Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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Incorporose este, haciendo segunda vez pantalla de la mano.
—¿No preguntabas por tu sobrina? Me parece que ahí la tienes. ¡Vela allí!
—¿En dónde? —preguntó Gabriel, que no veía nada ni oía más que un discordante quejido, que poco a poco iba convirtiéndose en insoportable estridor.
Entre el marco que dos higueras retorcidas, cargadas de fruto, formaban a la puerta de la era, desembocó entonces una yunta de amarillos y lucios bueyes, tirando de un carro atestado de gavillas de centeno. Reparó Gabriel con sorpresa la forma primitiva del carro, que mejor que instrumento de labranza parecía máquina de guerra: la llanta angosta, la rueda sin rayos, claveteada de clavos gruesos, el borde hecho con empalizada de agudas estacas, donde para sujetar la carga, descansa un tosco enrejado de mimbres, de quitaipón. Pero al alzar la vista de las ruedas, fijó su atención un objeto más curioso: un grupo que se destacaba en la cúspide del carro, un mancebo y una mocita, tendidos más que sentados en los haces de mies y hundido el cuerpo en su blando colchón; una mocita y un mancebo risueños, morenos, vertiendo vida y salud, con los semblantes coloreados por el purpúreo reflejo del Oeste donde se acumulaban esas franjas de arrebol que anuncian un día muy caluroso. Y venía tan íntima y arrimada la pareja, que más que carro de mies, parecía aquello el nido amoroso que la naturaleza brinda liberalmente, sea a la fiera entre la espinosa maleza del bosque, sea al ave en la copa del arbusto. Gabriel sintió de nuevo una extraña impresión; algo raro e inexplicable que le apretó la garganta y le nubló la vista.
Capítulo 13
Primero se bajó de un salto Perucho, y tendiendo los brazos, recibió a Manuela, a quien sostuvo por la cintura. Cayó la chica con las sayas en espiral, dejando ver hasta el tobillo su pie mal calzado con zapato grueso y media blanca. Al punto mismo de saltar vio al desconocido, y se detuvo como indecisa. Perucho también pegó un respingo de animal montés que encuentra impensadamente al cazador. Gabriel clavó en su rostro la mirada, impulsado por ansia secreta e indefinible de saber si merecía su fama de belleza física el que él llamaba entre sí, con asomos de humorismo, el bastardo de Moscoso.
Para el escultor y el anatómico, belleza era, y de las más perfectas y cumplidas, aquel cuerpo bien proporcionado y mórbido, en que ya, a pesar de la juventud, se diseñaban líneas viriles, bien señaladas paletillas, vigorosos hombros, corvas donde se advertía la firmeza de los tendones; y rasgo también de belleza clásica y pura, la poderosa nuca redondeada, formando casi línea recta con la cabeza y cubierta de un vello rojizo; el trazo de la frente que continuaba sin entrada alguna; la vara de la correcta nariz; los labios arqueados, carnosos y frescos como dos mitades de guinda; las mejillas ovales, sonrosadas, imberbes; la nariz y barba que ostentaban en el centro esa suave pero marcada meseta o planicie que se nota en los bustos griegos, y que los artistas modernos no encuentran ya en sus modelos vulgares, y por último el monte de bucles, digno de una testa marmórea, de los cuales dos o tres se emancipaban hasta flotar sobre las cejas y estorbar a los ojos.
Para Gabriel, más pensador e idealista que artista y pagano, y además hombre moderno en toda la extensión de la palabra, aficionado a la expresión, prendado sobre todo, en el sexo varonil, de las cabezas reflexivas, de las frentes anchas en que empieza a escasear el cabello, de las fisonomías que son una chispa, una llama, una idea hecha carne, que habla por los ojos y se imprime en cada facción y se acentúa enérgicamente en la ahorquillada o puntiaguda barba, de los cuerpos en que la disposición atlética y la hermosura de los miembros se disimula hábilmente bajo la forma de la vestidura usual entre gente bien educada; para Gabriel, decimos, fuese por todas estas razones o por alguna otra que ni él mismo entendía, no solamente resultó incomprensible la lindeza de Perucho, sino que a pesar de su predisposición a la simpatía, sobre todo hacia la gente de posición inferior a la suya, le pareció hasta antipática e irritante aquella cabeza de joven deidad olímpica, aquella frescura campesina y tosca, aquella cara tallada en alabastro, pero encendida por una sangre moza y ardiente, savia vital grosera y propia de un labriego (así pensaba Gabriel); y sobre todo aquellos modales aldeanos, aquel vestir lugareño, aquella extracción evidentemente rústica, revelada hasta en el modo de andar y en el olor a campo que le había comunicado la mies.
