Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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La montañesa reflexionó, llamando en su ayuda todo su caudal de erudición.
—Del tiempo de los moros— exclamó al fin muy formal.
Viendo en el rostro de Gabriel una media sonrisa cariñosísima, añadió:
—¡Bah! Me hace burla. Pues no le vuelvo a contar nada. ¡Cuidado ahí! Que se puede resbalar en las hierbas, y ¡pataplum!
Seguían orillando el diminuto barranco, en cuyo fondo iba cautivo un riachuelo que después se tendía encharcándose, antes de llegar al molino, invisible aún. La proximidad del agua y la sombra de los olmos, en tal momento, hacían del barranco un oasis. Entapizaban la superficie de la charca esas plantas acuáticas, esas menudísimas ovas que parecen lentejuelas verdegay, y engañan la vista representando una continuación del prado: Manuela avisó al artillero, cogiéndole del brazo, para que no metiese la bota entera y verdadera en el río. Al borde de la charca se arrastraban rojizas babosas y limazas negras de una cuarta de largo: daba grima pisarlas por la resistencia elástica que oponía su cuerpo. Espadañas, gladiolos y juncos elevaban sus lanzas airosas al borde del agua. El terreno estaba empapado, y la suela de la bota de Gabriel, al posarse en la hierba, dejaba un ligero charco, borrado al punto. Oíase, misterioso y grave, el ruido del agua en la presa. Manuela se volvió de pronto.
—¿Sabe pescar? —dijo a su tío.
—¡En qué aprieto me pones! Jamás he cogido una caña, ni una red, ni…
—¡Qué lástima! Si Perucho viniese, esta noche de seguro que cenábamos una anguila tan gorda como mi brazo (y ceñía la manga de su traje para que se viese bien el grosor de la anguila.) Las hay hermosas en la presa. Entre el mismo barro las pescan con un pincho… Hay que remangarse…
—Vea usted —pensaba para sí el artillero—. ¿De qué me sirven aquí filosofías ni matemáticas? Me convendría mucho, para conquistar a esta criatura, pescar anguilas. Yo aquí soy un ser inútil.
Rota la cortina de olmos, apareció el estanque de la presa, del cual emergían los escobones de las poas y las flores rosas de la salvia: el agua se precipitaba espumante, pero Manuela vio con sorpresa paradas las paletas del molino.
—Hoy no muele —dijo meneando la cabeza—. Ya me figuro por qué será; pero venga, que preguntamos.
Desandó lo andado, y volviendo a meterse por entre los olmos, torció a la derecha por un maizal, y pararon ante una era mucho más chica que la de los Pazos, cerrada por humilde tapia. Un perro de amarillento pelaje, atado a una cuerda al pie del hórreo, saltó ladrando como una fiera y arrojándose a morder; pero a la puerta de una casuca asomó una mujer anciana, y amansó al fiel vigilante con un —¡Quieto, can!— que en sus labios sonaba como regaño de persona cortés al criado que recibe mal una visita.
—Entren, entren, mi ama y la compañía —suplicaba obsequiosamente la vieja, riéndose con desdentada boca. Gabriel miró a la mujer y la encontró típica. Representaba unos sesenta años: el sol había curtido su piel, que en los sitios donde sobresalen los huesos tenía el bruñido y la fisura de la piel de los arneses cuando el uso la avellana. Sus ojos grises, incoloros, hacían un guiño entre malicioso y humilde; su pescuezo colgaba en pellejos negruzcos, confundiéndose su color y la sombra del arranque del pelo, única parte que descubría el pañuelo atado a la usanza campesina, con una punta colgando sobre la espalda y dos cruzadas encima de la frente, a modo de orejas de liebre. Llevaba pendientes de prehistórica forma, parecidos a los que tal vez se encuentran en alguna sepultura; y el cruce de otro pañuelo sobre su pecho dejaba adivinar senos flojos de hembra cansada de criar numerosa prole. Remangadas las mangas de la camisa, se ostentaba su brazo —un poema de laboriosidad, un brazo en que las finas venas azules, que al escotarse las damas atraen la vista como el jaspeado de un rico mármol, eran gruesos troncos negruzcos, cuyas raíces se destacaban en relieve sobre la carne terrosa, parecida a barro groseramente cocido—. El semblante de la vieja respiraba satisfacción y amabilidad, y guiaba a los visitadores hacia su casa como si les fuese a hacer los honores de un palacio.
