Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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años, muchos años, que no pongo los pies en los Pazos de Ulloa; desde aquellas elecciones dichosas en que anduve contra don Pedro… Porque lo primero de todo son las ideas y los principios, ¿verdad, don Gabriel?

      —Sin duda, sobre todo cuando uno los ha pesado y examinado y está seguro de su bondad —respondió el artillero.

      —Tiene usted razón. A veces se calienta la cabeza, y hace uno disparates… pero en fin, yo soy liberal desde que nací, y en vez de enfriar con los años, me exalto más.

      —¿Dice usted que no va usted por allí? ¿Cómo anda de salud… mi cuñado?

      —Regular… está muy grueso y padece bastante de la gota, como el difunto tío, por lo cual dicen que gasta muy mal humor, y que ha perdido la agilidad, de manera es que no puede salir a caza como antes.

      —Y… ¡acuérdese usted de que me ha prometido ser franco! ¿Y… esa mujer que tiene en casa?

       —Mire usted, como yo no voy por allí… con repetirle lo que se cuenta… y unos hablan de un modo y otros de otro; pero yo me atendré a lo que dicen los más formales y los que acostumbran ir a los Pazos. Usted ya sabe que tal mujer estaba en la casa antes de casarse su señor cuñado; enredados los dos, por supuesto, y el padre siendo el verdadero mayordomo y en realidad el dueño de la casa, aunque por plataforma trajeron allí al infeliz del cura de Ulloa, que no sirve para el caso… Había un chiquillo precioso, y pasaba por hijo del marqués. Pero resultó que después de la boda de don Pedro, la muchacha por su parte se empeñó en casarse con un paisano de quien estaba enamoradísima, y a quien le colgó, ¿usted se entera?, el milagro del rapaz. Este paisano, que ahora anda hecho un caballero, siempre de tiros largos, se llama el Gallo de apodo, y nadie le conoce sino por el apodo o por el Gaitero de Naya, porque lo fue; y el remoquete de Gallo se lo pusieron sin duda por lo bien plantado y arrogante mozo, que lo es, mejorando lo presente. Un poco antes mataron al padre de la muchacha…

      —¿No le asesinaron por una cuestión electoral?

      —Justo… Según eso ¿está usted en autos?

      —Uno que venía conmigo en la berlina… el Arcipreste no… el otro…

      —¿Trampeta?

      —Pequeño, vivaracho, entrecano…

      —El mismo. Pues le contó verdad. Al gran pillastre de Primitivo me lo despabilaron de un trabucazo, en venganza de que los había vendido a última hora, tanto que les hizo perder la elección (Juncal bajó la voz involuntariamente). ¿Ve usted aquellas tapias, pasadas las primeras… donde asoman las ramas de un cerezo con fruta? Pues son las del huerto de Barbacana, el cacique más temible que hubo en el país… Dicen que ese ordenó la ejecución, aunque el verdugo fue una especie de facineroso que anda siempre a salto de mata, de aquí a Portugal y de Portugal aquí…

      Gabriel meditaba, sepultando la quijada en el pecho. Luego se caló distraídamente los quevedos.

      —Así somos, amigo Juncal… Un país imposible, en ese terreno sobre todo. Antes que aquí se formen costumbres en armonía con el constitucionalismo, tiene que ir una poca de agua a su molino de usted… Decía cierto hombre político que el sistema parlamentario era una cosa excelente, que nos había de hacer felices dentro de setecientos años… Yo entiendo que se quedó corto. Al caso; dígame todo lo concerniente a la historia…

      —Hoy en día, a Barbacana ya lo llevan acorralado, y se cree que trata de levantar la casa e irse a morir en paz a Orense… Porque va viejo, y no le dejan respirar sus enemigos. El que vino con usted, Trampeta, con el aquel de protegido de Sagasta, es ahora quien sierra de arriba… En fin, todo ello para nuestro cuento importa un comino. Así que mataron al padre, la muchacha se casó con su Gallo y cuando se creía que el marqués los iba a echar con cajas destempladas, resulta que se quedan en la casa, ellos y el rapaz, y que está su señor cuñado contentísimo con tal muñeco… Esto fue antes, muy poco antes de morir la señorita, su hermana…

      Gabriel suspiró, juntando rápidamente el entrecejo.

