? —preguntó la montañesa, cuya negra pupila se dilató de asombro.
—Porque eres un ángel, y los ángeles no ofenden a nadie… y porque aunque fueses un diablillo, yo… te querría, ¿sabes? Lo mismo que te quiero… con toda el alma… ¡con toda el alma!
Fue dicha la frase con tan sabrosa mezcla de calor y galantería, de ternura paternal y fuego profano, que Manuela se sintió poco a poco enrojecer desde la punta de la barbilla hasta la raíz del cabello, y su infalible instinto femenil le dijo que había allí algo inusitado, algo distinto de lo que podía decir un tío a una sobrina en el fondo de un bosque. Y otra vez se juntaron sus cejas, y su boca de finos labios adquirió expresión severísima.
—Tu madre —añadió Gabriel como para atemperar el encendimiento de sus palabras— fue mi hermana del corazón, y he conservado de ella tal memoria, que sólo por ser tú hija suya, besaría la tierra que pisas… ¿te ríes, chiquilla? Pues verás como lo hago, ahora mismo.
Y sin más preliminares, Gabriel, que estaba recostado un poco más abajo que la niña, se volvió, llegó el rostro a las hierbas en que el pie de esta reposaba, y aplicoles un sonoro beso.
La gravedad de la montañesa se disipó como el humo. Ver a aquel señor, tan elegante, tan fino, tan formal, que aunque no era precisamente viejo, parecía «persona de respeto», y que sin más ni más besuqueaba el suelo delante de ella, le arrancó una viva y sonora carcajada. Gabriel le hizo coro.
—¡Gracias a Dios que te veo reír! —dijo al disiparse el primer alborozo—. ¡Gracias a Dios! Todo lo que sea no estar con aquella cara de juez de antes, me gusta. A tu edad se debe reír… es lo natural. ¡Qué contento me da verte así! Sobrina mía… te declaro solemnemente que eres muy bonita cuando te ríes. (Ya lo sabía la niña, y aunque montañesa, no ignoraba que al reír se le ahondaba un par de graciosos hoyos en las mejillas y se lucían sus dientes, que en lo blancos y parejos afrentaban a los piñones). Por lo demás —siguió Gabriel— a mí, como te quiero, me pareces siempre muy linda… Sí, sobrinita. Antes de verte ya me gustabas…
—¿Antes de verme? —interrogó la chiquilla con serenidad burlona, enjugándose con las yemas de los dedos lágrimas de risa.
—Antes. ¿De qué te pasmas? ¿Te acuerdas tú de tu mamá?
—No… ¡Era yo tan cativa cuando se murió la pobre!
—¿Y cómo te la figuras tú? ¿Fea o bonita?
—¡Qué pregunta! Ya se sabe que bonita.
—Pues… lo mismo me pasaba a mí contigo antes de verte. Ea: ¿están hechas las paces? ¿Somos amigos?
—Sí señor —respondió Manuela entornando los párpados.
—¿No estás disgustada por tener que acompañarme?
—No señor…
—Sí señor, no señor… ¡Ay, ay, ay! ¡Qué sonsonete! Mira que si me enfado… te hago reír otra vez. Ya que no quieres tutearme… al menos, no me digas señor: dime Gabriel, que es mi nombre.
—¿Tío Gabriel?
—Bueno, tío Gabriel, sí así te parece que te podrás ir acostumbrando a llamarme Gabriel a secas. Y ahora, que ya estamos con más confianza (Gabriel apoyó el codo sano en el suelo y se reclinó cómodamente), vamos, dime por qué estabas de mal humor conmigo esta mañana.
—Porque… —Manuela iba sin duda a soltar un secreto formidable; pero de pronto sus labios se cerraron, sus ojos vagaron por el suelo, y murmuró enérgicamente—. Por nada.
—¿Por nada?
—Por… porque hablando francamente, era mejor que papá lo acompañase; yo no soy quien para entretenerlo ni darle conversación. Bonita diversión la que saca de estar conmigo. ¿De qué le he de hablar? Por eso me dio rabia que papá discurriese mandarme a papar moscas con usted.
—Montañesita, eso que vas diciendo sí que es una chiquillada. No sólo me distrae tu compañía, sino que la he solicitado. ¿De dónde sacas tú que no tenemos de qué hablar? ¡Miren la muñeca! Vaya si tenemos: y tanto, que no se nos acabará en muchísimo tiempo la conversación. Podremos estar charlando una semana, y otra, y otra, y tener siempre cosas nuevas de qué tratar.
Enarcó Manuela las cejas, entreabrió los labios, redondeó los ojos, y se quedó como asombrada mirando al artillero.
—¿No lo crees? —dijo este, que iba cortando con mucho primor, de una uñada, tallos de gramíneas, y reuniéndolos, sin duda con ánimo de formar un ramillete.
—No señor… tío Gabriel. Porque… yo soy una infeliz que me he criado aquí, entre los tojos, como quien dice, y usted anduvo mucho mundo y corrió muchos pueblos y sabe todo… Conmigo se tiene que aburrir, ¿eh?, aunque por darme jarabe diga eso. Otra le queda.
—¡Ay, chiquilla! Te engañas de medio a medio. Pues si justamente te necesito; si me haces muchísima falta para explicarme, y enterarme, y ponerme al corriente de un sinnúmero de cosas importantísimas, en que eres tú maestra y yo no sé ni el a, b, c…
—Vaya, vaya, vaya —canturreó la niña con su marcado acento del país.
—No hay vaya, vaya, que valga —murmuró Gabriel remedándola tan jovialmente, que no había modo de enojarse por la parodia—. Sí señora. Se lo digo a usted formalmente, con toda la formalidad que cabe en un