Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—¡Qué hermoso sitio! Ni ideado por un pintor escenógrafo de talento.
—Cerquita de aquí —advirtió Juncal— mataron al excomulgado de Primitivo, el mayordomo de los Pazos. Mire usted: debió ser por allí, donde blanquea aquel paredón… El chiquillo, el nieto, el Perucho, lo estuvo viendo muy agachadito detrás de las piedras… Se le ha de acordar cada vez que pase por aquí… si es que tiene valor de pasar.
Gabriel se volvió un poco sobre la silla española que vestía su yegua, y exclamó como el que pregunta algo de sumo interés que se le ha olvidado:
—¿Qué tal índole es la de ese chico? ¿Maltrata a mi sobrina? ¿La mortifica? ¿Le tiene envidia? ¿Hace por malquistarla con mi cuñado?
—¡Él maltratarla! ¡A su sobrina! Pues si no ha habido en el mundo cariño más apretado que el de tales criaturas. Desde que nació la niña, Perucho se volvió chocho, lo que se llama chocho, por ella; la señora y el ama no sabían cómo hacer para quitarse de encima al chiquillo, que no hacía sino llorar por la nené. Allí estaba siempre, como un perrito faldero; ni por pegarle; le digo a usted que era mucho cuento tal afición. Y después de fallecer la señora, ¡Dios nos libre! El niñero de la señorita Manolita en realidad ha sido Perucho. Siempre juntos, correteando por ahí. ¡Pocas veces me los tengo encontrados por los sotos, haciendo magostos, por las viñas picando uvas, o chapuzando por los pantanos! Y que no sé cómo no se mataron un millón de veces o no rodaron por los despeñaderos al río. El chiquillo es fuerte como un toro ¡más sano y recio! Un hijo verdadero de la naturaleza. Sólo una enfermedad le conocí, y verá usted cuál. Cátate que se le pone en la cabeza al marqués, y otros dicen que al farolón del Gallo, enviar al rapaz a Orense para que estudie; y quién le dice a usted que el primer año, cuando tocaron a separarse, los dos chiquillos cayeron malos qué sé yo de qué… de una cosa que aquí llamamos saudades… ¿Usted comprende el término? Porque usted lleva años de faltar de Galicia…
—Sí, ya sé qué quiere decir saudades. Los catalanes llaman a eso anyoransa. En castellano no hay modo tan expresivo de decirlo.
—Ajajá. Pues el chiquillo, el primer año, se desmejoró bastante y vino todo encogido, como los gatos cuando tienen morriña; pero así que volvieron a sus correrías, sanó y se puso otra vez alegre. Y a cada curso la misma función. Siempre triste y rabiando en Orense (parece que la cabeza no la tiene el chico allá para grandes sabidurías) y, apenas pintan las cerezas y toma las de Villadiego, otra vez más contento que un cuco, y a corretear con su…
Juncal dudó y vaciló al llegar aquí. Por vez primera acaso, se le vino a las mientes una idea muy rara, de esas que hacen signarse aun a los menos devotos murmurando —¡Ave María!— de esas que no se ocurren en mil años, y una circunstancia fortuita sugiere en un segundo…
Cruzáronse sus miradas con las de don Gabriel, que le parecieron reflejo de su propio pensamiento, reflejo tan exacto como el del cielo en el río; y entonces el artillero, sin reprimir una angustia que revelaba el empañado timbre de la voz, terminó el período:
—Con su hermana.
Calló Juncal. Lo que ambos cavilaban no era para dicho en alto.
Reinó un silencio abrumador, cargado de electricidad. Estaban en sitio desde el cual se divisaba ya perfectamente la mole cuadrangular de los Pazos de Ulloa, y el sendero escarpado que a ellos conducía. Juncal dio una sofrenada a su mula.
—Yo no paso de aquí, don Gabriel… Si llego hasta la puerta, extrañarán más que no entre… y la verdad, como está uno así… político… no me da la gana de que piensen que aproveché la ocasión para meter las narices en casa de su señor cuñado. Mañana vendrá el criado mío a recoger la yegua…
Gabriel tendió la mano sana buscando la del médico.
—Me tendrá usted en Cebre cuando menos lo piense, a charlar, amigo Juncal… A usted y a su señora les debo un recibimiento y una hospitalidad de esas… que no se olvidan.
—Por Dios, don Gabriel… No avergüence a los pobres… Dispensar las faltas que hubiese. La buena voluntad no escaseaba: pero usted pasaría mil incomodidades, señor.
—Le digo a usted que no la olvidaré…
Y el rostro del artillero expresó gratitud afectuosa.
—¡Cuidar el brazo, no hacer nada con él! —gritaba Juncal desde lejos, volviéndose y apoyando la palma sobre el anca de la mula. Y diez minutos después aún repetía para sí:— ¡Qué simpático… qué persona tan decente!… ¡Qué instruido… qué modos finos!…
El médico, después de volver grupas, apuró lo posible a la mulita con ánimo de llegar pronto a su casa. Iba pesaroso y cabizbajo, porque ahora le venía el trasacuerdo de que no había preguntado al comandante Pardo sus opiniones políticas y su dictamen acerca del porvenir de la regencia y posible advenimiento de la república.
—¿Cómo pensará este señor? —discurría Juncal, mientras el trote de la mula le zarandeaba los intestinos—. ¿Qué será? ¿Liberal o carcunda? Vamos, carcunda es imposible… Tan simpático… ¡qué había de ser carcunda! Pues sea lo que quiera… debe de estar en lo cierto.
Capítulo 12
Por delante de los Pazos cruzaba un mozallón conduciendo una pareja de bueyes sueltos, picándoles con la aguijada a fin de que anduviesen más aprisa. Gabriel le preguntó, para orientarse, pues ignoraba a cuál de las puertas del vasto edificio tenía que llamar. Ofreciose el mozo a guiarle adonde estuviese el marqués de Ulloa, que no sería en casa, sino en la era, viendo recoger la cosecha del centeno. Arrendando el artillero su dócil montura, echó detrás del mozo y de los bueyes.
Dieron vuelta casi completa a la cerca de los Pazos, pues la era se encontraba situada —más allá del huerto, a espaldas del solariego caserón. Gabriel aprovechó la coyuntura de enterarse del edificio, en cuyas trazas conventuales discernía rastros de aspecto bélico y feudal, aire de fortaleza, por el grosor de los muros, la angostura de las ventanas, reminiscencia de las antiguas saeteras, las rejas que defendían la planta baja, las fuertes puertas y los disimulados postigos, las torres que estaban pidiendo almenas, y sobre todo, el montés blasón, el pino, la puente y las sangrientas cabezas de lobo.
Indicaba desde lejos la era la roja cruz del hórreo; se oía el coro estridente de los ejes de los carros, que salían vacíos para volver cargados de cosecha. Era la hora en que los bueyes, rociados con unto y aceite como preservativo de las moscas, cumplen con buen ánimo su pesada faena, y se dejan uncir mansamente al yugo, mosqueando despacio el ijar con las crinadas colas. Gabriel se tropezó con dos o tres carros, y al emparejar con ellos, pensó que su chirrido le rompiese el tímpano. Delante de la era se apeó ayudado por su guía; entregole las riendas, y entró.
Un enjambre de fornidos gañanes, vestidos solamente con grosera camisa y calzón de estopa, alguno con un rudimentario chaleco y una faja de lana, empezaban a elevar, al lado de una meda o montículo enorme de mies, otro que prometía no ser más chico. Dirigía la faena