Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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¿por qué negarlo?, ¿por qué dudarlo?, ¡fiebre amorosa!

      ¡Amorosa! ¡Una niña a quien había visto un cuarto de hora, que le había dicho buenas tardes por junto y enseguida a recoger gavillas de centeno sin mirarle más a la cara! ¡Una niña cuyos rasgos fisiognómicos le sería imposible recordar con exactitud!

      —No soy yo quien se enamora, es mi imaginación condenada —pensaba el comandante—. Parezco un cadete. Pero es que en esa chiquilla he cifrado yo muchas cosas. La familia pasada y la futura, mi mamita y mi hogar, mis ya casi desvanecidas memorias de cariño y mis justas aspiraciones a los afectos santos que todo hombre tiene derecho a poseer. Por eso me ha entrado así, tan fuerte.

      Cabalmente le habían dado el cuarto de su mamita, ¡el cuarto en que había muerto! Él no lo sabía. Por una especie de convenio tácito consigo mismo, y a fuer de persona recta, le repugnaba hacer ninguna pregunta hostil o desagradable en una casa adonde venía en son de paz; así es que no había querido ni enterarse de cuál era el cuarto. Se lo dieron porque, arreglado poco antes de la boda, se encontraba más presentable que el resto de la desmantelada huronera, tan invadida por las aficiones agrícolas del dueño, que en algún salón la cosecha de maíz sobrante se amontonaba a ambos lados en rimero de oro. Allí la cama barroca, con su dorado copete figurando el sol; allí el biombo con inverosímiles pinturas de casas y árboles; allí todavía el canapé de estilo Imperio en que se reclinaba la enferma, la honda ventana junto a la cual se sentaba a leer en un sillón de gutapercha ya descascarado; sobre la cabecera estampas de su devoción, un rosario de azabache con engarce de plata… todo había sido conservado allí, no por respeto ni por ternura, sino por la indiferencia de la vida campesina, por el tamaño del gran caserón, donde se pasaba un año sin que fuesen visitados algunos aposentos.

      Gabriel velaba revolviéndose en la cama, escuchando el silencio, ese silencio campesino en que vibran siempre ladridos de canes vigilantes, murmullos de agua y brisa, coros de ranas, y antes de la aurora, gemir de carros, y a la aurora, dianas de gallos de sangre ligera. Calculaba qué línea de conducta le convendría adoptar al día siguiente, al fin optó por la más leal. Hablaría con el hidalgo francamente, se lo diría todo, obraría de —acuerdo con él y previo su consentimiento. Y si le negaba autorización para hacerse querer de la niña… bien, entonces le asistiría el derecho de tomársela.

      Llegó al cabo el amanecer y sucediole a Gabriel lo que a todos los que se pasan la noche en blanco suspirando por el día: que se quedó profunda e invenciblemente dormido. El marqués de Ulloa, inveterado madrugador gracias a sus hábitos de caza y siesta, vino con impertinente celo a despertar a su cuñado, aguijoneándole ya la curiosidad de saber el objeto de la venida del comandante. Gabriel fue llamado al mundo real cuando más a su sabor se encontraba en el de las quimeras. Propuso el marqués, a guisa de armisticio, que la conversación fuese de cama a butaca, pero Gabriel rechazó las sábanas, y empezó a vestirse y lavarse en un aguamanil tan chico como incómodo, con dos toallas no mayores que pañuelos de narices. Convinieron en que la entrevista se celebraría dentro de media hora en el despacho y archivo del marqués de Ulloa —archivo que ya volvía a encontrarse punto más punto menos, en su prístino estado, antes de arreglarlo cierto capellán.