      —No había quedado nada fuerte desde el nacimiento de la niña: yo la asistí, y necesité echar mano de todos los recursos de la ciencia para que…

      —¿Usted asistió a mi hermana? —exclamó el artillero, cuyos ojos destellaron simpatía, casi ternura, humedeciéndose con esa humedad que es como el primer vaho de una lágrima antes de subir a empañar la pupila.

      —Entonces, sí señor; que después, como dije a usted, el marqués hizo punto en no volverme a llamar… La pobre señora se quedó, según dicen, como un pajarito; se le atravesaron unas flemas en la garganta…

      Los ojos de Gabriel, ya secos, ardientes y escrutadores, se posaron en Juncal.

      —Don Máximo, ¿cree usted en su conciencia que mi hermana murió de muerte natural? —pronunció con tal acento, que el médico tartamudeaba al contestar:

      —Sí señor… ¡sí señor!, ¡sí señor! Puedo atestiguarlo con sólo una vez que la vi en la feria de Vilamorta, donde estaba comprando no sé qué, allá unos seis meses antes de la desgracia. La fallé y dije (puede usted creerme como estamos aquí y Dios en el cielo): —No dura medio año esta señorita—. (Pasose Gabriel la mano por la frente). Don Gabriel —prosiguió el médico—, ¿qué le hemos de hacer? Su hermana era delicada; necesitaba algodones; encontró tojos y espinas… De todas las maneras, ella siempre fue poquita cosa… Volviendo a la niña, no digamos que su padre la maltrate, pero apenas le hace caso… Él contaba con un varón, y recuerdo que cuando nació la pequeña, ya renegó y echó por aquella boca una ristra de barbaridades… Al que adora es al chiquillo de la Sabel. Si lo querrá, que hasta que se ha empeñado en que estudie, y lo manda a Orense al Instituto, y piensa enviarlo a Santiago a concluir carrera… El muchacho anda lo mismo que un mayorazgo: su buen reloj de oro, su buena ropa de paño, la camisola fina, el bastoncito o el látigo cuando va a las ferias… y yegua para montar, y dinero en el bolsillo…

      Asió Juncal con misterio la solapa de la americana de don Gabriel, y arrimando la boca a su oído susurró:

      —Dicen que le quiere dejar bajo cuerda casi todo cuanto tiene…

      En vez de fruncir el ceño el artillero, despejose su encapotada fisonomía, y contestó en voz serena:

      —Ojalá. ¿Se admira usted de mi desinterés? Pues no hay de qué. Es cierto que considero obligación del hombre sostener la familia que crea al casarse; pero no soy de esos tipos que tanto les gustan a los autores dramáticos de ahora, que no se casan con una mujer de quien están perdidamente enamorados, sólo porque es rica. En el caso presente me alegro, porque cuantas menos esperanzas de riqueza tenga mi sobrina, más fácilmente se avendrán a dármela, a mí que no he de exigir dote… Confieso que tenía yo mis miedos de que me diese calabazas mi señor cuñado. Verdad es que como no me las dé Manolita, soy abonado hasta para robarla… ni más ni menos que en las novelas de allá del tiempo del rey que rabió.

      Miró Juncal la fisonomía del artillero, a ver si hablaba en broma o en veras. Revelaba cierta juvenil intrepidez, y la resolución de poner por obra grandes hazañas, a pesar de los blancos hilos sembrados por la barba y el pelo que escaseaba en las sienes.

      —Si ella no me quiere… y bien puede ser, que al fin soy viejo para ella… (Juncal hizo con manos y rostro furiosos signos negativos)… entonces, no habrá rapto. De todos modos, por cuestión de cuartos, no se ha de deshacer la boda: yo lo fío. Aparte de que, siendo ese chico hijo del marqués, natural me parece que le toque

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