En cambio —¡oh transacciones de la estética!— Gabriel se indignó de que alguien hubiese dudado de la hermosura de Manolita. ¡Manolita! Manolita sí que era guapa. Así como a Perucho se le estaba despegando la americana y el pantalón, y su musculatura pedía a voces el calzón de estopa de los gañanes que erigían la meda, a Manolita (seguía pensando Gabriel) no le cuadraba bien el pobre vestidillo de lana, y su fino talle y su airosa cabecita menuda reclamaban un traje de cachemir de corte elegante y sencillo, un sombrero Rubens con plumas negras —que lo llevaría divinamente—. ¿Parecido con su madre? Sí; mirándola bien, se parecía, se parecía mucho a la inolvidable mamita; los mismos ojazos negros, las mismas trenzas, la frente bombeada, el rostro larguito… pero animado, trigueño, con una vida exuberante que la pobre mamita no gozó nunca. Y además, serena e intrépida y despegada y arisca. Al decirle su padre: —Este señor es tu tío Gabriel Pardo, el hermano de tu mamá—, la montañesa apuntó a boca jarro las pupilas, y murmuró con desdeñosa gravedad:
—Tenga usted buenas tardes.
Si más conversación, volvió la espalda, deslizándose tras de la meda. Gabriel se quedó algo sorprendido de semejante conducta por parte de su sobrina. Entre los números del programa trazado por su imaginación, se contaba el del recibimiento. Con el candor idílico que guardan en el fondo del alma los muy ensoñadores, durante el camino se había imaginado una escena digna del buril de un grabador inglés: una doncella candorosa aunque algo brava y asustadiza, que se ruborizase al verle, que le hiciese muy confusa y bajando los ojos varios saludos y reverencias, que luego consultase con tímida mirada a su padre, y autorizada por una seña de este, saliese precipitadamente, volviendo a poco rato con una bandeja de frutas y refrescos que brindar al forastero… Sí, ¡buenos refrescos te dé Dios! Maldito el caso que le hacía Manolita; y su padre, en vez de mostrar que extrañaba semejante comportamiento, ni lo notaba y seguía conversando con Gabriel, informándose asiduamente de ¿cómo había encontrado los asuntos de su padre, al hacerse cargo de ellos? ¿Cómo andaba el partido H y los foros X? El artillero contestaba; pero de soslayo observaba atentamente lo que acontecía en la era. A su sobrina no la veía entonces; sí a Perucho, que en mangas de camisa, habiendo echado la americana sobre el yugo de los bueyes, ayudaba a descargar el carro, mostrando deleitarse en la actividad muscular, que esparcía su sangre y la enviaba —en olas a enrojecer su pescuezo y su frente blanca y lisa. Así que la carga del carro estuvo por tierra, llegose a la meda empezada, en cuya cima vio Gabriel alzarse, como estatua en su pedestal, a Manolita. Cruzáronse entre los dos muchachos frases, risas y una especie de gracioso reto; y empuñando Perucho con resolución una horquilla de palo, dio principio al juego de levantar con ella un haz y arrojárselo a la chica, que lo recibía en las manos como hubiera podido recibir una pelota de goma, sin titubear, y se lo pasaba al punto a un gañán encaramado también sobre la meseta de la meda, el cual lo sentaba y colocaba, espiga adentro, medando hábil y rápidamente.
Gabriel no tenía ojos ni oídos más que para el juego. Su cuñado seguía habla