A la puerta estaba un rapazuelo como de dos años, de esos que se ven jugar ante todas las casucas de labrador gallego: cabeza grande, pelo casi blanco de puro rubio, muy lacio y que cae hasta la nariz, barriguilla hidrópica, fruto de la alimentación vegetal, sayo que respinga por delante, pies zambos, magníficos ojos negros que se clavan fascinados de terror en el que llega, el índice metido en la boca, y suspensa la respiración. El rapaz lucía un sombrero de paja con cinta negra, en el estado más lastimoso. La abuela, al entrar precediendo a Manolita y Gabriel, le dio un pequeño lapo para que se apartase, y en dialecto explicó, repitiendo cada cosa cien veces y con las mismas palabras, que los chiquillos eran unos demonios, que a este y a su hermana los había tenido que encerrar en el sobrado para poder cocer con sosiego, que hacía más de dos horas que pedían bola, aun antes de estar amasada la harina y caliente el horno, y que si no le bastaba haber cuidado tantos hijos, ahora le caían encima los nietos.
—Son los chiquillos del molinero —dijo Manolita alzando al muñeco panzudo y besándolo en la faz, sin asco del amasijo de tierra y algo peor que le cubría nariz y boca—. ¿Y, por qué no está hoy su hijo en el molino, señora Andrea? —preguntó a la vieja.
—¡Ay mi ama… palomiña querida! —exclamó lastimosamente esta, levantando al cielo las manos, como para tomarlo por testigo de alguna gran iniquidad—. ¿Y no sabe que estos días, con el cuento de la siega… de la maja… no sabe cómo andan, paloma?
Al entrar en la casa, lo primero que vio Gabriel fueron las cabezas de dos hermosos bueyes de labor, que asomaban casi a flor de suelo, saliendo de un establo excavado más hondo. A un lado y otro, haces de hierba. A izquierda, la subida al sobrado, donde estaban las mejores habitaciones de la casa: una escalera endiablada y pina, por donde treparon todos, y tras ellos, a gatas, el chicuelo. Arriba encontraron a su hermanilla, morena de cuatro años, hosca, ojinegra, redondita de facciones; cuando le alabaron su hermosura tío y sobrina, respondioles la vieja con afable sonrisa:
—De hoy en un año andará por ahí con la cuerda de la vaca…
Gabriel sintió un estremecimiento humanitario. ¡Con la vaca, aquella criaturita poco más alta que un abanico cerrado, aquel ser lindo y frágil, aquellas mejillas que pedían besos; una cuerda gruesa, áspera, enrollada a aquella muñequita débil! En dos minutos la incorregible fantasía le sugirió mil disparates, entre ellos adoptar a la niña; todo paró en echar mano al bolsillo para darle una moneda de plata; pero se había dejado en los —Pazos el portamonedas, y sólo encontró el pañuelo. Este era de los más elegantes para viaje y campo, de finísimo fular blanco, y las iniciales bordadas con seda negra. Se lo ató al cuello a la chiquilla, que bajaba los ojos asombrada y dudosa entre reír o llorar.
—¿Cómo se dice? Se dice gracias, Dios se lo pague —gritó la abuela con mucha severidad; por lo cual la niña, volviendo la cabeza, optó por hacer un puchero de llanto. Vieron el sobrado en dos minutos: había el leito o cajón matrimonial, y la cama de la vieja, un brazado de paja fresca sobre una tarima; desde que se le había muerto su difuntiño, no podía dormir sino allí, porque tenía miedo en el antiguo leito. Los chiquillos dormirían… sabe Dios dónde: abajo, al calor del establo de los bueyes, o tal vez en el horno. Dos o tres gatos cachorros correteaban por allí, magros, mohínos, atacados de esa neurosis que en el país les curan radicalmente cercenándoles de un hachazo la punta del rabo. Otro gatazo lucio y hermosísimo salió a recibir a la gente que bajaba del sobrado: era de los que llaman malteses, fondo blanco, manchas anaranjadas y negras distribuidas con la graciosa disimetría que embellece la piel del tigre. Manuela se inquietó al ver al pequeñuelo rubio descender solito por la escalera sin balaústre; la abuela se encogió de hombros: ¡bah!, a los chiquillos los guarda