      El artillero acudió puntualmente, y sin saber cómo, el diálogo que Gabriel se había propuesto que fuese sumamente correcto y formal, tomó en seguida giro humorístico, descarado y hostil por ambas partes. —Me dejas pasmado. —No sé por qué. —Pero, vamos claros: ¿tú tienes gana de broma? —Nada de eso: con nadie, y menos contigo. —¿En qué quedamos; me pides o no a Manolita? —No te la pido; lo que hago es advertirte que voy a intentar tomarla, porque me parece desleal proceder de otra manera: al fin eres su padre. —¿Tomarla? ¿Cómo se entiende eso de tomarla? —¿Cómo se entiende? No como lo entiendes tú, sino de otro modo: y para explicártelo mejor, voy a ver si logro que la chica me quiera, y entonces… entonces sí que te la pido. —Sólo faltaba que tampoco me la pidieras entonces. —Pues bien mirado, si ella quiere darse, es cuando menos falta me hace que me la des tú; pero… yo soy así. —Tú eres por lo visto una buena pieza. —Nada de eso; al contrario, por sencillez y por honradez te cuento a ti todo esto. —Pero… ¿estará decente que andes tú por ahí acompañando a la chica, después de saber que tienes tales proyectos? —Mis proyectos son muy honestos, y no parece sino que tu hija anda muy recogida y pierniquebrada. —¡Hombre… hombre! —La has criado como un marimacho, sin recato ninguno, ¿sabes? Y muy mal, por no decir infernalmente. —Y a ti, ¿quién te da vela?… —Poca cosa: como que intento ser su marido, y como que soy el hermano de su madre. —Manolita es una chiquilla y, además… no anda sola. —No, ya sé que la acompaña… el hijo del mayordomo—. (Aquí los ojos de ambos cuñados cruzaron una mirada singular, y don Pedro acabó por bajarlos). —Siempre anduvieron juntos ella y ese rapaz desde pequeñitos. —¡Bonita razón! En fin, al grano; ¿me permites, sí o no, que pruebe a agradar a Manolita? —¿Y si no te lo permito? —Lo haré sin tu permiso; sólo que lo haré desde fuera de tu casa, porque no me parecerá regular venir a meterme en ella para obrar contra tu gusto. —Y si te doy permiso y le agradas, ¿te casarás con ella? —¡Hombre!, ese es mi propósito: ¿pero y si tratada, no me gusta? No puedo empeñarte mi palabra. —Me estás proponiendo cosas raras. —Aún voy a proponerte otra más rara que todas las demás. Si se arregla la boda, no le des un céntimo a tu hija de presente, y dispón tu testamento como te dé la gana y a favor de quien se te antoje. —Eh… Ni un cént… Quieto, quieto; mi hija no está en la calle; por de pronto tiene… la legítima materna. —(Por ahí te duele, pensó Gabriel cuando oyó esto). —La legítima materna de Manolita te la cederé: yo le señalaré de mi patrimonio, en carta dotal, otro tanto como le corresponda por herencia de su madre. —Yo… en realidad de verdad… así Dios me salve… —He dicho que ni un céntimo de presente, ¿cómo se dicen las cosas?… Y el día de mañana… lo que te dicte tu conciencia… y nada más. (La cara del marqués se dilataba, su barba gris temblaba de placer.) —¡Vaya, vaya con don Gabriel Pardo! ¿Y cómo ha sido ese repentón de gustarte la chica? —Tres meses hace que me gusta. —¿Sin verla? —¡Se entiende! Casi no la he visto aún a estas horas. A ti, ¿qué te importa eso? Es cuenta de ella y mía. No se te pide sino la aquiescencia y nada más. —Pues… por mí… trato hecho. —Trato hecho… ¡Acabáramos!

      —Ya tengo —pensó Gabriel al volver a su cuarto— campo libre y carta blanca—. Pasábase el cepillo por la cabeza a fin de alisar y distribuir mejor sus cabellos finos y escasos, cuando el corazón le dio un brinco absurdo, inverosímil: unos dedos menudos herían aprisa la puerta, una voz que le era imposible confundir ya con otra alguna, preguntaba:

      —¿Hay permiso?

      Manolita entró. Venía vestida con algún más esmero que el día anterior, y su traje de —percal color garbanzo salpicado de cabecitas de perros, látigos y gorras de jockey, revelaba pretensiones de seguir la moda y procedencia orensana o pontevedresa. El peinado también indicaba más larga elaboración que la víspera, y había un lazo azul de raso al extremo de las trenzas. La muchacha se adelantó sin cortedad alguna por el cuarto de su tío, y con cierta sequedad le dijo, de carretilla y en tono uniforme, a manera de chico que recita la lección:

      —Buenos días. ¿Cómo ha descansado usted? Yo… bien. Dice papá que le lleve a ver el huerto y la casa toda.

      —Gracias, niña… ¿Y para venir conmigo te has compuesto así?

      —Mandó papá que me pusiese el vestido nuevo para acompañarle a usted.

      —¿Te sería igual tutearme… o te parezco demasiado viejo? Di —añadió con unos visos de melancolía.

      —Algo viejo es… y me da vergüenza.

      Gabriel se quedó encantado de la contestación. «Ella me tuteará» —pensó para sí; y añadió en voz alta:

      —Pues

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